Abril, 1915
Masacre del pueblo armenio

Masacre del pueblo armenio
En una primaveral noche de abril de 1915, en Alexandretta (sobre la costa mediterránea de Turquía), una patrulla de gendarmes comenzó a sacar de sus casas a los armenios más ilustrados y los colocó en fila. Entre escritores, científicos, periodistas, poetas y comerciantes, sumaban 225. Una vez que fueron correctamente identificados y anotados en una planilla, se los pasó a degüello. Comenzaba así la masacre más espantosa en lo que iba del siglo (únicamente superada por los futuros sistemas nazis de "purificación de la raza", que los alemanes implantarían 25 años después), porque en los días siguientes de aquella fatal primavera las cifras iban a ser pavorosas y las escenas de aniquilamiento de una minuciosidad espeluznante.
El delirio persecutorio que los turcos practicaban sobre los armenios se había desatado en realidad un cuarto de siglo antes, a partir de 1891, cuando los curdos fueron encargados de "liquidar a los armenios que molestan con sus sublevaciones". En 1894 se produjo la primera matanza masiva: dos mil infelices fueron encerrados en la catedral cristiana de Urfa y quemados vivos. Al finalizar el siglo XIX, el número total de armenios asesinados por los turcos alcanzaba a 300 mil. El genocidio se había practicado por orden del sultán Abdul Hamid II, gran señor del imperio otomano, quien sentía temor de ser eliminado y quería quitarse de encima a sus enemigos de la forma más drástica posible: matándolos. Para eso apelaba al fanatismo religioso y se respaldaba en un habilidoso juego diplomático que le había reportado la valiosa amistad del Kaiser. Influenciado por los grupos más conservadores del clero musulmán (quienes habían aislado a Hamid como si se tratara de un personaje inaccesible, para poder manejarlo a gusto), el sultán creía que todas las noches había un complot para asesinarlo. Una corte de extraños personajes lo circundaba en todo momento: eran adivinos, faquires, eunucos, pequeños intrigantes que le llenaban la cabeza al secretario del sultán.
Entretanto, un nacionalismo hierático movía a las masas y en armonía con su sustancia masónica, el comité de los jóvenes turcos recibía sostenedores de todas las razas y religiones, hasta de griegos, hebreos y armenios. Profesaban la doctrina del otomanismo, o sea lucha por un imperio plurinacional, en el que cada grupo étnico gozara de los mismos derechos civiles y políticos.
¿Qué podían pensar los armenios de un tal programa? Que los tiempos nuevos, la idea de una generación más desarrollada, cancelaría, finalmente, las costumbres medievales. De esta manera los comités revolucionarios armenios salieron de la clandestinidad para sostener la nueva causa. Causa que tenía jefes mucho más fascinantes que el descolorido soberano. Como Mustafá Kemal, un frío oficial de caballería, atractivo y elegante, que pasó a la historia con el nombre de Ataturk.

CONTRA EL SULTAN. En 1908, la revolución. Parte de las tropas destacadas en la frontera grecoturca fueron guiadas por Enver Bey a levantar Monstir (hoy ciudad eslava) y a conquistar el tercer cuerpo de la armada. Los hombres de la secta Vatan habían trabajado bien y Mustafá Kemal podía estar contento. El 23 de julio el Comité de Unión y Progreso mandó un ultimátum al sultán que firmaron también los representantes armenios. Abdul Hamid fingió avenirse al juego e inclinó la cabeza, aceptando la revolución y adecuándose a ella. Los jóvenes turcos no asumieron directamente el gobierno. Limpiaron la corte del soberano y la sustituyeron con hombres políticos surgidos de sus filas; redujeron los gastos excesivos que Abdul Hamid hacía pesar sobre la balanza del Estado y le dejaron el harem, pero le cerraron su teatro privado. Redujeron también el número de sus ayudantes de campo de 290 a 30; restringieron a 75 los 300 componentes de la orquesta privada del sultán; licenciaron a sus espías y terminaron con los absurdos privilegios.
Era el comienzo de la democracia. El 17 de abril de 1908 se reabrió el Parlamento: Abdul Hamid estaba sentado en su puesto, un secretario leyó un discurso que suscitó esperanzas liberadas y condenó las "desconsideradas luchas internas entre los ciudadanos de las diversas religiones". Pero el soberano no había perdido el hilo de las viejas organizaciones y los espías licenciados tejieron la revuelta que explotaría en la primavera. Sacerdotes, soldados, suboficiales, trataban de adormilar el régimen de los jóvenes turcos. Bandas de fanáticos guiados por estudiantes musulmanes de teología marcharon sobre la capital y durante siete días Constantinopla fue un caos. Luego los oficiales retomaron la situación y Mustafá Kemal declaró destronado al viejo sultán. Puso en su lugar al hermano, una figura deslucida y timorata: Mahomed V.
Hamid se había refugiado en Yldiz. El representante de los jóvenes turcos se encontró entonces frente a un viejo lloroso, asustado, con la barba larga y un capote de soldado sobre las espaldas, que se desmayó de alegría cuando le dijeron que no debía temer por su vida. Podía irse al exilio: el Estado iba a pagar su mantenimiento y el de su séquito: tres mujeres, cuatro concubinas, cinco eunucos y catorce personas de servicio.
Ahora los armenios podían respirar. Eran ciudadanos como los otros y vivían tranquilos como no lo estuvieron jamás. Pero la ilusión duró poco. Los armenios se vieron súbitamente obligados a hacer el servicio militar (bajo el viejo soberano, podían eludir esa obligación pagando un fuerte impuesto); luego fueron alejados de los cargos públicos que habían asumido en los primeros días de la revolución; en el ejército los oficiales armenios debían permanecer en sus casas, mientras los soldados no recibían fusiles, sino solamente armas de trabajo para labrar la tierra. Es que en esos años en que los imperios se disgregaban (en el Medio Oriente la etiqueta del imperio otomano se*desteñía frente a los nuevos fermentos), los países árabes tendían a dividirse siguiendo el mapa de las tribus: Albania, medio cristiana, aspiraba a la independencia, y a Costantinopla llegaban noticias alarmantes de cada ángulo del gran dominio. Nuevamente se acusó de la disgregación a los armenios, quienes en verdad, habiendo entendido que se encontraban fuera de todas las chances del juego, soplaban las llamas de esta disolución con ingenua trama independentista. Su éxito más resonante fue el pasaje de las líneas (en los primeros meses de la guerra entre turcos y rusos) por los armenios de los villorrios de Van, Bitlis y Mush: aceptada la invitación de las autoridades rusas del Cáucaso, densos grupos de hombres y niños armenios se presentaron a los oficiales del zar. El éxodo fue notable, a tal punto que se pudieron formar tres batallones de infantería comandados por los generales Andranik e Ishkan, quienes combatieron contra los turcos durante toda la campaña.
Este episodio reavivó las persecuciones y la orden de Costantinopla fue precisa: "¡Genocidio!" Se preparó entonces una macabra escenografía: la idea que circulaba era una deportación de armenios a zonas desérticas, "donde los elementos infieles no estarán en condiciones de perturbar". Pero las instrucciones habían sido más rígidas. De su puño y letra, Talaat Bey firmó el documento que autorizaba las deportaciones y cuando le preguntaron qué destino debía ponerse, contestó secamente: "El destino no existe. Ponga Ninguno". El "ninguno" significaba, desde luego, la masacre de las caravanas armenias en los valles interiores.

LA MATANZA. Fueron los curdos quienes pusieron manos a la obra. Hacia ellos llegaban las filas de cristianos proscriptos, a quienes con un edicto se había reunido en varios villorrios. Notables, campesinos, artesanos, debían dejar todo para dirigirse al nuevo destino. Se hablaba de campos de concentración en las zonas desérticas, lejanas regiones a las que se los llevaría a pie, sin alimentos y sin agua, caminando sin descansar. Los viejos y los más débiles quedaron a lo largo del camino, pero los otros fueron masacrados en un punto que los oficiales habían establecido. Las mujeres jóvenes, salvadas, quedaron como reclusas en un pueblecito que se convirtió en una especie de harem para los soldados de la región, pero cuando se enfermaban o protestaban, eran liquidadas.
Esta masacre ofrece páginas de una crueldad alucinante, y donde la cosa resultó más benigna —según Arnold Toynbee— fue en la matanza de Mussa Dagh. En Trebisonda, en Brusa, en Cesarea, en Tchrsciandzak, los obispos armenios fueron acuchillados; en Diarberir, el padre Tchoklerian fue quemado vivo; al obispo de Aleppo lo degollaron en la prisión. Y fue allí, en Aleppo. en la prefectura, donde un diplomático inglés recogió una proclama del ministro Talaat fechada el 15 de septiembre de 1915; era un llamado de atención a aquellos funcionarios que se habían dejado conmover y oponían una agnóstica indiferencia a la orden de genocidio.
El manifiesto de Aleppo fue enviado a Londres y los periódicos lo reprodujeron. Decía así: "Debemos recordar que ya precedentemente ha sido comunicado que el gobierno ha decidido exterminar totalmente a los residentes armenios de Turquía. Los que se opongan a esta orden no podrán formar parte, en adelante, de la administración. No se necesita tener consideración por las mujeres y los niños; aun cuando sean muy trágicos los medios que se deban usar para poner fin a sus vidas, es necesario recordar que todo esto se hace para el bienestar de la nación y el pueblo turco".
Giacomo Gorini, cónsul general italiano en Trebisonda en 1915, a su regreso a Italia suministró a su cancillería el siguiente informe: "De 14 mil armenios, entre gregorianos, católicos y protestantes que vivían en Trebisonda y que nunca provocaron desórdenes, ni dieron lugar a procedimientos policiales colectivos, cuando partí quedaban solamente unos cien. Desde el 24 de junio hasta el 23 de julio, día de mi partida, casi no he dormido, ni he podido comer debido a los nervios y las náuseas. Tanta era la impresión por tener que asistir a ejecuciones en masa de criaturas inermes. El paso de los armenios prisioneros bajo las ventanas del consulado, sus llamados de socorro sin que ya nadie pudiera hacer nada, estando la ciudad en estado de asedio y custodiada por 15 mil soldados y bandas de voluntarios curdos y adherentes del Comité de Unión y Progreso, me ha descompuesto. Luego la gritería, los disparos, los despojos ..."
El cónsul ruso en Khoi, a su vez, encargado de sepultar a los armenios, escribió: "No olvidaré jamás estos horrores. Son ya diez noches que me despierto preso de sueños angustiosos. En las fosas expresamente cavadas he hecho entrar 850 cadáveres decapitados. Los pozos de la ciudad están llenos de sangre. Los carniceros ataron las víctimas con cuerdas y las hacían descender al pozo hasta que el cuerpo quedaba sumergido, dejando solamente la cabeza sobre el agua. Luego, con un golpe de espada los decapitaban. El cuerpo era dejado caer en el agua y la cabeza, clavada en un palo, era expuesta en la plaza pública de la ciudad o llevada en triunfo sobre las puntas de las bayonetas. Cuando estaban apurados, alineaban a los armenios contra un muro y los masacraban a golpe de sable".
Antes de la Primera Guerra Mundial, los armenios del imperio otomano sumaban 1.800.000. De ellos, quedaron poco menos de un tercio en 1918, cuando las grandes potencias tomaron nota oficial de las masacres y pidieron cuenta a los turcos. Se estableció certeramente que más de 600 mil personas fueron asesinadas y otras 600 mil quedaron fugitivas. El tercio restante vivió continuamente en la zozobra y el terror. El derrumbe de ese imperio los dispersó a lo largo de las costas del Mediterráneo, en las naciones nacidas por el desmembramiento del viejo reino de Abdul Hamid. Como dijo una vez el cineasta armenio Elia Kazan, "eran fantasmas que no podían volver a creer en la esperanza".
Storia Illustrata
PANORAMA, ABRIL 7, 1970

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