Cine
Si la pantalla tiene dioses
uno de ellos es el gigantesco Jean Renoir
Jean Renoir
Hasta tal punto es Jean Renoir un dios del cine, que cualquier antología de sus 35 films sería injusta si no incluyera, por lo menos, 20. Es que ningún creador ha persistido tanto como él en la voluntad de ser otro, de transfigurarse en cada obra, de adelantarse en juventud a los jóvenes. Es que tampoco ningún creador lo ha superado en fidelidad a sí mismo. No es fácil entender la poesía impresionista que prodiga Le déjeuner sur l'herbe (1955), sin advertir que esa poesía estaba ya puntualmente anticipada en Une partie de campagne (1936); no es fácil admitir el desdén por la psicología que alienta en Las extrañas cosas de París (Elena et les hommes. 1956) sin haber admirado antes La regle du jen (1939), admirable premonición de aquel título. El encanto de Renoir, pues, consiste ante todo en su misteriosa capacidad para ser uno y diferente a la vez, un talento en el que caben muchos talentos, un ser dotado para la posesión de ese atributo que los teólogos atribuyen a Dios y los críticos a los genios: la mutación dentro de la inmutabilidad.
Hace 26 años, Renoir realizó su obra de mayor éxito, La grande illusion. A partir de entonces, ese título figuró en todas las encuestas consagradas a descubrir los mejores films de todos los tiempos (ocupó el 14º lugar en 1952, el 5º en 1958, el 20º en 1962), y a menudo desplazó con injusticia a La regle du jeu (10º en 1952, 16º en 1958, 3º en 1962). Ahora, Renoir ha retornado al mundo de los campos de concentración, al mundo de las evasiones y de los oficiales pundonorosos en una obra que es casi una versión cómica de aquel clásico. Se llama Le caporal épinglé, y es el propio realizador quien ha explicado en qué difieren una obra y otra: "Mientras en La gran ilusión —ha dicho— me preocupé por las afinidades y divergencias entre hombres de diferentes clases sociales, en Le caporal he querido referirme a la gran solidaridad que une a los seres cuando afrontan una situación desesperada." La historia, íntegramente filmada en Austria ("porque era preciso que el ambiente fuera verdadero"), está basada en una novela de Jacques Perret; tersamente, describe las vicisitudes cómicas de un ex chofer de taxi, un boxeador negro de Louisiana, un mozo de café, un campesino, un electricista y un vagabundo: a todos ellos les son comunes tan sólo el campo de concentración donde están recluidos y el deseo de evadirse.
Cuando crea, Renoir está asistido por varios tics: no tolera ningún ruido, no se queda quieto, palmea efusivamente a los actores después de cada toma. En Le caporal como en sus dos obras previas (Le déjeuner sur l'herbe y El testamento del doctor Cordelier) ha trabajado con 4 cámaras, como una reacción contra "los cineastas que puntillosamente procuran igualarse a Rembrandt, sin recordar que están contando una historia". Este nuevo film de Renoir no tiene una historia propiamente dicha. "Consiste —según él mismo lo refiere— en una decena de secuencias, interrumpidas por bandas de actualidades auténticas. La línea de unión es el caporal, el cabo." Se sabe que elaboró durante cuatro meses el libreto de esa obra, al mismo tiempo que prepara un estudio sobre la pintura de su padre, el maestro impresionista Auguste Renoir, Fueron casi mil páginas borroneadas durante la tarde y la noche, 400 para el film y 600 para el ensayo. Ahora, Renoir teme haberse equivocado en ambas tareas.

La poesía en la sangre
Pero no es fácil que se haya equivocado, porque a los 68 años él sigue demostrando que posee la sabiduría de los patriarcas y la instintiva magia de los jóvenes. Hijo de un genio (Auguste), hermano de un actor talentoso (Pierre) y de un ceramista notable (Claude), el arte parece haber estado en su sangre desde siempre. El también fue ceramista después de combatir en la guerra del 14, hasta que la visión de los primeros cortos de Chaplin enderezó su vida hacia el cine. Casado con la actriz Catherine Hessling, la prodigó en casi todas sus primeras obras, desde La filie d'eau (1924) y Naná (1926) hasta Le petite marchande d'allumettes (1929). Es un momento de diafanidad, un relámpago chaplinesco en el mundo de Renoir.
Pero no es allí donde se ve la verdadera mano del maestro; su taumaturgia arranca de La chienne (1931) y se prolonga durante esa década de preguerra a través de una sucesión de obras admirables, alimentadas por dos tensiones diferentes: a) el amor por la causa de los débiles y la lucha por una revolución social; Renoir está entonces adherido al Frente Popular y al marxismo, y la consecuencia son títulos como Toni (1934), Le crime de M. Lange (1935), Los bajos fondos (1936) y La Marsellesa (1937); b) el examen de la moralidad humana, entregado en un fresco lírico (Une partie de campagne), en una defensa de la fraternidad (La grande illusion), en un análisis de la brutalidad (La béte humaine, 1938) y en ese denso divertissement dramático sobre la hipocresía y sobre los sentimientos eróticos que es La régle du jeu
Años después, al reflexionar sobre lo que había creado en ese período, Renoir dijo que "lo único que puedo aportar a este mundo ilógico y cruel es mi amor"; se preguntó también si "la verdadera excusa de la obra de arte no reside en el bien que ella puede aportar a los hombres , y terminó defendiendo la idea de un mundo futuro sin nacionalismos, un mundo en el que el cine pudiera actuar como lazo de unión.
La grande illusion lo glorifica y La régle de jeu lo transforma en un creador maldito. Es sabido que el estreno de este film acarreó un desastre y que algunas ulteriores agresiones de los antisemitas lo compelieron a marcharse de su país, justo sobre el comienzo de la guerra. En 1940, recluido en Roma, emprende una versión de la Tosca de Puccini, sin que el fascismo le permita terminarla; ese mismo año emigra hacia USA y permanece allí hasta 1949. El rastro de su paso son 6 films desiguales, cuya belleza sólo es posible apreciar ahora: El pantano de la muerte (Swamp Water, 1941), donde recreaba con una dulzura cabalmente francesa la pestilente atmósfera de una salvaje región de Georgia: This Land is Mine (Esta tierra es mía, 1943), en la que observaba una calidez humana propia de sus mejores momentos; Salute to France, 1944, documental de guerra; The Scutherner (El amor a la tierra, 1945), un drama cristiano cuya grandeza plástica hacía recordar al Giotto; The Diary of a Chambermaid (Memorias de una doncella, 1946), un ejercicio de estilo teatral anti-realista, cuyos artificios han sido reprochados por casi toda la crítica francesa, y finalmente La mujer deseada (The Woman on the Beach, 1947), la más débil de ese período.

Resurrección de un maestro vivo
Es al irse de USA cuando Renoir entrega una de sus obras mayores, The River (Río sagrado, 1951), un canto a la infancia y a la naturaleza íntegramente filmado en la India. El realizador declaró que después de La régle du jeu, en la que él veía "una culminación que era también un nuevo nacimiento para mí", The River fue el primer film "que reconozco como mío y en el que me reconozco a mí mismo". Es la historia de un primer amor narrado con magia, con un misterioso pudor y con una poesía de los sentidos sólo comparable a la de algunos genios de la pintura: los árbol es de Bengala, el cielo y los vestidos de los personajes tenían aquí un color y —casi se diría— un olor llenos de penetrante gracia.
Las mismas virtudes sensoriales asomaban en Le carrose d'or (1952), su primer film francés de la post-guerra, pero en el terreno dramático había hallazgos verdaderamente revolucionarios: su historia, tomada de una novela de Mérimée, le permitía a Renoir reconstituir ante los ojos del espectador toda la libertad de la Commedia dell'Arte y toda la suntuosidad del siglo XVIII. El film estaba, además, enriquecido por una interpretación antológica de Anna Magnani, de quien Renoir pudo decir: "Anna no es una actriz a quien confié un papel; es un ser irreal que se ha identificado con su personaje"
El mundo de Auguste Renoir es también el mundo de French Can Can, obra que Jean estrenó a principios de 1955. Su ambición había sido mostrar "la vitalidad del color y la apoteosis del movimiento" a través de la biografía de Zidler, creador del Moulin Rouge. Es una obra estilizada, cínica, cuya poesía está en su deliberada superación de la realidad, en el espléndido artificio de su forma.
Más controvertida, Elena et les hommes es un retorno al antipsicologismo, una "fantasía musical" a propósito de Venus reencarnada. En la misma dirección lírica está Le déjeuner sur l'herbe, obra filmada casi íntegramente en la vieja casa de Auguste Renoir. Más que una historia, hay en este relato un vasto fresco del amor loco, del amor que afronta las contingencias científicas, políticas y morales de nuestra época. El tiempo no existe aquí, está quizá en un ilusorio futuro, y el elemento desencadenante de la comedia es la inseminación artificial, propugnada por el profesor Alexis y reticentemente admirada por la campesina Nénette. En el fondo, Renoir quiso componer en Le déjeuner un poema sobre el hombre moderno evadido de la naturaleza. Este film no fue presentado en la Argentina, y, como La régle du jeu o Une partie de campagne, parece ir en camino de transformarse en una obra maldita y admirable a la vez.
Parecida suerte corrió aquí El testamento del doctor Cordelier, largometraje elaborado para la televisión y exhibido hace año y medio en una sala de segundo orden, en medio de un casi absoluto silencio crítico (ninguno de los grandes diarios de Buenos Aires se percató de su lanzamiento). El tema era el clásico Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Stevenson, pero Renoir le había conferido una nueva dimensión ética: el destino de Opale, su protagonista (encarnado por Barrault), era una premonición del destino que espera al hombre si no presta atención a las fuerzas que él libera para afirmar su poderío. Renoir trabajó durante 15 días (8 en exteriores, 6 en estudios), después de una semana de ensayos. Recurrió constantemente a 5 cámaras, y obtuvo un material lleno de espontaneidad y de grandeza.
Cada vez con mayor obstinación, Renoir abomina del realismo y, platónicamente, procura encontrar los valores absolutos del hombre y de la naturaleza. "Es la fidelidad a lo real lo que está destruyendo al cine", ha dicho. "Llegará el día en que se filme un bosque con sus colores exactos, con su relieve y su olor prolijamente copiados. Entonces, la gente preferirá abandonar sus butacas y marcharse hacia los bosques verdaderos."
Pero desdeñar la realidad no significa desdeñar el amor por los hombres. Renoir no ha dejado de ser un humanista; es más: quizá sea ése el único rasgo que ha ido acentuándose en sus obras. Ahora, los jóvenes como Truffaut o Godard, aplicados al ejercicio de la ternura, ven en él, más que en ningún otro, a un creador digno de ser imitado. Por si hacía falta, ahí está la verdadera prueba de la grandeza de Renoir: porque él no solamente sobrevine en sus obras sino también en las obras de sus hijos.
PRIMERA PLANA
18 de junio de 1963

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