HACIA ya mucho tiempo
que los diarios japoneses no se ocupaban de
historias de espías, pero aquella madrugada de
1937 los cronistas que asistieron al fusilamiento
de la bella Ah-Ben no pudieron dejar de relatar
con lujo de detalles aquel espectáculo.
Cómo se desarrolló la
historia singular de esta chiquilla del Mikado es
digno elemento para dar al cinematógrafo la trama
de lo que sería una colosal película. Sobre todo
si pensamos que la bella Ah-Ben inició su vida
mundana por obra de ese maravilloso bufo que se
llama Carlitos Chaplin, quien la descubrió en una
venta de té durante el viaje de placer que realizó
al Japón en 1933. Era ella sólo una modesta
geisha, que entretenía los ocios de parroquianos
cansados y amarillos. Parroquianos que sólo
esperaban de su mano breve una caricia sumada a la
consumición de té. Chaplin recibió la caricia y
agradeció en su idioma, recibiendo respuesta en
perfecto inglés, para sellar desde ese momento una
sencilla amistad que se iba dilatando en un
simpático trueque de palabras entre la pequeña
geisha y el famoso Carlitos. De allí en adelante
la vida de la bailarina de porcelana mudaría
definitivamente. Chaplin hizo públicas
declaraciones de que Ah-Ben era la japonesita más
hermosa y perfecta que había conocido. Agregó que
iría con ella a Hollywood para filmar una película
en la que aquélla sería primerísima figura. Los
diarios publicaron fotografías de Chaplin
acompañado de Ah-Ben en fiestas, en paseos, en
ventas de té, y se decía que ambos estudiaban el
ambiente para la futura filmación.
No obstante, Carlitos
regresó a Norteamérica sin la japonesita y la
película no fué jamás filmada. No por eso Ah-Ben
salía del primer plano al que la amistad con el
bufo la había proyectado. Muy por el contrario, su
fama seguíase extendiendo y sus amistades
comenzaron a ser muy otras, bien diferentes de
aquellas que pudo haber mantenido en sus
relaciones con amarillos consumidores en la venta
de té.
Todo el imperio dedicó
sus horas a aumentar la fama de la bailarina, que
pronto se vió incluida en el papel principal de
una película japonesa de éxito. En poco tiempo se
convirtió en mujer de fama y de dinero. Los
grandes cabarets se disputaban su actuación y los
grandes japoneses disputaban sus caricias, que ya
no entraban en la consumición, sino que se
abonaban por separado en forma de joyas de gran
valor, viajes en lujosos coches diplomáticos, que
terminaban en aquellas danzas niponas antiguas que
ella bailaba con tantísima perfección. Aquellos
encuentros en los salones de los magnates del
imperio, seguían una sospechosa y dramática
trayectoria, paralela a los tremendos golpes que
por entonces sufría el espionaje japonés. ¿Qué
podía tener de común el desastre con la bellísima
Ah-Ben? Nadie se animaba a opinar sobre las
posibles actividades de la bailarina en el terreno
de la traición.
Sin embargo, ya estaba
encendida la llama de la sospecha y Ah-Ben era
vigilada por el alto comando del servicio secreto,
mientras en Hawai era descubierta una red de
espías nipones y en China eran asesinados varios
agentes del Japón. ¿Quién daba aquellos preciosos
datos al enemigo? Aparentemente no podía ser la
bella Ah-Ben. Ella ganaba tanto dinero. Ella tenía
tanta fama. Ella cultivaba con maestría los más
caros amores del Japón. Ella, no obstante, era la
traidora.
Nunca se le hubiera
descubierto aquella incalificable actividad de no
ser porque la bonita geisha de la venta de té que
fué descubierta años antes por el impagable
Carlitos, era ahora demasiado ambiciosa. Tanto que
un día se presentó ante el jefe del servicio
secreto y, lisa y llanamente, le ofreció sus
servicios como espía. Habló allí en grande de su
patriotismo, de sus condiciones
físicas, de sus
posibilidades ante los representantes extranjeros,
con quienes tenía una muy íntima amistad. Habló de
todas esas cosas, y de sus conocimientos, tan
útiles, del idioma inglés. Pero, al parecer, al
jefe del servicio secreto le cayó mal la geisha, y
no entró en el negocio. Por el contrario. El
hombre preparó un lazo simple, en el que había de
caer para siempre la bella Ah-Ben.
Al día siguiente de
aquella entrevista, un señor rubio, de acentuado
aspecto americano, apareció en la residencia de la
bailarina. Entre misterioso y cortés le informó
que había sido descubierta.
—Prepárese para partir
—le dijo—. Dentro de una hora vendrán a
arrestarla.
La celada había sido
perfecta. Confusa ante la inexplicable noticia,
accedió al breve y comentado interrogatorio a que
aquel hombre la iba sometiendo a medida que ella
preparaba las maletas.
De allí al estrado de
los jueces. Después, al frente de un pelotón de
fusilamiento que puso fin a sus días en una cruda
mañana de 1937, ya estallada la guerra
chino-japonesa, cuando la historia de espías no
eran casi comentadas por los diarios nipones.
Sin embargo, aquel día
los cronistas no pudieron substraerse al relato de
aquel fusilamiento, que significó la ultima
aventura de la geisha.
Ah-Ben había llegado
al banquillo de la ejecución en la culminación de
su gracia. Era aquél su último espectáculo y
habría de brindarlo en forma tal que su pasado se
grabara para siempre entre las historias
espectaculares de la traición y el espionaje.
Amaneció vestida como en sus mejores encuentros de
alcoba, con un envidiable quimono de seda azul y
dragones dorados de ojos verdes, su melena
preparada como en los días de gala inolvidable;
las uñas, que habían crecido notablemente durante
el juicio, teñidas de nácar. Los diminutos labios
pidieron un cigarrillo para cumplir su última
voluntad. Su deseo final era saborear el gusto del
tabaco suave y afrontar así al pelotón de
fusilamiento.
Cuando la descarga
hirió el ambiente de la prisión con su grito de
fuego, ella había dado la orden de fusilamiento.
Dramático pero noble
final, si se quiere, este de la bella Ah-Ben, que
quiso pagar su traición viendo la boca de los
fusiles apuntándole al pecho apetecible y erguido.
Ella debía morir con su gesto fino de vampiresa
oriental tan codiciado. Sus deseos fueron
cumplidos y con ellos selló definitivamente su
trayectoria, iniciada en una venta de té, cuando
el más grande cómico del mundo, el gran Carlitos
Chaplin, había descubierto su belleza magnífica.
Carlitos se enteraría luego por los diarios del
final de gran guignol de la bella traidora.
Tal vez aquella
promesa no cumplida de un viaje a Hollywood
hubiera cambiado el panorama de su vida. Chaplin
tal vez habrase sentido un tanto culpable de
aquella suerte.
Revista PBT
10.04.1953
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