Moda
Saint Laurent vence a la crisis de la alta costura
Fama y dinero
yves saint lorent
Todos los años, al promediar el verano y durante diez agitados días, París comienza a existir al sur del Bar Ritz, corre a lo largo de los elegantes escaparates del Faubourg Saint-Honoré, hasta la avenue Montaigne donde se alza la casa Dior, y hacia la avenue George V, frontera del lujoso centro de la industria de la alta costura. Se trata de una cuidadosa ceremonia tendiente a que la capital de Francia continúe siendo lo que en tiempos de Madame Dubarry y María Antonieta: el foco por excelencia de la moda femenina.
Hace dos semanas, en París, el pacto nuclear y el enfrentamiento chino-soviético quedaron relegados a un segundo plano: de ese modo una muchedumbre de modelos, fotógrafos, diseñadores, mujeres periodistas y compradores pudieron elevar a la categoría de noticias internacionales la nueva forma de los ruedos o cierto sutil corte de la pollera.
Durante esa larga última semana de julio, en que se exhibieron las colecciones para el otoño e invierno 1963-1964, desfilaron 2.875 vestidos frente a varios miles de ojos atentos y hechizados. Pero después de presentadas 50 muestras, la muchedumbre y los comentaristas no habían dado excesivas señales de entusiasmo. Entonces, ocho rítmicas modelos hicieron estallar aplausos y voces de admiración: eran las que llevaban las creaciones de Yves Saint Laurent, de 27 años. Todas las predicciones sobre una definitiva decadencia —artística y financiera— de la moda francesa se derrumbaron entre ovaciones.
"Con estos vestidos puedo bailar twist y hasta ir al baño", comentó una joven millonaria norteamericana. Una mezcla de chic tropical y sabor contemporáneo guiaban las líneas de Saint Laurent. Su exposición comenzó con un conjunto negro estilo Robin Hood —sweater de visón, largas botas y sombrero de fieltro— y prosiguió con atuendos de brillantes contrastes y relajada elegancia. Los demás modistas habían tratado de dar a sus diseños un toque infantil. Saint Laurent los venció al llevar ese toque a todos sus trajes, desde los de la mañana hasta los atavíos nocturnos.
Camisas, chaquetas, blusas, aparecieron primero en tweeds, luego en satenes, transformadas por la imaginación de Saint Laurent en ropas destinadas a ocultar lo que el propio modista denomina "el evasivo ánimo de 1963".
Las aprobaciones fueron casi instantáneas: la bailarina Zizi Joanmairo abandonó su silla y se colgó de los brazos de Saint Laurent; Susan Luling, ex directora de Dior, lo besó; hasta la impasible Helena Rubinstein lanzó una benévola sonrisa de elogio. En un costado del salón, la madre del diseñador sollozaba mientras Eugenia Sheppard, jefa de modas del New York Herald Tribune le decía: "Su hijo tiene hoy a París en la palma de la mano."

A puertas cerradas
Obviamente, este arremolinado universo no era una novedad para Yves Saint Laurent: ni las 225 mannequin, ni las 850 cronistas, ni las docenas de vendedoras, ni los 350 clientes selectos. Ni los incidentes que se sucedieron en Balmain, ni las acaudaladas japonesas que suelen llevar pequeñas cámaras fotográficas ocultas, ni las modelos que cayeron al piso en Patou, ni los ridículos o humorísticos juicios esparcidos entre vestido y vestido.
"Este muchacho es el único diseñador que pertenece a su época porque comprende y forma parte del contorno que lo rodea", opinó un experto inglés. Aunque en otro tiempo, las cosas fueron diferentes para Saint Laurent, el chico que rehuía los juegos de sus amigos y se encerraba a fabricar muñecas para su teatro de títeres.
Un día tomó un boleto de tren y llegó a París. "Era feo, desgarbado, con anteojos de vidrios espesos y una timidez tan agobiante que le impedía levantar los ojos del suelo", recuerda Thelma Sweetinburgh, a quien Saint Laurent recurrió entonces. Christian Dior lo recibió y después de examinarlo le aconsejó: "Vaya a aprender el ABC a la escuela del sindicato de la alta costura."
Allí estuvo tres meses; cuando salió, tenía 17 años y se convirtió en la mano derecha de Dior, y a la muerte de éste, en 1958, en su sucesor. Su primera colección de entonces fue un triunfo y el modista arañó la conquista de París; el servicio militar y las intrigas dentro de la empresa que dirigía se la arrebataron. Las puertas de Dior nunca volvieron a abrirse para él. Saint Laurent decidió construir sus propias puertas.

El impacto de la crisis
Hubo una larga cadena de negociaciones con posibles financiadores —entre ellos, el banquero Paul-Louis Weiller— hasta que un empresario norteamericano, J. Mack Robinson, se arriesgó a respaldarlo. Con este apoyo, Saint Laurent logró una doble victoria: regresar al pináculo artístico y ganar dinero. Su éxito asombró, más que a nadie, a sus propios colegas. La ruina amenaza a la industria de la moda, que en 1962 perdió más de 400 millones de pesos.
Las tres razones fundamentales de esta crisis son las siguientes:
• La mayoría de los clientes efectivos han muerto o amortiguado su fortuna. "Cada vez que leía sobre una revolución en Sudamérica sabía que me quedaba sin una buena cantidad de compradores", recuerda Jean Dessés, que cerró su comercio esta temporada después de verificar un déficit de 8 millones de pesos.
• La industria no logró adaptarse al nuevo mundo de la producción masiva. Sus vestidos son copiados y distribuidos mundialmente, pero París cobra únicamente el precio de esos vestidos. La industria está obsedida por la idea de que hay espías trabajando en su interior para empresas extranjeras y no admite en sus desfiles a nadie que no tenga invitación oficial.
• Muchos diseñadores han quedado atrás en su interpretación del ánimo y las maneras de la vida de la postguerra. La juventud adinerada, clientes naturales de hace una generación, ignoran hoy la alta costura. Caso típico, Brigitte Bardot, que la califica así: "Ça fait du mémé" (Es para abuelas.) La actriz adquiere trajes de confección en una boutique.
La solución más evidente es volver a actualizar la demanda para los productos de la moda francesa. La solución más simple es forzar a las casas extranjeras a pagar derechos auténticos por sus copias. Pierre Cardin ha logrado concretar acuerdos con firmas de Alemania, Italia y Japón. Pero los comercios del exterior son reacios a elevar el monto de los escuálidos derechos que pagan ahora.
Quizá la solución más apropiada la aporta Dior, que ha expandido y difundido sus productos hacia todos los mercados foráneos; a través de 70 licencias, sus creaciones se producen en 45 países y esta expansión ha duplicado el volumen de ventas de la empresa desde la muerte de su fundador (el año pasado totalizaron 5.700 millones de pesos). El último proyecto de esta compañía es instalar un salón de té en su sede de avenue Montaigne. Los críticos la acusan de relegar el nivel artístico a un segundo plano y colocar al negocio en el primero. Aunque los ejecutivos de Dior se limitan a contestar recordando que General Motors fabrica los Cadillac al mismo tiempo que los Chevrolet.
Algunas pequeñas casas parisienses rechazan este sistema y miran con entusiasmo a Cristóbal Balenciaga, que no se sale de su línea clásica y conservadora. Saint Laurent está a medio camino entre ambas formas: su abrumador éxito de hace dos semanas lo ha colocado en la obligación de hallar el término justo entre Dior y Balenciaga.
Todas las colecciones presentadas en París para el otoño y el invierno persiguen un new look; ninguna lo encontró. El propio Saint Laurent confiesa que tampoco. "Mi muestra forma parte de mi evolución. No llegué aún a donde quiero. No creo que una colección deba ser revolucionaria. Mi principal ambición es la de dejar una huella reconocible y no un brillo pasajero que se extinga al día siguiente."

Una poética profesión
La lección que aprendió Saint Laurent es que no conviene encerrarse en la torre de marfil. "Ahora sé —admitió— que los vestidos no pueden estar fuera de la realidad ni carecer de significado. Un diseñador debe salir a la calle y tomar nota de lo que ocurre a su alrededor." Tal vez la dominante en el estilo del modista proviene de su convicción de que la vida femenina se ha tornado más activa, menos enclaustrada.
Saint Laurent espera que la casa que dirige no crezca en volumen: "Así la controlaré mejor. Esta es una profesión como cualquier otra, pero es una poética profesión. Conviene no olvidarlo."
PRIMERA PLANA
13.08.1963

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