El escuadrón de la muerte en acción
La puerta de cartón fue
abierta de un puntapié y el mulato Sete Rúas
despertó en su lecho de papeles de diario, dentro
de su casilla de madera, en una favela de la zona
norte de San Pablo. Sólo vio media docena de
revólveres que lo apuntaban y ya sabía lo que
estaba por ocurrir. Sin embargo no lloró, ni
gimió, ni pidió clemencia: se limitó a sacar su
Metralleta de un escondite hecho con trapos y la
entregó; luego dio las municiones. Lentamente
salió al frío de la madrugada. Le ataron las manos
a la espalda y entonces Sete Rúas (quien desde
hacía un mes estaba oculto en ese aguantadero)
miró a sus tres hermanitos, que tienen entre 7 y
14 años; el propio delincuente (que ostentaba dos
muertes y cinco asaltos con metralleta a bares y
taxistas) apenas bordeaba los 17 años. "Cuídense",
dijo a su familia. Después recibió, sin bajar la
cabeza, siete balazos a quemarropa. Cuando se
desplomó por la descarga los atacantes le
descerrajaron nueve tiros más. "Cabra macho era
esse" (era guapo), se limitó a admitir uno de los
asesinos. Pocas horas después, una voz cuidadosa y
serena telefoneó a los periódicos paulistas: "Hay
un presunto (fiambre) cerca de Santos. Pasen a
buscarlo a las cinco de la tarde", y detalló el
sitio de la playa en que se hallaba el cuerpo. La
policía y los periodistas arribaron juntos: cerca
del cadáver había dos tarjetas. En una rezaba: "Me
mataron por mano larga"; en la otra, sólo un
símbolo: una calavera con dos tibias. El Escuadrón
de la Muerte había golpeado otra vez.
LOS
MORALISTAS DE METRALLETA La muerte de Sete Rúas
ocurrió la semana pasada, pero apenas fue un
oscuro y rutinario operativo más; según
observadores, en los últimos 12 años unos mil
marginais (marginales) fueron ultimados por este
inquietante cuerpo parapolicial, único en el
mundo, integrado por encumbrados funcionarios de
los servicios represivos brasileños, todos
identificados por la prensa y sentenciados por el
hampa. La lucha entre gangsters y hombres del FBI
en los Estados Unidos de la década del 30 palidece
ante la saga de violencia y sadismo que aún hoy
sigue escribiéndose en Brasil con las favelas como
casi perpetuo telón de fondo. Es una historia
donde el sub-desarrollo y la miseria constituyen,
en rigor, instigadores solapados que susurran
cotidianos pretextos a los miembros del Escuadrón.
"En realidad debajo de esto puede existir un
problema social pero eso a mí no me importa",
musitó Pedro Saturnino dos Santos (38, 3 hijos)
alias Tranca Rúa, guardia nocturno carioca que
cumple su condena de 316 años (¿una humorada de
los juzgados brasileños?) por haber participado en
el asesinato de 13 mendigos. Verdadero antecesor
del Escuadrón, el esmirriado Tranca Rúa inició su
tarea en 1958 alegando que "recibí órdenes de
mantener a la ciudad limpia a toda costa: los
mendigos la afeaban". El propio Tranca Rúa tiene
curiosas similitudes con sus víctimas: "No conocí
a mis padres, mi madrastra murió cuando yo era muy
joven y llegué a Río creyendo que era una fazenda
muito bacana". Pero vagabundeó durante mucho
tiempo hasta encontrar su trabajo de guardián
nocturno, ubicado a pocas cuadras del Servicio de
Vagancia; allí lo conchabaron para perpetrar
crímenes a destajo que le redundaron mucho más que
la vigilancia de locales por las noches. "Si no
fuera porque la mendiga ¡Olindinha se salvó
milagrosamente es probable que Tranca Rúa siguiera
aún hoy con su faena de recoger mendigos en
camiones del Servicio de Vagancia, llevarlos al
río Da Guarda, atarles las manos a la espalda,
hundirles la cabeza en la corriente hasta que
expiraran y, a veces, rematarlos de un balazo, por
las dudas. Su abogado defensor, Milton Pacheco
Pereira, opinó: "¿Y los que ordenaban los
operativos, dónde están? Jamás fueron
descubiertos. Después de todo, lo que Tranca Rúa
hacía de vez en cuando ha sido institucionalizado
por el brioso Escuadrón de la Muerte, que actúa
bajo el benéfico auspicio de la Policía Militar
del Estado de Río". Por la misma época en que
Tranca Rúa procedía a la metódica caza de linyeras
cariocas, el Escuadrón comenzaba su metódica
labor. En el verano de 1958 el Escuadrón
Motorizado (que en los años 30 el presidente
Getulio Vargas creó para su custodia personal)
estaba desmantelado. Era un cuerpo de
motociclistas rigurosamente seleccionados, con
físicos atléticos y 1,70 de altura promedio; su
símbolo era una calavera con dos tibias cruzadas;
uno de los agentes que permanecía en el cuerpo era
Milton Le Cocq, alias O Gringo, quien departió
largamente con el entonces jefe de la policía
carioca, general Amaury Kruel, factótum —tiempo
después— en el derrocamiento del presidente Joao
Goulart. Hacia 1958 la policía de Río de Janeiro
estaba literalmente superada por la ola de
asaltos, violaciones y asesinatos que devastaban
la capital carioca: con sueldos ínfimos, los
agentes no actuaban. Kruel resolvió entonces
fundar el Escuadrón de la Muerte: sus hombres
—acaudillados por Le Cocq— no tenían órdenes de
matar pero ello constituía una mera argucia legal:
podrían tirar contra los delincuentes —recordó
Kruel a SIETE DIAS— "si hubiera algún indicio de
resistencia armada". Pero después de muchos
operativos la prensa encrespó una ola de violentas
críticas contra los 11 miembros de la troupe, y
Kruel — enfrentando la acusación de que se trataba
de meros asesinos— debió disolver el staff de los
intocables. Pero en 1964 se precipitaron dos
hechos: la caída del sistema goularista y la
muerte de Le Cocq durante un procedimiento. Con
su boina negra, cinturón de balas y metralleta, Le
Cocq perseguía el automóvil del pistolero Manuel
Moreira, alias Cara de Cavalo, quien con apenas 20
años ostentaba una audacia rayana en el delirio.
El delincuente paró su coche, enfrentó al
legendario Le Cocq y lo mató. En el entierro del
detective se rumoreaba el reflotamiento del
Escuadrón: cuatro días después, en una playa
cercana a la Barra de Tijuca, fue hallado el
cuerpo de Cara de Cavalo atravesado por más de
cien balazos y salvajemente mutilado. Desde
entonces, la revitalización del equipo cuyo lema
es "tire primero y pregunte después" creció sin
cesar. Oficialmente los amigos del detective
muerto fundaron la Scuderie Le Cocq, que cuenta
actualmente con dos mil socios, generalmente
dueños de automóviles. En rigor, la scuderie es
una suerte de club que se encarga de entregar
medallas y felicitaciones a militares,
profesionales y periodistas que cumplieron alguna
función en beneficio de la policía. Sin
vinculación aparente con el Escuadrón, la Scuderie
Le Cocq es virtualmente una logia que obliga a sus
asociados a prestarse ayuda mutua. La veneración
policial por Le Cocq se materializó en el decreto
número 2.352, promulgado en 1966, en el cual se
resolvió entregar la Orden al Mérito Policial
Milton Le Cocq a todo funcionario que se destacara
por su valentía en actos de servicio.
ENTRE
MATAR O MORIR, VIVIR Euclides Nascimento (40,
dos hijos), socio presidente de la scuderie, es al
mismo tiempo sindicado como jefe del Escuadrón de
la Muerte carioca. Apodado Garotao (muchachón),
Nascimento sonrió a un enviado de SIETE DIAS que
la semana pasada lo entrevistó en su despacho del
Distrito Policial 2ª, en la rúa Bahbina. "Escuche,
meu filho (acostumbra llamar hijo mío a todo el
mundo), el Escuadrón de la Muerte no existe. Pero
cuando me trabo en un tiroteo con un bandido
siempre ando receloso de que eso termine en un
empate: es decir, que muera yo". Por eso el
Garotao, de casi dos metros de altura, 100 kilos y
una pistola 45 sobre el escritorio — como
pisapapeles— explicó: "Prefiero anticipar el tiro
con mucha puntería. Como decía mí compadre Le
Cocq: Entre matar o morir, prefiero vivir".
Para Nascimento "no hay bandidos valientes; los
únicos corajudos son los policías, y si algún
pistolero se resiste, merece la muerte". Uno de
sus ayudantes, Lincoln Monteiro (32, estudiante de
derecho), tiene la manía de llamar malandro
(malandra) a quien hable con él. Ex jefe de la
Invernada de Otaria, prisión del estado de
Guanabara, pontificó ante SIETE DIAS: "Oye,
malandro, yo estudié muy bien la manera en que Le
Cocq cazaba a los bandidos. Ahora tengo mi propia
escuela: antes andar por los morros era una
aventura peligrosa. Hoy es casi una diversión para
mí. No le tengo miedo a nadie ni a nada: claro que
jamás ando desarmado". Pero sin duda el más
contradictorio de los miembros del escuadrón es
Helio Guaiba (43, una hija), quien este año se
graduará de abogado. Para algunos es el
intelectual del grupo aunque sus discursos suelen
ser incoherentes: "Mi negocio no es matar bandidos
—confesó a SIETE DIAS—, eso no tendría atracción;
claro que me irrito cuando el bandido intenta
defenderse". Como jefe del Sector de Vigilancia
de la zona norte de Río de Janeiro, el pulcro
Guaiba agregó: "Esas acusaciones sobre la
existencia de un escuadrón son pura fantasía de
los diarios. La señal de la calavera con las
tibias es de la Scuderie Le Cocq, pero algunos
bandidos que se hacen justicia entre ellos la
abandonan junto a sus víctimas para difamarnos".
Sin embargo, insistentes versiones afirman que la
red de escuadrones ya se extendió a seis estados
brasileños (Ceará, Espirito Santo, Minas Gerais,
San Pablo y Guanabara, además de Río). Todas sus
acciones son similares: más que espectaculares
acciones callejeras, se caracterizan por sigilosas
e implacables operaciones de comando tendientes a
buscar a sus víctimas y eliminarlas con matices de
sadismo. En San Pablo, el staff está integrado por
nueve detectives cuyo jefe es Sergio Peranhos
Fleury (36, 19 años de policía), quien declaró:
"Quem nos faz de otarios nao pode deixar o exemplo
(quien nos trata de tontos no puede perdurar").
Obviamente, Fleury niega la existencia de los
escuadrones, pero el semanario brasileño Fatos e
Fotos, en su edición 411, no sólo afirma que los
grupos existen sino que describe su proceder: "Los
delincuentes son los primeros en saber cómo
funciona el Escuadrao. Las víctimas son escogidas
conforme a su grado de peligrosidad, y también por
haber cometido el error de disparar contra un
policía. Gracias a un bien montado equipo de
informantes, los agentes siempre saben dónde está
su presa. La mayoría de los marginados tiene poco
dinero como para emigrar de un estado a otro.
Dependen del auxilio de sus colegas en el morro o
de la solidaridad de los vecinos. A veces el
hombre marcado es ejecutado de inmediato; otras es
capturado y llevado a una subdelegación con nombre
falso". Según la publicación brasileña, "a
veces queda allí durante tres días para detectarse
la reacción de sus familiares: si éstos protestan,
la ejecución se posterga, pero si no se produce
ninguna repercusión, el criminal es ultimado y su
cuerpo se arroja a un río".
UNA ROSA
BERMEJA La mayoría de los cadáveres aparecen
mutilados, principalmente en los dedos, para
evitar identificación dactiloscópica; algunos
fueron quemados y otros, a causa de la cantidad de
heridas de bala en el rostro, quedaron
prácticamente irreconocibles. En algunos estados
no se necesita desfigurar al criminal: como en las
comisarias provinciales no hay morgue refrigerada,
cuando los cuerpos llegan a la capital están en
total estado de descomposición. La Baixada
Fluminense, un peñasco en las cercanías del río,
parecería ser el sitio preferido desde donde los
escuadrones de diversos estados arrojan a sus
víctimas, que a veces dan la impresión de haber
sido traídas desde muy lejos para morir allí. En
Río, el encargado de relaciones públicas del
escuadrón se autodenomina Rosa Vermelha, y durante
sus llamadas a los periódicos se complace en
efectuar los anuncios en tres idiomas: portugués,
inglés y francés. Demostró poseer una cultura
universitaria y el año pasado sostuvo una larga
conversación con un redactor de un diario en la
cual confesó con lirismo: "Siento un placer casi
sexual al observar cómo una bala calibre 45 hace
brotar sangre de un cuerpo baleado, del mismo modo
que una rosa roja que florece sobre la tierra".
También explicó que la sentencia se cumplía con
"aquellos marginais reincidentes y condenados a
más de 6 años". Cuando un reportero preguntó a
Nascimento sí en su carácter de funcionario
policial carioca sabía quién era el tal Rosa
Vermelha, el hombre recomendó, palmeando al
periodista: "Escuche, hijo mío: no se meta en eso
ahora. Nosotros estamos investigando y ya lo vamos
a encontrar". Obviamente el public relation del
escuadrón de Río siguió perifoneando; una vez
informó cariñosamente que el jefe del E. M. es "un
buen padre de cuatro hijos, fuma cigarros, estuvo
en la Segunda Guerra Mundial y vive en un chalet
de la zona sur de Río". Un psiquíatra analizó su
personalidad en un diario carioca: la vinculó a
las monstruosas mutilaciones de que son víctimas
algunos delincuentes (extracción de ojos y otros
órganos vitales) y apuntó un detalle
significativo. Casi todos los ejecutados fueron
tiroteados desde atrás con humillantes balazos en
las nalgas. Recordando que a veces fueron hallados
parejas de víctimas unidas en una especie de
absurdo beso sádico, el psicólogo ofreció la
hipótesis de que, entre los miembros del grupo,
había algunos que padecían desviaciones o
alteraciones sexuales. Por supuesto que Rosa
Vermelha llamó al periódico para indignarse: "Ese
psicoanalista está alienado, equivocado, y además
es un charlatán". Para los miembros de la
Scuderie Le Cocq el sadismo refinado que rodea
algunos ajusticiamientos es repudiable, pero
sistemáticamente niegan cualquier relación entre
esos crímenes y la policía: "la perversidad de los
bandoleros para desprestigiar a la institución
llega a límites inconcebibles", protesta
Nascimento. Según las leyes no escritas de los
escuadrones, cada bandido tiene derecho a tres
oportunidades de recuperación: los candidatos son
anotados en una lista negra en la que
sucesivamente se anotan tres cruces. Según el
anónimo Rosa Vermelha (quien afirmó vivir en un
cómodo pent house de Copacabana con vista al mar),
los miembros del Escuadrón esperan un juicio
desapasionado y favorable. . . dentro de 50 años.
El equivalente paulista que se encarga de las
relaciones públicas del Escuadrón se autodenomina
Lirio Blanco y cierta vez alegó telefónicamente a
un periodista de San Pablo: "¿Cómo saben que
nosotros matamos?, los principales testigos
oculares están todos muertos". Pero frente al
refinado cinismo de sus voceros, los escuadrones
actúan con una violencia casi alucinada a veces
con colaboración oficial. En 1968 el criminal
Roncador salió con las manos en alto gritando:
"Tengo hambre y sed ¡por el amor de Dios no me
maten!"; pero fue fusilado públicamente por casi
100 policías, en un morro carioca. En diciembre
de 1969 la prensa carioca señaló una insólita
relación entre los miembros del Escuadrón y los
traficantes de estupefacientes: al parecer, los
"justicieros" mantenían vinculaciones con dichos
malhechores, ya que la mayoría de los delincuentes
asesinados eran traficantes de drogas: muchos
pertenecían a la banda de Horacio Fidalgo, también
muerto por el E. M. A veces la astucia de los
pistoleros logró burlar al escuadrón: Rogelio
Santos era un ladrón de automóviles que se enteró
del día y la hora en que vendrían a buscarlo y
llamó a los periodistas recomendándoles
discreción. Cuando el E. M. llegó, Santos salió de
su escondrijo completamente desnudo, portando un
megáfono por el cual gritaba: "Todos ven que no
puedo llevar armas. Si me tiran, los periodistas
verán que esto es un asesinato". En las últimas
semanas reiterados voceros oficiosos de los
escuadrones afirmaron que esos organismos han sido
disueltos. Curiosamente, la opinión pública sabe
que no es así, pero acepta con pasivo
consentimiento el accionar de los asesinos de
asesinos. Lo cierto es que los E. M. jamás
agredieron a políticos o gremialistas y tampoco
otorgaron su macabra receta a quienes no son
marginais. Pero constituyen una bomba de tiempo de
acciones imprevisibles. Según el diario O Estado
de Sao Paulo puede llegar a ocurrir que "entre la
ineficiencia del policía común y la violencia del
E. M., la población acabará creando un Escuadrón
de la Vida, para defenderse de los policías".
Revista Siete Días Ilustrados 02.03.1970
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Hace 12 años que una verdadera
máquina de asesinar, única en el
mundo, funciona con implacable
eficacia en media docena de estados
brasileños. Son los Escuadrones de la
Muerte que, según numerosas versiones,
están integrados por altos
funcionarios policiales que ya
liquidaron ilegalmente a un millar de
malvivientes. De acuerdo con sus
propios criterios, los E. M. eligen a
las víctimas y tras cercarlas,
sometiéndolas a sádicas mutilaciones,
deciden su ajusticiamiento. Aunque la
prensa exige la supresión de tales
organismos, los E. M. trabajan con
impunidad y gozan -curiosamente- de
consenso público
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