El bebé que unió a los holandeses
Los mismos jóvenes
"provos" que arrojaron bombas contra la carroza
matrimonial de Beatriz y Claus, hoy festejan
alegremente el nacimiento de Guillermo Alejandro.
Hasta los comunistas se solidarizan sinceramente
con un suceso que fortifica la Corona holandesa.
Hace pocos días, un
nutrido grupo de jóvenes holandeses festejaba
ruidosamente el nacimiento de Guillermo Alejandro,
hijo de la futura reina Beatriz. Intrigados
periodistas observaron que dos de esos jóvenes
llevaban bajo el brazo gruesos tomos con las obras
de Marx. Al ser interrogados, contestaron al
unísono con el resto del grupo. "Somos comunistas,
pero monárquicos." Y siguieron brindando por el
recién nacido, comentando enternecidos que pesaba
3.850 gramos, medía 50 centímetros y había nacido
con una cesárea, después de varios días de una
espera angustiosa para todos los súbditos de la
dinastía Orange-Nassau. Comentarios idénticos a
los de las robustas amas de casa que más allá de
la política se conmovían con la novel mamá y su
hijo... El milagro de dotar a comunistas de un
corazón monárquico se explica como una reacción
básica, casi un acto reflejo, propio a todos los
holandeses, que resiste al embate de cualquier
ideología y no se arredra ante el absurdo. En
realidad, Holanda es una república "confiada" a la
casa real de Orange-Nassau para que le sirva de
elemento unificador. La monarquía es el cemento
que mantiene en pie un pueblo de cismáticos por
naturaleza y por vocación. Holanda es un
paraíso para todo tipo de cismas. En febrero de
este año, 24 partidos se presentaron a las
elecciones y 16 lo hicieron por primera vez: todos
nacidos por divisiones y subdivisiones de otros
partidos. Por ejemplo, en el Parlamento actual
están representados cuatro partidos protestantes:
el antirrevolucionario, el histórico, el reformador
y el de los reformadores. Ningún holandés teme
formar una agrupación política nueva para defender
su opinión, aunque sea una causa perdida: hay un
partido que tiene por misión fundamental la de
luchar contra la vacunación obligatoria que se
considera contraria a la ley divina; hay un
partido de "no casados" que lucha contra los
impuestos especiales para solteros y contra las
discriminaciones sufridas por los homosexuales.
Sin embargo, ningún partido —incluyendo al
comunista— pretende suprimir la monarquía. Si
el país dejase de ser monárquico, ya no sería un
cisma, sino una conversión. En Holanda, el cisma
es anticonformista, rompe con los compromisos,
significa no renunciar a la más pequeña de las
propias opiniones. En cambio, la conversión es
falta de carácter y hasta prueba de bajeza, porque
reemplaza un viejo camino por otro igualmente
trillado, porque no renueva nada, porque se tiñe
de oportunismo. Los holandeses no perdonan que la
princesa Irene se hiciera católica por amor: eso
es una irresponsable debilidad, no una robusta y
saludable herejía. Lo que sí cabe en la mente
holandesa es la "herejía" de cercenarle los
poderes a la Corona. No se trata tanto de Juliana,
como de su heredera Beatriz, que se considera
"obstinada y poco segura", y que por lo tanto es
preciso vigilar de cerca, convirtiéndola en un
símbolo sin mando alguno. Posiblemente la aureola
de recelo que la rodea se deba ante todo a la
presencia de su marido, Claus von Amsberg, que a
los 17 años vistió el uniforme de la Wermacht
hitleriana. Y el nazismo es una llaga sangrante en
el pecho de Holanda, que no olvida ni quiere
olvidar: en el Parlamento se encuentra en perpetua
exposición un enorme volumen que lleva en cada una
de sus páginas el nombre de una víctima de Hitler.
Día tras día, un ujier da vuelta solemnemente una
página de ese tremendo volumen que consigna entre
otros nombres el de la mártir Anna Frank. Los
101 cañonazos que señalaron el nacimiento del
primer heredero varón después de 77 años en que
reinaron mujeres —constituyendo el más largo
matriarcado de la historia europea— no consolidó,
como se ha dicho erróneamente, una monarquía que
nunca estuvo en verdadero peligro. Sí consolidó la
figura del padre, Claus von Amsberg, tan discutido
y hasta malquerido por los holandeses. Cuando se
dirigió por televisión a todo el pueblo para
anunciar la llegada del heredero, dijo con sabia
modestia: "En momentos como éste, el padre es lo
menos importante..." Por el contrario, se acababa
de convertir en el verdadero vencedor de la
jornada, el que había quebrado la "racha femenina"
para dar a Holanda el suspirado varón heredero de
la Corona. La gente le encontró aire sereno,
responsable, que inspiraba confianza y afecto;
muchos consintieron en reconocer por primera vez
que era un príncipe consorte elegante y apuesto.
Todos advirtieron que hablaba holandés sin rastro
de acento alemán. Y no faltó quien vitoreara el
nombre de Claus junto al de Beatriz y al del
pequeño Guillermo Alejandro. Es cierto que el
niño tiene algo así como un 98 por ciento de
sangre alemana. Pero germano era el fundador
Guillermo el Taciturno y germanos fueron los
maridos de las sucesivas reinas de la dinastía.
Germano es el muy popular príncipe Bernardo, que
desde los techos del palacio real disparó su
ametralladora contra los invasores nazis. En
Holanda existe una extraña alquimia que trasmuta a
príncipes alemanes de pura cepa en auténticos y
fervientes holandeses. Esa alquimia posiblemente
ya esté operando en Claus von Amsberg. Y en cuanto
al pequeño Guillermo Alejandro, provocó el mayor
consumo de grajeas para recién nacidos y del licor
monárquico "bitter Orange" que se recuerda en las
últimas décadas: tendrá un corazón holandés cien
por ciento aunque lo irrigue sangre alemana.
Revista Siete Días Ilustrados 06.06.1967
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Gracias al nacimiento de Guillermo
Alejandro, Holanda se reconcilió con
la princesa heredera Beatriz y con su
marido, el ex soldado nazi Claus von
Amsberg. La monarquía mantiene
férreamente la unidad de un pueblo
donde el cisma y la disidencia son
sinónimos de vida.
Cuando Beatriz se casó con el apuesto
Claus, la multitud protestó
violentamente recordando las
atrocidades de los nazis
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