Paul Newman deja los hábitos

   

"No me causa ningún placer actuar, no siento la fiebre del escenario en mis venas, lo único que quiero es ser director", se cansó de exclamar Paul Newman hace dos semanas, en una conferencia de prensa realizada en Nueva York. Sin embargo, los ojos de los espectadores y miles y miles de metros de celuloide parecen empecinados en demostrar lo contrario: Newman no es otra cosa que un actor. Acaso, tan excelente actor como lo demostró en El temerario, un western psicológico dirigido por Arthur Penn (Bonnie and Clyde) que contaba la historia de Billy the Kid, o El estigma del arroyo, una biografía de Rocky Graziano. Pero sus ambiciones directrices recién comenzaron a encauzarse a partir de Rachel, Rachel, su primer film en serio, sobre el que la crítica derramó montañas de elogios. Hasta el año pasado, una película olvidable de veinte minutos, vagamente inspirada en un monólogo de Antón Chejov, recopilaba toda su experiencia al pie de la cámara. Fue precisamente el éxito de Rachel que lo animó a escalar el primer tramo de un viejo desafío: "Jamás volveré a actuar". Un propósito que Newman está dispuesto a cumplir sin claudicaciones: su única actividad, por el momento, consiste en madurar ideas para un film sobre la Guerra de Secesión, que comenzará a dirigir en junio.

VIVIR AL REVES
Nació el 26 de enero de 1925 en el centro de una honorable familia burguesa que seguramente no imaginó —al contemplar la beatífica criatura de ojos azules— los descalabros que, años más tarde, se encargaría de producir. Entre los planes paternos fulguraba, obviamente, la conquista de un título universitario. A duras penas, en 1943, el primogénito de los Newman alcanzó a terminar la escuela media; casi de inmediato fue conminado a cumplir su servicio militar como telegrafista en una inquietante zona del Pacífico. Una asombrosa cantidad de buena suerte —que iba a pisarle los talones toda la vida— lo ayudó a pasar el mal rato sin entrar en ningún combate. Cumplidos los tres años obligatorios, volvió a Ohio para inscribirse en el Kenyon College y estudiar economía, aunque sus secretas aspiraciones lo hicieran fantasear con la idea de convertirse en una gloria del fútbol; posibilidad que se corta al ser expulsado violentamente del equipo por culpa de otra afición: la cerveza.
Un día, alguien del grupo teatral estudiantil se enferma y allí empieza, en realidad, la historia. Lo llaman para el reemplazo, se entusiasma y vuelve una y otra vez a los ensayos. Una de las actrices se llamaba Jackie Witte, previsiblemente se enamora de ella y resuelve casarse. En el momento de recibir el diploma su mujer espera el primer hijo, y poco después un llamado desde Cleveland los obliga a trasladarse para atender el negocio paterno.
Pero la vida sosegada no llega a desbordar los dos años; Newman se aburre irremediablemente y la Universidad de Yale con los cursos de arte dramático se convierte en la coartada perfecta para dejar atrás Ohio, el negocio, la tediosa tranquilidad.
Antes de terminar los cursos se escapa a Nueva York y sin esforzarse demasiado consigue un trabajo en televisión. El programa se llamaba La familia Aldrich; el sueldo, doscientos dólares semanales. La brecha está definitivamente abierta, las puertas del Actor's Studio también y por ellas pasa una mañana de 1953. Cuando sale lo está esperando uno de los papeles más importantes en la versión teatral de Picnic. Desde entonces, el trabajo adquiere continuidad; El cáliz de plata ("El peor film que se haya rodado en Estados Unidos; la cosa más mala del siglo", diría tiempo después) le sirvió para iniciarse en cine. Las hipertrofias de la superproducción no atemorizaron a los críticos que se ensañaron —razonablemente— con el film. Uno de ellos, antes de terminar su crónica, alcanzó a dedicarle a Newman una considerable ración de veneno: "Paul Newman —fustigó— dice sus parlamentos con el fervor emotivo con que un guarda grita el nombre de las estaciones". La película siguiente fue acogida con más entusiasmo, aunque arreciaron los comentarios estableciendo su parecido con Marión Brando, una comparación que siempre lo sacó de quicio. Para desterrarla, es hasta capaz de reconocer que "ser Brando es ser, nada más y nada menos, que el mejor actor de los Estados Unidos. En cuanto a la semejanza física —admite— en caso de haberla (y un poco hay), nada puedo hacer. A lo sumo, llevar barbas de rabino".
Hollywood lo exhibiría posteriormente como a un torturado Rocky Graziano, proyectándolo en blanco y negro y color frente a miles de espectadores que lo vieron caer acribillado, pelearse con Elizabeth Taylor, fatigar los gestos aprendidos con Elia Kazan y Lee Strasberg.
Entretanto, su matrimonio con la Witte empezaba a deshojarse. Amigos comunes conjeturaban las causas: eran demasiado jóvenes al casarse; con los años, sus personalidades se habían desarrollado en sentidos contrarios, ya no tenían nada en común. Otros bien pensantes sospechaban de la gran amistad de Newman con una actriz de segundo orden que conoció en la época de Picnic: se llamaba Joanne Woodward y había llegado de Carolina del Sur con los títulos de Miss Escuela Media y Miss Algodón. Los dos rumores demostraron estar cerca de la verdad: en enero de 1958 Joanne se convirtió en la segunda señora Newman. La pareja está hoy consolidada: seis películas juntos y tres hijos certifican las buenas relaciones. "Naturalmente, hay peleas —admite la Woodward—, pero cuando peleamos la mitad de nuestra personalidad está empeñada en decirse: ¿Estoy haciendo una buena escena? ¿Recito bien?"

SEGUN PASAN LOS AÑOS
Cuando Newman comenzó a proponer Rachel, Rachel a los productores cinematográficos advirtió que rehusaban asociarse con él. La obstinación y las ganas de dirigir su propio film lo llevaron a enfrentar solo la empresa, con su dinero como único capital. Ahora está más que satisfecho con los resultados "porque —descubre— ¿qué necesidad de ser el primer violinista si puedo ser el director de la orquesta? Me gusta dirigir: las pruebas, la exploración del carácter, el ejercicio intelectual que significa ese trabajo. Cuando se atraviesan los cuarenta años y durante quince se ha hecho el mismo oficio, se corre el riesgo de repetirse, de perder creatividad. Hace falta romper con el pasado. Después de todo yo no gozo, sino que sufro delante de las cámaras, creo que no soy para nada un exhibicionista".
Ciertamente, Newman no es un exhibicionista, al menos en el sentido tradicional: no va a las premiéres de sus films, no preside jurados de belleza, no se muestra en las inauguraciones de los supermercados, no se publicita a través de escándalos amorosos. Por el contrario, tiene un buen puesto en el ranking de los hombres peor vestidos del mundo; cuando viaja se escuda en un par de anteojos negros, no quiere ser reconocido; es un divo que rechaza seguir las reglas básicas del divismo. Las entrevistas lo molestan, su timidez es frecuentemente confundida con agresividad; quizá por eso prefiera las preguntas con visos intelectuales, las preguntas más o menos inteligentes que le permiten ocultar su total ausencia de humor, que le dan la posibilidad de ejercitar cautelosas y lentas contestaciones con suspensos, paréntesis, largos silencios. Cuando le recuerdan que su mujer lo acusa de "hacer pesar su cultura", él se limita a asestar: "Mi cultura le pesa a Joanne, como a mí me pesa su ignorancia. Es verdad, soy presuntuoso. Mi estatura de actor me lo permite".
De vez en cuando, también lo acucian tímidas preocupaciones políticas; estudia leyes —por su cuenta—, participa en las marchas de los negros por los derechos civiles, se desprende de algunos dólares en favor de esa causa. En algunas ciudades del sures moderadamente odiado por esa actitud. En 1959 ofreció contribuir a la financiación del centro de estudios de instituciones democráticas y ese mismo año integró un trío con Kirk Douglas y Jack Lemmon, que se presentaba en conferencias, conciertos y otros desbordes culturales. Recientemente, se ocupó de ayudar la campaña del senador Eugene McCarthy haciendo proselitismo. En cada ciudad congregaba grupos alborozados a los que les prodigaba un discurso standard: "Tomando parte en esta campaña política —arengaba en el mejor estilo del Actor's Studio—, me siento un hombre mejor. No soy un hombre político. No soy un orador. No estoy aquí porque sea actor. Estoy aquí porque soy padre de seis niños y no quiero que sobre mi tumba puedan escribir: No tomó parte en los acontecimientos de su tiempo".
Los espectadores, tocados en sus más íntimas fibras, lo escuchaban en suspenso. Después triscaban detrás de él y se juraban votar por Mc Carthy. Bill Graham, el predicador, no lo hubiera hecho mejor. "Muchos exponentes del mundo cinematográfico exagera— me han preguntado: «Por qué arriesgarse? ¿Por qué hacerse enemigos metiéndose en política?» Me pedían, en última instancia, que me mostrara como un tipo sin carácter. Porque sólo los tipos sin carácter viven sin enemigos. Pero yo prefiero tener enemigos si ésa es la manera de tener carácter."
Paul Newman y su esposa, la actriz Joanne Woodward, durante el rodaje de Rachel, Rachel, un film para cuya realización ningún productor de Hollywood se atrevió a arriesgar un solo dólar. Newman solventó su costo íntegramente: "Lo único que quiero es convertirme en director".
Revista Siete Días Ilustrados
21.04.1969

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"Yo sé que me han descripto como un gran diablo negro, con sombrero de fieltro y anteojos, directamente llegado del Infierno"

Paul Newman

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