EN la hermosa villa de
Viareggio, toda rodeada de mimosas y perfumada de
miríadas de florecillas blancas que él amaba —los
jazmines—, ha sido erigido un busto al más
original, al más conocido entre todos los actores
que han vivido en la época dorada, desaprensiva,
de Europa, y que después de la tremenda
experiencia de la primera guerra mundial,
reanudaron su vida artística.
Leopoldo Frégoli había
creado un género nuevo en el teatro: el
transformismo. En una comedia donde el marido, la
mujer, el hijo, la hija, debían representar las
alternativas de una movediza familia, él no tenía
necesidad de cuatro personajes: él entraba en
escena vestido como un viejo empleado y que
llevaba lentes sostenidos con un cordoncillo
negro, de saco negro y pantalones de rayas,
calzando zapatos sobresolados, de camisa con puños
almidonados, y corbata gris; se acercaba a los
bastidores para llamar a la hija; y una jovencita.
toda rubia, toda rosada, empolvada y elegante,
metida en un ligero vestido de organdí, con medias
de seda y zapatitos de tacones Luis XV, contestaba
al papá y salía al escenario, se acercaba a una
especie de biombo, donde simulaba buscar diarios o
revistas y pedía a la madre que la ayudara en la
búsqueda; y la mamá, de bella cabeza con blancos
rizos, vestida de terciopelo gris, con un collar
de perlas en el cuello, el lente en la mano,
entraba en escena en lugar do la hija, que había
desaparecido —como antes había desaparecido el
padre—; entonces, la apuesta señora anciana
levantaba una cortina que daba al cuarto de
servicio, decía al doméstico que llamara al hijo,
que se encontraba en el jardín, con milagrosa
ligereza, mientras parecía entreverse aún el pie
calzado de gris de la madre, aparecía el hijo, de
elegantísimo traje deportivo, zapatos de tenis,
camisa de seda blanca, y la raqueta en la mano.
Los cuatro actores —y a veces eran muchos más—
venían personificados por el "gran mago" de la
escena como ha sido Frégoli.
Detrás de los
bastidores había toda una falange de ayudantes que
preparaban los indumentos y los objetos
necesarios; todo estaba organizado, disciplinado
hasta la perfección; se aprovechaba el instante,
se medían los movimientos. Sin palabras, sin
concitaciones enervadoras, sin irritaciones, el
gran actor y sus colaboradores invisibles
trabajaban con la perfecta marcha de un motor. Y
los aplausos, estruendosos, repetidos,
espontáneos, se le tributaban en todos los teatros
del mundo.
Habiéndome presentado
a él para pedirle, no para mí, pues no colecciono
autógrafos, sino para una tímida su admiradora,
que me pusiera su firma en un programa suyo
teatral, me invitó con exquisita amabilidad a que
entrara en su estudio. De las paredes colgaban
largas tiras de seda pintadas por un ilustre
pintor japonés, su admirador, y sobre una larga
mesa, encuadradas en espléndidos marcos, se
mostraban, ufanas, fotografías de reyes,
emperadores, príncipes, que así atestiguaban con
su ilustre firma el reconocimiento por inimitables
espectáculos de Frégoli. Pero sobre la pared del
fondo de su dormitorio, bajo un espléndido
crucifijo de marfil, se destacaba un inmenso
cuadro: era la ampliación fotográfica de un
anfiteatro de hospital, alegrado para la ocasión;
centenares de niños con aparatos ortopédicos, o
tendidos en sus camitas, aplaudían a Frégoli; los
pequeños rostros de los enfermitos estaban
radiantes de una alegría tan luminosa, de un
entusiasmo tan comunicativo, que hacía pensar en
que la dedicatoria puesta en el cuadro
correspondiera a la verdad: "A Leopoldo Frégoli,
la Dirección del Hospital de Poliomielíticos de
Bolonia y sus pequeños asilados con un grande
abrazo a su más eficaz colaborador".
Mientras íbamos
visitando la hermosa villa, Frégoli, a fuer de
cumplido anfitrión, quería hacerme preparar un
refresco; oprimió un timbre para llamar al
doméstico, pero nadie se presentó; volvió a
llamar. En vano.
—¡Ah. pero tiene razón
el mucamo! —dijo sonriendo Frégoli—, hoy es su día
de salida. Estoy solo en la casa.
Extrajo de un pequeño
bar portátil algunas bebidas. Y yo aproveché para
hacerme contar algo acerca de su vida. Y Frégoli
me dijo:
—Tenía que persuadir a
mi padre que yo no había nacido para médico y que
mi vocación era el teatro. Ya había agotado todos
los expedientes en defensa de mi causa. Pensé
entonces que podía demostrarle que la mía no era
una terquedad de jovencito, sino una decisiva
llamada a mi verdadera carrera. Una mañana mi
padre recibió en su estudio la visita de una
señora joven, anegada en lágrimas; con el pañuelo
en la cara procuraba ahogar los sollozos. Mi padre
se emocionó, se movió a ternura, logró calmarla y
hacerla hablar. Y la señora confesó que justamente
el hijo Leopoldo, el hijo de un padre tan bueno y
tan compasivo, era la causa de su dolor. Ese hijo
malvado la traicionaba descaradamente. Fué sólo
cuando, al despedirla y acompañarla hasta la
puerta, el padre iba a prometer que él había
arreglado las cosas, que la joven señora se quitó
la peluca y el vestido, y el padre se percató de
la broma que le habían gastado: la dolorida
traicionada no era sino yo, que había querido dar
una demostración de mi arte a mi padre.
Yo sonreía divertido y
escuchaba sin interrumpir. Pero repentinamente una
hermosa voz femenina resonó:
—¿Me permiten? ¿Se
puede? ¿Molesto? Instintivamente, me levanté, pero
nadie entraba por la puerta. Frégoli también se
había levantado, y contestando: "¡Adelante!
¡Adelante!", se había acercado a la puerta.
—¡Pero, si no hay
nadie! —dijo, y me preguntó: —¿No ha oído usted
una voz?
—¡Claro que sí! Quizás
al ver a un importuno con usted, se habrá
retirado.
—Aguarde usted un
momento. Voy a ver en el vestíbulo.
—Después de medio
minuto, y de una puerta que estaba a mis espaldas,
entró una muchachita de trenzas rubias sobre los
hombros,
—¿Dónde está Frégoli?
—preguntó con una vocecita gorjeante.
—Va a venir en
seguida, señorita —contesté. La señorita replicó
con una sonora carcajada, y volviendo a tomar la
voz de Frégoli y quitándose la peluca, me
preguntó:
—Joven amigo mío, ¿se
ha divertido usted? En una hostería de Roma, para
complacer a un compañero suyo, simuló una riña,
haciendo él solo todas las voces de los
contendores. Y las reprodujo con tal perfección,
que cuando amagó con un cuchillo a los
adversarios, acudió la policía, la cual hubo de
convencerse de que había sido burlada por un solo
hombre.
Su bondad era
proverbial; requerido por los orfanatos, las
clínicas, las escuelas de alumnos pobres, Frégoli
dejaba una estela de sonrisas y de beneficencia.
Sus colaboradores ganaban sumas nada comunes, y
casi todos lo siguieron durante su brillante
carrera. Sus rasgos de comprensión y de altruismo
fueron proverbiales.
En Venecia, durante
una temporada particularmente feliz, sus entradas
alcanzaron una elevada suma; y al mismo tiempo que
él, un renombrado circo ecuestre no lograba
superar los gastos. Cuando Frégoli lo supo, se
abocó con el empresario, y le propuso:
—Estoy aquí para
ayudarlo a usted y sacarlo del apuro. Haga
imprimir en sus afiches que mañana cenaré en la
jaula de las fieras.
Y a la noche
siguiente, efectivamente, luego de haber bebido
seis copitas de coñac una tras otra, Frégoli entró
en la jaula, donde había tres leones y tres
tigres. El público aplaudió.
—Siéntese a la mesa y
cene —le ordenó el domador.
—¿Cómo quiere usted
que cene? Con esos animales feroces que están
mirando la chuleta en el plato y mi cara, se me
fué el apetito.
Y el domador, con
ademán concitado, le repitió:
—O cena usted, o cenan
las fieras.
Frégoli se arrojó
sobre la mesa. Pero a cada rugido de los tremendos
animales se empinaba un coñac. Y perdió
completamente el control de sí mismo. Hubo un
momento en que tomó de sobre la mesa una copita y
se la arrojó al hocico de un tigre. ¡No lo hubiera
nunca hecho! El tigre quería abalanzársele encima.
Pero el domador intervino rápidamente abriendo una
portezuela de emergencia, desde la cual Frégoli,
tambaleando, logró escapar.
Y cuando, al día
siguiente, los periodistas, en una sensacional
entrevista, preguntaron a Frégoli:
—¿Era la primera vez
que entraba usted en una jaula de animales
feroces?
—No —contestó
Frégoli—; era la última.
Desde el jardín
llegaban los efluvios de los jazmines. Cerca de mí
una suave voz femenina cantaba:
—¡Qué hermoso eres, oh
Nápoles!
La voz del ventrílocuo
Frégoli llegó a conmoverme más que cualquiera otra
voz femenina escuchada en los mejores teatros.
Revista Caras y
Caretas
08/1953
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