El zarpazo
Minoru Genda, el hombre que concibió el asalto a Pearl Harbor, relata, exclusivamente para PANORAMA, el episodio que desencadenó la cruenta guerra del Pacífico

Pearl Harbor
"En caso de guerra con los Estados Unidos, no tendremos ninguna posibilidad de triunfar a menos que destruyamos completamente la flota norteamericana del Pacifico, que se encuentra estacionada en Pearl Harbor. Aun cuando esta operación tuviera éxito, no existe ninguna seguridad de que el conflicto nos resulte absolutamente favorable, pero de todos modos es de vital importancia llevarla a cabo. Pearl Harbor será atacada por una sola ola de aviones; el objetivo son los acorazados; yo mismo seré responsable de toda la operación. Participarán la 1ª y 2ª escuadras de portaaviones. Deseo que el proyecto sea puesto inmediatamente en estudio."
Las palabras del comunicado del almirante Yamamoto, Comandante en Jefe de la Armada Imperial del Japón, confirmaban lo que todos los oficiales de las fuerzas armadas japonesas venían presintiendo ya desde hacía tiempo: la eclosión de una guerra entre Japón y los Estados Unidos era inevitable.
Cuando el contralmirante Onishi terminó de leer la carta del Comandante en Jefe, se produjo un momento de silencio. Estábamos sentados frente a frente, en su despacho de la base de Kanoya. A pocos kilómetros de allí descansaba, al abrigo de la bahía de Ariake, la flota de portaaviones del Japón, a cuyo estado mayor había sido destinado como oficial del arma aérea.
"Para esto lo he llamado", me dijo el contralmirante Onishi, jefe del estado mayor de la flota. "Como ve, el Comandante en Jefe está fríamente decidido. Póngase inmediatamente a estudiar el proyecto. Es inútil señalarle que se trata del secreto militar más absoluto del Japón."
Mi corazón palpitaba aceleradamente. Me retiré. La concentración de la flota norteamericana del Pacífico en Pearl Harbor —como si los norteamericanos recelaran algo del Japón— era una tremenda amenaza para nuestro dominio naval.

El valor de la sorpresa.
Nuestras posibilidades residían en un ataque por sorpresa consistente en un solo golpe. Porque las pérdidas que sufriría necesariamente la segunda ola de aviones, al encontrar al enemigo sobre aviso, serían demasiado caras para nuestra flota. Lo que pretendía el almirante Yamamoto era más bien un impacto psicológico, un golpe de sorpresa que intimidara a los norteamericanos y los indujera a pactar sin comprometerse en una guerra total, en la que nuestro país correría el peligro de ser devastado hasta las raíces.
Durante una semana, con la información proporcionada por la oficina de estudios técnicos del Comandante en Jefe, me dediqué a desmembrar los problemas de la operación : ¿qué resistencia encontrarían nuestros aparatos en Pearl Harbor? ¿nos convendría más atacar a favor del sol al amanecer, o desde la oscuridad de la noche? ¿sería posible reabastecer a nuestros barcos durante la operación?
Los objetivos eran claros: destruir los acorazados y dañar lo más posible los demás barcos de la flota. El arma más eficaz para atacar a un acorazado es sin duda el torpedo. Una vez lanzado al agua, el tiburón de acero y explosivos se sumerge hasta sesenta metros para subir luego hacia la superficie y navegar rumbo a su blanco a una profundidad preestablecida. Pero la profundidad máxima de Pearl Harbor era de apenas doce metros.
Por fin, evaluadas todas las posibilidades, redacté mi informe. La frase final, en cuatro palabras, resumía el resultado de mi esfuerzo: "La operación es posible".

La máquina se pone en marcha.
Me presenté al cuartel general del contralmirante Onishi. Delante de mi leyó una y dos veces el informe y por fin, con una sonrisa de satisfacción, me comunicó: "El núcleo de las fuerzas que participarán en la operación será el Grupo Aéreo de la 1ª escuadra. Usted participará en las maniobras preparatorias y dispondrá el entrenamiento necesario de todos los pilotos que tomarán parte en la misión".
El 10 de abril, el Comandante en Jefe ordenó la creación oficial del grupo operativo que se encargarla del ataque. La flota de portaaviones se reestructuró alrededor de la la. escuadra; sus principales integrantes serían los cuatro gigantes de la fuerza aeronaval japonesa, los portaaviones Akagi, Kaga, Soryu e Hiryu. Fui destinado al estado mayor de la fuerza de operaciones. El vicealmirante Nagumo fue designado comandante y el contralmirante Kusaka, jefe de estado mayor. La nave almirante era el Akagi y allí nos trasladamos todos.
Mi informe consideraba tres medios posibles para el ataque: el bombardeo horizontal, el bombardeo en picada y el ataque con torpedos. El desperdicio de impactos del bombardeo horizontal lo excluía en primer término. Pero —sin las enormes bombas de 800 kilos de los bombarderos pesados— no se podía pensar en penetrar los espesos blindajes de los acorazados, hasta el corazón de máquinas y santabárbaras, con las bombas de 250 kilos de los bombarderos en picada. Solo quedaban los torpedos, pero la escasa profundidad de Pearl Harbor parecía un obstáculo insuperable. Nuestros pilotos comenzaron a ejercitarse afanosamente en prácticas de torpedeo en aguas bajas.

Única salida, la guerra.
A fines de julio, la situación internacional se puso aún más tensa para Japón. En represalia por el desembarco de tropas japonesas en Indochina francesa, Estados Unidos y sus aliados inmovilizaron los capitales japoneses en los bancos occidentales y prohibieron la exportación de petróleo al Japón. Sin combustible, nuestra flota se vería en breve inmovilizada. En la última semana de agosto, el plan definitivo de la operación "Pearl Harbor" descansaba sobre mi escritorio. Según mis cálculos, para que el ataque tuviera éxito deberían participar no menos de 360 aparatos. Cada tonelada de bombas estaba destinada a un blanco crítico y un aparato de menos hubiera desarticulado todo el proyecto.
El 6 de setiembre, un consejo de guerra supremo, realizado en presencia del Emperador, decidió no echarse atrás ante la perspectiva del conflicto armado. Desde hacía una semana, mis 360 aparatos se encontraban estacionados en cinco bases al sur de la isla de Kiu-Siu. Dos portaaviones más, el Zuikaku y el Shokaku, pertenecientes a la Vª. escuadra, se habían incorporado por orden del Comandante en Jefe a nuestro grupo operativo.
El vicealmirante Nagumo en persona se encargó de presentar el proyecto operacional a nuestros jefes de vuelo y comandantes de escuadrilla. La noticia fue recibida con un silencio de estupor primero y un murmullo de entusiasmo después. El comandante Shiegaru Murata fue uno de los primeros en hablar: "Tenemos grandes probabilidades de éxito" dijo el as de los torpederos japoneses, "pero es necesario practicar un entrenamiento intensivo especial para dominar las condiciones de la rada de Pearl Harbor".
Para realizarlo se eligió la base de Kagoshima, cuya geografía se asemeja a la de la isla hawaiana de Oahu donde se encuentra la rada de Pearl Harbor. Nuestros torpederos despegaban de la costa y se organizaban inmediatamente en formación de combate sobre la colina de Shiroyama, al sur. De allí descendían en ángulo agudo hasta entrar al valle de Iwasaki. Al llegar al medio del valle, los aparatos giraban violentamente hacia la costa y entraban al mar casi rozando la cresta de las olas, a menos de diez metros de altura. Los artilleros apuntaban los torpedos y disparaban: era un enorme esfuerzo para los hombres y las máquinas que participaban.

Solo un esfuerzo de titanes.
Un día de octubre un avión de la flota descendió sobre el puente de vuelo del Kaga. Un oficial del estado mayor, el coronel Sasaki, nos comunicó que el Almirantazgo había decidido retirar tres portaaviones de la unidad operativa: el Soryu y el Hiryu, de autonomía reducida y el Akagi. Las tripulaciones aéreas de la 2ª. escuadra se permutarían por las de la Vª, menos entrenadas.
Le repuse inmediatamente que en esas condiciones, el ataque a Pearl Harbor era irrealizable. El almirante Yamaguchi, comandante de la IIª escuadra estalló: "¿Quién ha decidido semejante absurdo? ¡Mis barcos destinados al Sur! ¡Mis tripulaciones a Hawai! Es el suicidio de la IIªa. escuadra. Acepto morir, pero nadie me va a impedir que ataque a Pearl Harbor. ¡Ordénenme lo que quieran, pero yo no quiero morir en otra parte; yo, Tamon Yamaguchi juro que iré a la muerte con mis pilotos". Un silencio. La voz del contralmirante pasó de la furia al dolor: "Coronel, si usted cree que es debido al período de autonomía de la IIª escuadra que no se la puede destinar a Hawai, no necesito más combustible que para la ida. Al regreso podemos navegar a la deriva aprovechando las corrientes. ¡Qué importa lo que pasará después del ataque! ¡Desmembrar la fuerza operativa es imposible!"
El coronel Sasaki regresó al cuartel general de la Flota y todos quedamos esperando pendientes de un hilo. Dos días después nos llegó la noticia y una alegría indescriptible nos invadió. El almirante Yamamoto, a riesgo de perder el mando, había impuesto su voluntad en el estado mayor: "Conforme al deseo de los jefes de escuadra, la fuerza operativa estará constituida por los seis portaaviones destinados originalmente".

Carrera contra el tiempo.
Estábamos ya por romper las hostilidades y el tiempo corría cada vez más rápido. Nuestros torpederos seguían practicando activamente pero los resultados eran todavía dudosos. La postergación de la ofensiva para comienzos de diciembre nos dio un respiro.
Entre el 2 y 3 de noviembre, en la bahía de Ariake, realizamos un simulacro de la operación, basado en el plan que yo había preparado meses antes con infinito celo. Los objetivos eran simulados, pero los pilotos lanzaron sus bombas y sus torpedos con idéntica pasión sobre los blancos flotantes. El rendimiento fue muy elevado y los pilotos recibieron la mención "Muy bueno", pero los torpedos seguían clavándose en el fondo del mar. El estado mayor aprobó definitivamente el plan y se estableció el 8 de diciembre —7 según la hora de Hawai— para el ataque.
A bordo del Akagi, anclado en Sasebo, llegó una tarde un telegrama que me hizo gritar "Banzai!" a todo pulmón: "Hemos superado el obstáculo de los 12 metros", decía; en un ejercicio realizado bajo el control del comandante Murata, el 83 por ciento de los torpedos habían llegado a su blanco. Todo estaba a punto para tentar al destino con un acto de arrojo.
El 17 de noviembre, los comandantes de las naves de nuestro grupo operacional y sus oficiales se reunieron a bordo del Nagato —el buque almirante de la Flota Imperial— anclado en la bahía de Saheki. El almirante Yamamoto subrayó la vital importancia del ataque a Pearl Harbor: "Pienso", dijo, "que muchos de ustedes son hostiles a este proyecto, pero si no lo llevamos a cabo no podremos enfrentar la guerra ni pretender el rango de una gran nación. La marina norteamericana es el enemigo más grande que hemos enfrentado en nuestra historia. Del éxito de esta operación depende el destino de la guerra. Señores —terminó— los norteamericanos son enemigos dignos de vosotros."

Morir en silencio.
A continuación, los principales jefes de la fuerza de operaciones se reunieron con el Comandante en Jefe para ajustar los últimos detalles. Se planteó qué hacer en caso de que las tratativas de Washington concluyeran en una decisión de evitar la guerra, mientras la flota se encontraba camino de Pearl Harbor. Se convino que el Comandante en Jefe podría ordenar la suspensión del ataque y el retorno de todas las naves hasta la una de la mañana del 7 de diciembre. Más allá de ese plazo la suerte ya estaría echada.
El 22 de noviembre, el Akagi echó anclas en la bahía de Nossapu, punto de concentración de la fuerza de operaciones. Al día siguiente ancló a corta distancia el Kaga; en sus santabárbaras reposaban 100 torpedos preparados para lanzarlos en aguas bajas. Las 32 unidades de la escuadra estaban reunidas.
Se planteó un problema especialmente arduo: qué hacer en caso que un aparato se viera obligado a descender en alta mar. Una vez zarpada la escuadra, estaban terminantemente prohibidas todas las comunicaciones por radio, para impedir que los barcos norteamericanos nos escucharan y ubicaran nuestra posición. El capitán Takehiko Chihava zanjó la cuestión con un gesto de gallardía: "En ese caso, moriremos silenciosamente".
En la tarde del 25, tres submarinos de patrulla dejaron el puerto de Nossapu bajo un cielo que anunciaba nieve. El 26, a las 6 de la mañana, la escuadrilla de cruceros comenzó a realizar recorridas de vigilancia. Por fin, asegurada la ruta, el grueso de nuestras fuerzas hizo proa hacia Hawai. Navegamos rumbo al este; nuestras agujas señalaban permanentemente 40 grados de latitud sur.
El 2 de diciembre a las cinco y media de la tarde, el vicealmirante Nagumo recibió un cable urgente del Comandante en Jefe; en código decía: Niitakayama nabort (Escale el monte Niitaka). Era la orden definitiva del ataque. La partida estaba jugada: Japón decidía finalmente desencadenar la guerra.

El enemigo siempre espera.
El estado mayor general seguía, minuto a minuto, el avance de la escuadra y recibíamos regularmente informes sobre la posición de la flota norteamericana. El 7 a la madrugada, navegando justo al norte de Hawai, todos los barcos de la escuadra de operaciones cambiaron bruscamente de rumbo e hicieron proa hacia el sur. Las horas pasaban velozmente en los preparativos finales. La hora en que el almirante Yamamoto con una sola palabra podía suspender el ataque había pasado y Japón estaba en guerra con los Estados Unidos. Nada podía impedir ya nuestra marcha y la batalla se acercaba minuto a minuto.
En el cielo sombrío del amanecer del 8 de diciembre — para los norteamericanos, con la hora de Hawai, era todavía el 7— las nubes ocultaban la luna intermitentemente. El viento soplaba en dirección este-noreste a 15 metros por segundo. Los barcos se bamboleaban con la mar gruesa y las proas rompías las olas levantando nubes de espuma blanca. Después de dos horas de sueño intenso, me sentía dispuesto a todo. Nos encontrábamos en ese momento a 230 millas marinas de Pearl Harbor y había llegado la hora de lanzar el ataque aéreo.

La hora del destino.
Los motores de los aviones alineados sobre los puentes de vuelo rugían a plena potencia. Los pilotos controlaban las máquinas antes de despegar. En cada barco todas las tripulaciones tenían los ojos puestos sobre la nave almirante Akagi de donde partiría la señal de atacar.
De pronto, todos los pabellones del Akagi, que estaban a media asta, fueron izados hasta el tope y vueltos a descender, rápidamente. Era la esperada señal.
El aparato piloteado por el jefe de escuadrilla Fuchida se deslizó sobre el puente, saltó al aire y ascendió veloz para perderse rumbo al sur. Desde la oscuridad del puesto de control del Akagi se veían despegar los aparatos, uno pegado al otro, para formarse en escuadrillas y enfilar hacia el objetivo distante. Pocos, o tal vez ninguno, de esos hombres inspirados por una tradición de heroísmo y sacrificio sabía que tras ellos Japón se arrojaba a una guerra trágicamente desastrosa.
Durante dos horas rogué sinceramente por la paz. Sin amor, sin odio, sin alegría ni tristeza; no sentía más que la caricia del viento fresco de alta mar.
Los pilotos, que hacía unas pocas horas habían escuchado en silencio la última orden: "Torpedear las principales unidades, producir el mayor daño posible", se hallaban ya sobre Pearl Harbor cumpliendo sus instrucciones.
General Minora Genda Jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea Imperial del Japón.

EL ATAQUE
La base naval norteamericana de Pearl Harbor se encuentra en la isla de Oanu, del archipiélago de Hawai, en medio del Pacífico Oriental. En la mañana del 7 de diciembre de 1941 fue atacada sorpresivamente, por una flota de portaaviones japonesa. Pocas horas antes Japón había declarado la guerra a los Estados Unidos.
En el momento del ataque, los portaaviones de la flota norteamericana se encontraban fuera de la base en un ejercicio rutinario de patrulla. No había sido establecido el régimen de alerta de guerra todavía, pero temiendo actos de sabotaje de parte de la población japonesa de la isla, los aviones militares habían sido estacionados en hileras apretadas que presentaban un blanco excelente para los atacantes. Fueron destruidos casi totalmente en los primeros minutos del ataque sin que pudieran despegar para ofrecer alguna resistencia.
Los resultados del bombardeo que siguió fueron desastrosos : ocho acorazados de más de 30.000 toneladas, tres cruceros de 10.000 toneladas, tres destructores de 1.500 y varios barcos de guerra más fueron hundidos, varados o dañados gravemente. 3.581 norteamericanos —civiles y militares— perecieron en el ataque.
Los japoneses perdieron 29 aviones. Los talleres y astilleros quedaron casi intactos, lo que permitió a los norteamericanos reflotar cuatro de los cinco grandes acorazados hundidos y reparar la mayoría de los barcos dañados.
Investigaciones llevadas a cabo después de la guerra, revelaron que no habían sido tomadas las precauciones necesarias para prevenir un ataque aéreo como el de los japoneses. Los servicios de inteligencia aliados habían descifrado el código secreto japonés, pero los comandantes de la base de Pearl Harbor no habían sido informados de ello. La estación de radar del ejército había dado aviso de la aproximación de aviones no identificados, pero un oficial sin experiencia no supo interpretar las señales. La mayoría del material de defensa antiaérea de la base, había sido trasladado a la península de Malaca, donde los cálculos de ingleses y norteamericanos hacían pensar que se encaminaría el primer ataque japonés.

Revista Panorama
diciembre 1965
Pearl Harbor
 
Pearl Harbor

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