Comandos
Inglaterra: El atraco más grande del siglo
el robo más grande del siglo
Normalmente, ni se hubiera molestado. Pero era —el pasado jueves 8— una de esas raras noches del verano inglés en que la vacilante luz de la Luna parece encender los campos verdes a lo largo de los rieles y despierta un invencible sentimiento de aprensión. Tom Miller decidió averiguar qué detenía al correo real, el "tren fantasma", como acostumbra llamarlo, que hace el trayecto nocturno entre Glasgow y Londres: bajó de su puesto de guardia, al final del convoy, colocó linternas en las vías para prevenir a otros trenes, y comenzó a caminar hacia la luz roja: "Imagínense mi sorpresa —comentó más tarde—. Vi que dos vagones y la locomotora se iban." También se iban 2.742.000 libras esterlinas en billetes (más de mil millones de pesos). Era el mayor atraco de la historia.
Los bandidos habían sustituido la luz verde por una roja. Cuando el tren se detuvo, más allá del cruce de Sears, desengancharon la locomotora y los dos primeros coches, con exacto conocimiento del sistema hidráulico que los mantiene unidos. El maquinista Jack Mills, de 57 años, y el fogonero David Whitby, de 26, se hallaban tendidos en el suelo y asegurados con un solo par de esposas: Mills había sacado el revólver, pero recibió un golpe en la cabeza, después de lo cual le pidieron disculpas con toda cortesía. El convoy —o, mejor dicho, su parte delantera— fue conducido a una vía muerta, un kilómetro y medio más adelante.
Silenciosamente —no se oyó una sola orden—, dos hombres llegaron hasta las
110 sacas rebosantes de billetes. Los demás —eran unos veinte, dice Mills— formaron fila, y las sacas fueron pasando vertiginosamente de mano en mano, hasta ser colocadas en un camión que se había ocultado entre los arbustos, a la vera del camino real. La operación tardó 18 minutos. Los empleados de correos siguieron trabajando en los vagones posteriores sin percatarse de nada. Una vez solos, Mills y Whitby —siempre amarrados por un par de esposas— buscaron el teléfono más cercano. Cuando Tom Miller, extrañado por la larga detención del tren, llegó junto a la locomotora, habían pasado veinte minutos. No vio camión alguno: sólo la luna tibia sobre los campos en silencio.
Gerald McArthur, superintendente de Scotland Yard, recibió autoridad, excepcionalmente, para unificar las fuerzas policiales de cinco condados. Inmediatamente concibió la hipótesis siguiente: si los asaltantes sólo dispusieron de veinte minutos para alejarse antes de que se diera la alarma, el camión no pudo salir de los límites de Cheddington, 50 kilómetros a la redonda. Los policías y sus perros amaestrados recorrieron, palmo a palmo, las granjas de los alrededores. Desde luego, no se excluían otras hipótesis. ¿No habrían trasbordado las sacas —en diez minutos— a otros coches, que pudieron llegar rápidamente a Londres? ¿O tal vez a una barcaza en el canal Junction? Las recompensas ofrecidas por bancos y compañías de seguros llegaban a 260.000 libras. Scotland Yard atendía 150 llamadas por hora y las clasificaba en tres categorías: maniáticos, soplones de bajo fondo y detectives aficionados. Hurgando en los archivos se pudo establecer que cinco de los más famosos "ladrones científicos" de Inglaterra estaban de vacaciones en la Costa Azul o en España. ¿Por qué no pensar que el jefe de la organización emigró aun antes del atraco? Pero veinte personas no se reparten un botín de esa magnitud sin delatarse en alguna forma...
Al quinto día se encontró, a 45 kilómetros del lugar, una granja abandonada. Un camión, otros dos vehículos, alimentos envasados. Y algunas sacas de correos, hechas de un material indestructible. Pero surgía otro misterio: ¿cómo pudieron escabullirse, sin ser notadas, veinte personas —con un centenar de bultos— en una región tan minuciosamente registrada? La opinión inglesa contenía el respiro, anhelante, y la prensa confesaba la admiración popular por el jefe del asalto, que parecía dueño de un cerebro electrónico. Un sondeo permitió comprobar que 7 de cada 10 londinenses apostaban a su favor.
Pero ya a fines de semana todos empezaban a temer. Scotland Yard se acercaba inexorablemente a su presa.
Revista Primera Plana
20.08.1963

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