Farah Diba
"Mis 10 años de emperatriz"
Despreocupada y vivaz como en su época de estudiante secundaria, la esposa del sha de Irán no varía su personalidad
Farah Diba

Dentro de pocos meses, exactamente el 16 de diciembre, las calles de Teherán, la capital irania, chisporrotearán al son de fanfarrias y cadenciosos ritmos folklóricos. Ese día la pareja imperial, Mohamed Reza Pahlevi (50) y Farah Diba (31), celebrará sus diez años de convivencia; un casamiento concertado en 1959 que puso coto al rosario de amorosos infortunios del emperador y aseguró la descendencia al trono de Irán; requisito monárquico que no lograron satisfacer sus dos anteriores consortes, las princesas Fawzia y Soraya.
A menos de seis meses del aniversario, los orquestadores del ceremonial palaciego se han puesto en acción. El primer paso de los protocolares funcionarios se redujo a confeccionar la kilométrica lista de invitados —alrededor de cuatro mil—, una tarea que insumió tres semanas. El paso siguiente consistió en seleccionar veinte expertos gastronómicos, que tendrán a su cargo la elaboración de los sofistificados manjares que gratificarán el paladar de la rancia legión de invitados. Compartiendo el febril ajetreo de los organizadores, la emperatriz Farah controla puntualmente la articulación del agasajo. Esta agotadora supervisión no fue obstáculo para que un reportero francés, que viajó recientemente a Teherán, lograra sustraerle el tiempo necesario para consumar un reportaje (adquirido en exclusividad por SIETE DIAS). ¿Cómo operaron esos diez años de ejercicio de la realeza en la personalidad de Farah, la ex estudiante de arquitectura que, a los 15 años, tropezó en París con su futuro esposo, el sha de Irán?

"LA ULTIMA MOHICANA"
"No es usual que una emperatriz conceda entrevistas informales a periodistas extranjeros —admitió Farah cuando el impetuoso cronista francés la abordó en una de las salas del palacio—. Tampoco es común que sobrevivan emperatrices en pleno siglo XX —sonrió—. Yo, como última de las mohicanas, tengo derecho a pecar de informal; esto no es nuevo: mi ingreso en la realeza estuvo teñido de las más absoluta sencillez".
Las primeras redes imperiales cayeron sobre Farah en el invierno de 1953, durante un concierto realizado en la Opera de París. "Esa noche, un 14 de enero, yo encabezaba la delegación de estudiantes iranios radicada en la capital francesa y tuve que saludar al sha en nombre de mis compañeros. El clavó sus ojos en mí de un modo estremecedor —recordó con cierta vanidad—; yo sostuve su mirada, pero enseguida temí que el emperador se sintiera algo escandalizado por mi actitud. Por el contrario, la impresión que le causé fue totalmente opuesta." Una semana más tarde, en su habitación de la ciudad universitaria parisiense, Farah recibió una esquela con el sello de la embajada irania: se la invitaba, con gastos pagos, a un tea-party en el palacio imperial de Teherán. Luego de ese primer contacto se concertaron nuevas y frecuentes citas con su encandilado festejante. "En todas ellas —relató la emperatriz— descubrimos que teníamos muchas afinidades; especialmente, el sentido del humor." Seis años más tarde, en diciembre de 1959, esas afinidades cristalizaron en matrimonio: Farah sucedió a Soraya y, en octubre de 1968, al ser ungida consorte del emperador, se convirtió en la mujer de más alto rango que haya transitado la historia de Irán.

LOS OFICIOS TERRESTRES
Según Farah, ser rey o emperador en el siglo XX implica desempeñar un trabajo rutinario como cualquier otro. "Recuerdo una frase bastante certera del duque de Edimburgo: 'Actualmente, la monarquía sólo puede concebirse como una tarea gris y cotidiana, con tantas responsabilidades como las restantes'. Equivale a una suerte de full-time, algo más agotador que el que realizan muchos oficinistas —comparó la soberana—. Hay días en que los reyes debemos estar en acción durante diez horas corridas. Claro que tiene sus compensaciones —aceptó—; nosotros podemos descansar en las playas de Ischia o en la Costa Azul. Esos períodos gratificantes, más prolongados que los asignados a los obreros, no deberían provocar envidia: nadie mejor que yo para explicar lo que se siente cuando se está tan lejos de los hijos. Ninguna mujer, a menos que sea reina, ha padecido el cansancio abrumador que representa asistir a cuanta ceremonia protocolar se lleve a cabo en su país. Como puede verse, la monarquía no es algo fácil de sobrellevar." Muy pocos dudan
que sus súbditos le darían la razón.
A pesar de los compromisos que implica ceñir una corona, Farah se considera una mujer libre: "Hago lo que quiero; no permito, por ejemplo, que las institutrices de mis hijos (Farahnaz, de seis años, y Alí Reza, de tres) permanezcan con ellos más tiempo que yo. Por lo general, no acepto estar más de veinte días lejos de los pequeños".
Además de esas preocupaciones domésticas y maternales, Farah se esfuerza por demostrar que sigue siendo la misma joven desprovista de veleidades que en 1959 ancló en el palacio imperial de Teherán. En efecto, Farah no ha demostrado demasiado entusiasmo con los símbolos de la fastuosidad real. Las alhajas son, tal vez, una excepción: "Desde pequeña me deslumbraron las joyas —confesó—. Nunca olvidaré el día en que una profesora de la escuela primaria nos acompañó hasta una sala del Banco Central de Irán. Yo tenía cinco o seis años y experimenté una sensación inolvidable: frente a mis ojos refulgía el tesoro de la corona. El brillo de rubíes y zafiros, el reflejo de la luz sobre las perlas que engarzaban la corona real y el centelleo que partía del Daryaye Noor (el diamante en bruto más grande del mundo), me hicieron sentir como en la cueva de Alí Babá." Farah recalcó que sólo las piedras preciosas logran encandilarla; el boato imperial no alteró la sencillez de sus hábitos; un estilo de vida que la emperatriz arrastra desde su infancia: "Es natural que así sea —reconoció—; pertenezco a una familia modesta y mi padre era un oscuro oficial del ejército".
Tras ese velo de confesa humildad, se esconde la persona que asumiría el poder en Irán si el sha muriese. "Una posibilidad que me aterra —se estremeció Farah—, porque no sabría qué hacer ni qué decir —vaciló un instante, se mordió la lengua y agregó a modo de justificación—: en realidad, me horroriza pensarlo, pues Reza y yo constituimos una pareja perfecta."
Una pareja tan perfecta que no sólo ha planeado minuciosamente los festejos de su décimo aniversario, sino que, además, delineó su agenda de actividades para después de la ceremonia: una tournée de 25 días que abarcará Francia, España, Portugal y las islas Bahamas, para desembocar finalmente en Estados Unidos y Canadá. Para enlazar en tan pocos días lugares tan distantes la pareja imperial cuenta con una flamante adquisición: un turborreactor especialmente diseñado en Inglaterra, en cuyos mandos suele acomodarse el propio emperador, quien alterna el pilotaje —su vieja pasión— con el comandante de la aeronave. "Reza lo compró hace un mes —explica Farah— y todavía no hemos hecho viajes largos. Al principio me sentía insegura cuando él tomaba los mandos. Pero muy pronto me di cuenta que es un excelente piloto: conduce el avión con la misma pericia con que dirige el gobierno —gorjeó—. Y la máquina le responde como su pueblo."
Revista Siete Días Ilustrados
23.06.1969

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