JEAN - PAUL SARTRE
HABLA DE SUS AÑOS ADOLESCENTES Y DE SU FORMACIÓN INTELECTUAL
MEMORIAS DE UN JOVEN FORMAL
jean paul sartre
Tras aceptar un ofrecimiento de la televisión francesa —en la cual presentará un show sobre la historia de su país—, el autor de "El ser y la nada" confesó algunos traumas de su pasado. "Cuando era muchacho no tuve un buen amigo en quien confiar", reconoció
para unos el Papa de la Revolución, para otros el monstruo del Apocalipsis, Jean-Paul Sartre acaba de aceptar del gobierno de Giscard d'Estaing el ofrecimiento de escribir y presentar él mismo, por televisión, una historia de Francia desde 1900 hasta nuestros días. Sólo se le rehusará un honor, quizá el que el escritor y filósofo más querría: el de la censura. El director de la TV francesa ha asegurado a este "dinamitero de los valores burgueses" una libertad total para dar al pueblo de Francia su visión de los tres últimos cuartos de siglo de su historia.
Se cuenta que en tiempos de De Gaulle, cuando Sartre, junto a su compañera Simone de Beauvoir, vendía periódicos clandestinos por las calles de París y arengaba a la juventud, el primer ministro Michel Debré propuso al presidente arrestar al autor de 'Los caminos de la libertad'. La respuesta de De Gaulle habría sido tajante: "¡Vamos, Debré, no se puede arrestar a Voltaire!". Con ello impidió, como luego lo harían, con una obstinación casi maquiavélica, Pompidou y Giscard, que se realizara el viejo sueño de Sartre adolescente: ir preso y convertirse así en un mártir del sistema.
Por primera vez, Sartre habla aquí de esos años de adolescencia y de formación. La entrevista fue realizada por Francis Jeanson, que fuera uno de los colaboradores más estrechos del filósofo en la revista Les Temps Modernes.
—Hace diez años, en su novela Les mots (Las palabras), usted habló largamente sobre su infancia y sobre la manera cómo ella había influido en el desarrollo posterior de su personalidad. Todos esperábamos una continuación de ese libro, en la cual usted relatara sus experiencias de adolescente. Pero ese volumen jamás apareció y, por lo tanto, nos quedamos sin saber cómo vivió usted su primera juventud...
—Pues bien, el propio hecho de que siempre haya hablado relativamente poco sobre mis años de adolescente está indicando que, de una manera u otra, los he ocultado en algún rincón oscuro de mí mismo. ¿Por qué lo hice? Quizá debido a que fue en esa época que mi madre volvió a casarse y que, por consiguiente, me encontré en contacto permanente con un hombre extraño, al que trataba de querer pero que, desde mi punto de vista al menos, no ofrecía nada digno de ser querido.
—¿Era usted entonces lo que se llama un enfant terrible?
—No, para nada. Quizá lo fui con el correr de los años, pero no en ese momento. Lo que sucedía era que mi padrastro veía su relación conmigo desde su punto de vista de ingeniero. Entendía que por el hecho de haberse casado con mi madre, no tenía por qué desempeñar el papel de padre para conmigo, sino simplemente limitarse a evitar que yo cometiera barbaridades. Además, se sentía muy decepcionado frente a mi dificultad para las matemáticas, la física y las demás disciplinas científicas, y seguramente veía en mi predilección por las letras y la filosofía una forma de rechazo inconsciente.
—¿Cuál era su actitud manifiesta hacia él?
—La verdad es que no me caía nada simpático y no podía experimentar ningún sentimiento filial hacia ese hombre. Y sin embargo, me hubiera gustado mucho imaginármelo como un padre: no olvide que yo nunca conocí a mi verdadero padre. Pero él respondía mal a mis intentos de acercamiento: era muy prejuicioso, muy técnico, muy ingeniero en su vida personal y familiar. En 1917, cuando estalló la Revolución Rusa, yo tenía doce años, y mi padrastro era justamente el tipo de persona contra la cual un chico se indigna al ver su indiferencia frente a las hazañas y los sacrificios de los marineros de Kronstadt. A pesar de ello, nunca le manifesté una abierta hostilidad, o, por lo menos, mi hostilidad inconsciente no se traducía en términos de tal.
—¿No sería ésa su manera de procurar que su madre no sufriera?
—Es probable.
—Seguramente, usted no quería provocar tiranteces en la familia y de ese modo ayudaba a su madre a sobrellevar la situación.
—No se trataba exactamente de eso. Digamos que lo que yo hubiera querido era que se prolongara entre ella y yo aquella sencilla y maravillosa relación que describí en Les mots. Pero no lo lograba... Porque, a pesar de toda su ternura y preocupación por mí, ella había introducido a mi padrastro en la casa y se había convertido en la representante de ese hombre frente a la sociedad.
—¿Y qué relaciones mantuvo usted con el resto de las personas que lo rodearon durante su adolescencia?
—Aparte de mi vida familiar, lo que más influyó sobre mí, lo que más me marcó, fue
la concurrencia al liceo de La Rochelle, y mi relación con los compañeros de allí. En ese tiempo, había una tendencia a considerar a París un lugar extraño y peligroso. Y un alumno venido de París era ineludiblemente alguien a quien de una manera o de otra, había que hacerle la guerra. En general, mis compañeros demostraban hacia mí una extraña mezcla de curiosidad y rechazo. Algunos, incluso, me eran francamente hostiles, y eso provocó no pocas peleas, en las cuales no tuve más remedio que utilizar los puños.
—¿Es decir que no tuvo ningún amigo de su edad?
—Sí, al cabo de un tiempo, el hijo del alcalde de la isla de Ré y el hijo de un vendedor de trajecitos marinero se convirtieron en mis compañeros de todos los días. Para conservarlos como amigos, no obstante, tenía que comprarlos, convidándolos con pasteles y refrescos. Y como no tenía dinero, comencé a robar... pero sólo a mi madre. Era facilísimo: ella solía colgar, en un armario, una bolsita llena de billetes y monedas que iba ahorrando. Yo me contentaba con las monedas, y con ellas llevaba a mis dos amigos a una gran confitería de La Rochelle. Y de ese modo, no los perdía. Pero un día, mientras mi madre sacudía uno de mis sacos, las monedas tintinearon adentro. La verdad había sido descubierta y mi madre y mi padrastro comenzaron a hablar cada vez con más frecuencia de cambiarme de liceo, a fin de sustraerme a lo que ellos consideraban malas influencias. Un año después lo hicieron.
—¿Cuándo comenzó usted a interesarse por la filosofía?
—A mediados de la década del veinte. Consideraba la literatura y la filosofía conocimientos del mismo orden, susceptibles de ser combinados entre sí, de modo que pensé que la filosofía podía serme muy útil para mis ambiciones literarias.
—Dos años después de salir del liceo, exactamente en 1926, usted presentó en la Sorbona una tesis sobre lo imaginario, y obtuvo con ella una calificación de Muy Bueno.
—Sí, pero al año siguiente expuse las mismas ideas en otra tesis, esta vez para la admisión al curso de filosofía, y fui rechazado. Recién se me admitió cuando escribí sobre un tema que no me interesaba en absoluto. Me di cuenta que si quería conseguir lo que buscaba tenía que claudicar, aunque sólo fuera por esa vez. Yo ya tenía algunas ideas propias muy claras, pero fue durante la Segunda Guerra Mundial que me di cuenta de que, mediante una revolución, se podía acceder a una sociedad diferente a la nuestra, a una sociedad más justa.
—¿Es usted partidario de la violencia?
—No es una pregunta fácil de responder... En el liceo sufrí la violencia y yo mismo tuve que ejercerla. No me agradaba, pero era la única reacción posible ante la situación. Desde entonces he concebido la violencia como algo paradojalmente malo y bueno a la vez. Y al respecto, mi actitud sigue siendo la misma que en mis épocas de liceo: no veo otra solución ante situaciones extremas.
—Eso significa que para usted la violencia no es un fin en sí mismo.
—Naturalmente que no. Los conservadores que utilizan la violencia para frenar los movimientos revolucionarios se justifican pensando que su violencia no es más que una contraviolencia. Y la teoría vale igualmente a la inversa y se aplica a los propios revolucionarios. En el fondo, lo que uno está dispuesto a asumir es siempre una contraviolencia, que no es llamada violencia más que por sus víctimas.
—¿Existe para usted una violencia gratuita, que no conduce a nada?
—Sí. El caso típico es el terror, que tantos estragos ha causado y sigue causando en todo el mundo. Por eso estoy en contra de esa violencia que yo llamo demencial.
—¿Qué imagen tiene usted de sí mismo?
—A través de los años, he tenido diversas imágenes de mí mismo, pero ellas han estado siempre influidas por lo que pensaban las personas que me rodeaban. En realidad, nunca me he hecho una imagen personal de mí mismo.
—¿Se siente usted vulnerable?
—¡Oh, sí, me siento muy vulnerable! En el orden físico, sobre todo. No es que haya tenido problemas especiales de salud, pero cuando uno se pone viejo, todo es diferente. En mi barrio, la gente me asedia constantemente: algunos porque me quieren, otros porque me detestan. No es que sienta miedo, pero sí una cierta forma de angustia. Además, se me critica todo el tiempo y desde todos los sectores: de hecho, no tengo a nadie que esté realmente de mi parte. A veces me parece que estoy de nuevo en el liceo, cuando no tenía amigos en quien confiar.
Revista Siete Días Ilustrados
17.01.1975
 

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