La mataron cuarenta
tabletas de somníferos, en la madrugada del 5 de
agosto de 1962. Sin embargo, a cinco años de su
muerte, hay quienes afirman que se trata de un
asesinato. Veintitrés películas, que hicieron
ganar a Hollywood 200 millones de dólares, la
convirtieron en el mito más estable del cine y en
un trémulo cadáver cubierto, sacado
silenciosamente de su casa por dos anónimos
camilleros. El doctor Ralph Greenson firmó sin
vacilar el certificado de defunción, sin sospechar
que sería el más discutido del siglo. Y los
grandes responsables comenzaron a desfilar en el
tiempo, en una historia breve, que abarca apenas
36 años y unos cuantos nombres que la empujaron a
la muerte.
LA CENICIENTA RUBIA
Nació un 26 de junio de
1926. Era hija ilegítima de una loca. Junto a su
nombre de pila (Norma Jean) llevaba el apellido
del padrastro: Mortensen. Más tarde, cuando éste
abandonó a su madre tras intentar violar a la
hijastra (algunos dijeron que el hecho se había
consumado), comenzó a usar el apellido materno de
Baker. Pero el mal estaba hecho: aquí comenzó una
intuitiva aversión hacia los hombres y una
necesidad intensa de utilizarlos. Todo se sumaba
para aumentar sus traumas: la madre y los abuelos
internados en un manicomio, un tío materno
suicida, el padre, que no la había reconocido,
muerto en un accidente automovilístico. Entre los
seis y los quince años vivió durante distintos
períodos con doce familias diferentes. Casi todos
la descuidaban; nadie supo prodigarle el afecto
que necesitaba. Fue una niña triste, que a los
diez años tartamudeaba cuando se le preguntaba
algo en forma directa. También pasó una temporada
en un orfanato y el recuerdo de sus muros grises
la persiguió frecuentemente en sus pesadillas. Fue
para escapar a esto que a los 16 años se casó con
James E. Dougherty, de 21. Ambos eran demasiado
inmaduros. "Mi matrimonio fue casi un estupro",
confesó años más tarde la estrella. A los 20 años,
M. M. se divorció por primera vez y comenzó a
fabricarse una carrera artística a cualquier
costo. Buscaba borrar el pasado con su nuevo
nombre y su cabello aclarado. Desde entonces,
constantemente trató de lograrlo. Sin éxito.
UNA CHIQUILLA ASUSTADA
El 5 de agosto de 1962,
a las 3:25, Eunice Murray, ama de llaves que desde
hacía mucho tiempo acompañaba fielmente a M. M.,
se sorprendió al ver luz bajo el umbral de la
puerta de la habitación de la actriz. Pensando que
se había dormido sin apagarla, trató de entrar,
pero la cerradura estaba echada. Por la ventana
entreabierta alcanzó a ver a Marilyn acostada, con
una mano colgando sobre el teléfono, que estaba
sobre la cama. Su rigidez la alarmó.
Inmediatamente llamó al psicoanalista de M. M.,
doctor Ralph R. Greenson, quien llegó poco después
y forzó la puerta del dormitorio. Cinco segundos
más tarde, pálido, pidió a la señora Murray que
buscara al médico de cabecera de la "diosa rubia
de Hollywood". Todo era inútil. Marilyn había
ingerido alrededor de cuarenta tabletas de
somnífero: estaba muerta desde hacía un par de
horas. Sobre la mesita de noche había 14 frascos
más de la misma droga, sin abrir. ¿Suicidio o
accidente? En Nueva York se produjo una verdadera
ola de suicidios al saberse la noticia. El mundo
quedó consternado.
"Era una chiquilla ...
una chiquilla asustada", comentó Joe Di Maggio con
lágrimas en los ojos. Luego no pudo seguir
hablando. La estrella y el deportista —ídolo de la
juventud americana— habían estado casados nueve
meses en 1954. Joe era un hombre mal educado,
celoso, que llegó al extremo de golpearla en
público. La amaba en forma incontrolada. Antes,
durante y después del matrimonio. Pero eran
totalmente incompatibles. Di Maggio tomaba de
ella, no le daba. Como Arthur Miller. Al enterarse
del fin de su ex-esposa, el dramaturgo se negó a
formular declaraciones a la prensa. Más tarde
dijo: "No quería matarse. Quería vivir. Pero no
sabia cómo hacerlo ..." La frase, fríamente cruel,
ubica a A. M. en sus verdaderas relaciones con la
estrella. Su subconsciente profundo captaba ya que
M. M. le daba, al morir, algo que no había podido
darle estando viva: un personaje para su última
obra como dramaturgo. Por eso escribió 'Después de
caída'. Fue un gesto inútil. Estaba acabado como
escritor y reseco como hombre. Luego reemplazó a
Marilyn por una mujer que es el polo opuesto de la
"diosa rubia". Pero no volvió a escribir.
ENIGMA PARA ACTORES
¿Qué pasó por la mente
de M. M. durante sus últimas horas? ¿Buscó la
muerte o fue un trágico accidente que le costó la
vida? Hacía muchos años que tomaba soporíferos en
dosis crecientes, atormentada por un pertinaz
insomnio. La droga le había sido recetada por su
médico de cabecera. En la noche del 4 de agosto,
angustiada, había llamado a su analista para que
la fuera a visitar, recibiendo como respuesta el
consejo de que diera un paseo en auto antes de
irse a dormir. Marilyn no le hizo caso. Estaba
profundamente deprimida. Los últimos dos años de
su vida la habían retrotraído a su comprometida
infancia. El fracaso de su experiencia matrimonial
con Miller, su maternidad dos veces frustrada, por
abortos espontáneos —tal vez no quería ser
realmente madre, sino la hija que nunca fue—, sus
fallidas inquietudes artísticas —estudió sin éxito
en el Actor's Studio de Strasberg—. Todo se
sumaba. Dotada de una inteligencia lúcida, conocía
sus limitaciones. Sabía que para Hollywood era un
estrella sexy, no una actriz. "Tenía carne que
fotografiaba como carne", dijo de ella Billy
Wilder, y Nunnally Johnson la comparó con las
cataratas del Niágara. Estaba condenada a seguir
siendo eso, un fenómeno. Como otras vampiresas del
séptimo arte (Clara Bow, Jean Harlow, Jayne
Mansfield), sin vida privada ni libertad
individual. Tenía que seguir representando los
mismos papeles estereotipados, sonriendo,
mostrando las piernas y el escote. Para otra cosa
no la querían.
LA QUE NO QUERIA MORIR
El 8 de junio de 1962,
dos meses antes de aquella noche de agosto, 20th
Century-Fox la había separado del reparto del
filme Something's got to give a causa de sus
reiteradas ausencias, iniciándole juicio por daños
y perjuicios. Anteriormente había sido el fracaso
de Los inadaptados —película en la que se
conjugaron la muerte de Clark Gable, el fracaso de
Miller como guionista y el alejamiento de John
Huston de Hollywood—, la separación de A. M. —que
se sentía eclipsado por una mujer—, sus largas
enfermedades nerviosas, su constante temor a la
locura. Y la inútil búsqueda del amor, ese amor
que había encontrado en Joe Di Maggio,
rechazándolo por su inestabilidad emocional y sus
pretensiones intelectuales. Desde el momento en
que la Fox anuló su contrato, Marilyn comenzó a
descuidar su aspecto, a no arreglarse casi (cuando
murió tenía el cabello mal teñido y las uñas de
los pies demasiado largas). Sin embargo, no quería
morir. Hay elementos que refuerzan esta teoría: su
mano extendida hacia el nacarado teléfono en un
fútil intento de comunicarse con el mundo, símbolo
angustioso de ese increíble aislamiento en que se
había debatido toda su existencia, como niña sin
amor, como empleada de cincuenta dólares por
semana, como pin-up girl, posando desnuda para un
almanaque pornográfico "porque tenía que
comer"..., como actriz vamp de increíble éxito
(recibía 5.000 cartas semanales de sus
admiradores). Pero en el fondo, sola, anulada por
su incapacidad para entablar contactos duraderos
con sus semejantes. Jamás podrá saber el mundo con
quién quiso hablar aquella madrugada calurosa,
bajo el cielo nublado de Los Angeles. O con quién
habló, si es que lo hizo. Los siquiatras sostienen
que el suicida auténtico no usa drogas
soporíferas: hay en quienes lo hacen un narcisismo
particular, una adoración hacia el propio cuerpo,
que quieren preservar incorrupto. Marilyn tomó
pastillas de más, pero no buscaba la muerte.
Quería "comenzar de nuevo mañana", como
acostumbraba a decir a A. M. cuando algo le salía
mal y procuraba disculparse, como una niña hallada
en culpa. Pero esta vez sin Arthur, que había
quedado destruido, vacío; sin Joe, que la amaba
con su alma de meridional y no podía darle más que
ese amor desdeñado. Tras ella quedaban esos dos
hombres tan distintos, que la habían querido cada
uno a su manera, involuntariamente egoístas los
dos, cada cual con su dosis de amargura. Por eso,
cuando ingirió las cuarenta tabletas de
barbitúrico, entornó los ojos y buscó su blanco
teléfono para hablar con su voz sensual y cálida,
asestó el último, definitivo golpe a la mujer que
no había podido ser.
Su vida concluía como
había comenzado: en soledad y desesperación. Todo
un estilo de vida, impersonal, alocado, sólo
preocupado en la industria del mito, le había dado
el empujón final.
Siete Días Ilustrados
01.08.1967
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