A 30 años del pronunciamiento del 4 de junio
La difícil aurora del 43

A pesar de las características cruentas del suceso, la fecha cobró una significación válida, ya que con ella nació una nueva etapa
de la historia política argentina. Uno de los personajes claves de esos días, el hoy octogenario general Edelmiro J. Farrell, rompió un silencio que mantuvo durante años para ofrecer a Siete Días su interpretación de aquella jornada

El viernes 4 de junio de 1943, una niebla extraña envolvió a la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, no era ése el motivo por el cual los escolares —por la tarde— dejaron de ir a la escuela y los almacenes de los barrios agotaron sus stocks de azúcar, harina y fideos secos. Es que desde hacía varias jornadas, los rumores sobre una Inminente crisis institucional abarcaban todos los sectores sociales: brotaban desde los comités radicales y socialistas, trepaban a las antesalas de los ministros, se susurraban de boca en boca entre los obreros fabriles. No eran tiempos fáciles para la Argentina: el Departamento Nacional del Trabajo, en informe oficial, divulgaba en abril de 1943 que "en general, la situación del obrero en Argentina ha empeorado, pese al progreso de la industria. Mientras que diariamente se realizan grandes ganancias, la mayoría de la población está forzada a reducir su standard de vida".
A tres décadas de distancia, los titulares menudos de los diarios suelen, ahora, llamar al asombro: un kilo de azúcar costaba cincuenta centavos: en la provincia de Santa Fe, para solucionar el problema de los sin techo el gobierno alquilaba casas a 3 pesos por mes; un viaje a Mar del Plata ( que duraba siete horas) se costeaba con diez pesos. Las cifras, claro, no eran entonces tan paradisíacas: un obrero no alcanzaba a ganar 37 pesos mensuales y la desocupación se constituía en la más gráfica representación de la crisis nacional. Vivir en los caños que apilados en el puerto de Buenos Aires esperaban completar la red cloacal no era un eufemismo.
Ese invierno del 43 un sobretodo costaba 75 pesos y muy pocos porteños asistieren a la carrera ciclística que organizaba el Luna Park. Preocupados por los rumores de una inminente revuelta militar, preferían permanecer a la espera de que el hecho se desencadenara: la inoperancia del gobierno del doctor Ramón Castillo en satisfacer las expectativas de las organizaciones sindicales preocupaba a las Fuerzas Armadas. El 1º de mayo, cumpliendo expresas órdenes del Comando en Jefe, varios oficiales calificados de la institución habían salido a la calle para observar sobre el terreno las manifestaciones de ese día y el signo de la inquietud popular.
El clima político no presagiaba, precisamente, un idilio social: aún perduraban los ecos del debate de las carnes promovido por Lisandro de la Torre, el escándalo de los niños cantores de la Lotería Nacional (se había manipulado una bolilla premiada) y el affaire de las concesiones eléctricas con, el voto afirmativo de concejales municipales sobornados por empresas extranjeras. El nacionalista Marcelo Sánchez Sorondo— padre del derrotado candidato a senador por el Frejuli en las elecciones del 15 de abril de 1973— acusaba a Castillo de haber despilfarrado una oportunidad histórica: "Usted desaprovecho la hora —escribía en la revista Nueva Política—, ha desaprovechado el poder, ese don santo y trágico que es tener poder".

DEL CUARTEL AL PODER
Un reducido grupo de oficiales del Ejército (ver recuadro de página 32) consideraba que existía un proceso político en descomposición que tendía a facilitar —en las elecciones siguientes— el advenimiento de un gobierno de izquierda, como ya había sucedido en España y Chile. Integraron, entonces, lo que se dio en llamar el Grupo Directivo de Unión Espiritual y Unificador (GOUEU), logia que procuraba aglutinar los cuadros del Ejército para lograr que el ministro de Guerra tuviera bajo su mando directo el accionar de las Fuerzas Armadas. Los conciliábulos militares —incrementados a partir de enero de 1943— eclosionaron en el mes de junio: si la revolución del 6 de setiembre de 1930 fue cívico-militar, en la del 4 de junio de 1943 participaron sólo miembros de las Fuerzas Armadas, inspirados en prolongados encuentros clandestinos de los miembros del GOU (Grupo de Oficiales Unidos), sigla abreviada de la secreta cofradía que ganaba adeptos en los cuarteles.
Eran las 2 de la mañana del día elegido para sacar a las tropas a la calle, cuando el ministro del Interior, Miguel J. Culaciati, ingresó en la residencia presidencial para advertir al doctor Castillo la inminencia del hecho de armas. A las 7, el precario presidente ingresaba furtivamente a la Casa Rosada; durante el trayecto hacia la Plaza de Mayo, se preocupó en visitar los cuarteles de Palermo. Cuando convocó a una reunión de gabinete para evaluar la situación, irrumpió en su despacho el general Pedro Pablo Ramírez, ministro de Guerra. Con frases cortas y tono tajante, le informó que 'La revolución estaba ya en marcha" y que era irreversible, algo que disgustó al habitualmente parsimonioso mandatario. Luego, Castillo llamo a su edecán militar y le ordenó la detención del insurrecto. Después firmó un decreto y organizó la represión.
Los madrugadores pudieron comprobar con sus propios ojos que el tiempo de violencia estaba próximo. Ya a las 9 de la mañana el coronel Elbio Anaya, jefe de la Guarnición Campo de Mayo, estaba con sus tropas sobre la ruta 9, hacia la avenida General Paz. A las 9.15, policías camineros del Destacamento 10, con asiento en avenida San Martin y Guido Spano, en la localidad de San Martín, informaban sobre "extraños y frecuentes movimientos de tropas".
A las 9.45, las tropas de Campo de Mayo se acercaban a los cuarteles de Palermo, a reunirse con sus aliados del Regimiento 1 de Infantería. En ese momento, frente a las pizarras del diario Cabildo, en las proximidades de la Plaza de Mayo, se iban congregando numerosos manifestantes adictos a la sedición. La presencia de quienes no estaban de acuerdo con sus exclamaciones provocó un breve tumulto, rápidamente disuelto por policías de a caballo.
Mientras los doctores Carlos Saavedra Lamas, Alfredo Palacios y Leopoldo Melo integraban un triunvirato mediador —que por orden del grupo insurrecto dialogaría con el titular del Poder Ejecutivo—, un avión Junker sobrevolaba el centro de Buenos Aires arrojando volantes, que alentaban a la población a plegarse al proceso contra el gobierno de Castillo.
El público agolpado frente a las redacciones de Crítica estaba ajeno a las batallas de la Segunda Guerra Mundial, pese a que ese día la ofensiva soviética en Tamán culminaba exitosamente. Más preocupados por lo que ocurría a pocas cuadras de allí, de nada valía que las pizarras dieran cuenta de que los ejércitos nazifascistas abatieran a 132 aviones británicos: es que los defensores del régimen que se intentaba deponer habían tomado medidas contra los insurgentes. Trescientos soldados y varios camiones
blindados estaban ya apostados en los alrededores de 'la Casa Rosada. Dentro del edificio, el teniente Juan Carlos Bassi, a cargo de la seguridad, aconsejaba a los empleados administrativos sobre la conveniencia de desalojarlo.
Ya durante la mañana, los revolucionarios se acercaron en movimientos envolventes hacia el centro de Buenos Aires. Lo que para muchos era un paseo intimidatorio de las Fuerzas Armadas, tomó —finalmente— un cariz de golpe efectivo contra el gobierno. La crisis no demoró mucho en hacerse visible aun para los más escépticos: a las 10 de la mañana dos compañías motorizadas tomaron por asalto la Escuela de Mecánica de la Armada, sobre ¡la Avenida del Libertador. Los ocupantes de ese establecimiento, leales al doctor Castillo, se aprestaron al combate, agotadas las tratativas sobre su rendición incondicional a ¡las fuerzas revolucionarias. Durante 31 minutos, un duro combate tiñó de sangre la crucial jornada. Guando ambos bandos comprendieron que la lucha era sin cuartel, decidieron una breve tregua, que fue interrumpida por otro combate, esta vez de 12 minutos de duración. Ya a las 12 se habían registrado 15 muertos y 35 heridos. Esa noche el vespertino Crítica ofreció esta estadística: diecinueve muertos y cincuenta malheridos.
Los obreros y empleados de la empresa Gillette, ubicada frente a la Escuela Naval se salvaron merced a una rápida evacuación del establecimiento en cuyo frente quedaron señales de los impactos. Pero peor suerte corrieron dos colectivos de la Corporación de Transportes de la Ciudad de Buenos Aires —de la línea 29, internos 1908 y 5984— que quedaron estacionados en medio de la línea de fuego. La pérdida de esas unidades (y otras más, incendiadas en las calles céntricas por la multitud) obligó a esa empresa a solicitar garantías al gobierno y retirar sus vehículos de circulación.
Pero si los hechos de la Escuela de Mecánica decidieron la suerte militar del conflicto, sucesivas detenciones de dirigentes volcaron a su favor la suerte política de la revolución.
Ya a las 3 de la tarde cesaba toda resistencia y la Casa de Gobierno era ocupada ¡por el general Arturo Rawson, comandante de las tropas revolucionarias. Poco después renunciaba el presidente Castillo, prestándose quienes lo derrocaron a asumir el poder: las ceremonias de asunción del nuevo titular del Poder Ejecutivo estaban previstas para la mañana del día siguiente.
Sin embargo, faltaba discutir algunos detalles: por ejemplo, el de la falta de apoyo que Rawson tenía dentro del GOU. Ante eso, el 5 de junio, a las 3.35 de la mañana, debieron cambiarse ¡los planes. Superadas ¡las disidencias internas, esa logia militar— que debutaba en el gobierno argentino por propia voluntad— designó presidente de la República al general Pedro Pablo Ramírez, ex ministro de Guerra del presidente depuesto.
La rápida cadena de acontecimientos sorprendió a muchos desprevenidos: ¡mientras los diarios de la mañana daban cuenta de las proclaman legalistas que difundió la presidencia de la Nación, el país tenía ya nuevo gobierno. La radio se convirtió en el único medio noticioso capaz de seguir los hechos paso a paso. Por eso, la indiferencia popular que reemplazó a la efervescencia matutina se trocó en estupor. A nadie asombró que esa noche en el auditorium de Radio El Mundo, la típica de Aníbal Troilo reuniera a su público habitual.
Tampoco llamó la atención de los observadores la presencia de un coronel de aspecto jovial, que detrás de la escena seguía atentamente el desarrollo de las ceremonias de traspaso del ¡poder a las autoridades militares. En ese entonces, para sus compañeros de Ejército, Juan Domingo Perón era un activo camarada, miembro del GOU, diligente soldado del Regimiento de Tropas de Montaña. Para otros, era una figura de recambio, imprescindible en el inmediato futuro del país. La historia se encargó de despejar todas las dudas.

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GENERAL FARRELL: LAS HORAS TENSAS
Parco, austero, poco amante de las apariciones en público, el general de división (RE) Edelmiro Julián Farrell (85, presidente de la Nación de 1944 al 46) no concede entrevistas periodísticas. Pese a las insistencias, siempre se niega a opinar sobre temas del pasado; mucho menos, a considerar a través de los medios de difusión aspectos inéditos del golpe militar de 1943. Sin embargo, ante el asedio de un redactor de Siete Días, el anciano general quebró el silencio. Pese a la infranqueable, cariñosa guardia que en su torno hilvanan los familiares más cercanos —su hija, los nietos—, el ex presidente se avino a explicar, en carta dirigida a Siete Días, algunos aspectos poco difundidos de su vida y de su paso por la política argentina. Este es su texto completo:
Nací en Avellaneda el 8 de agosto de 1887 e ingresé en el Colegio Militar en 1905; mi primer destino fue el Regimiento 8 de Infantería. Cursé la Escuela Superior de Guerra y desde el año 1924 a 1926 estuve en Italia en el Regimiento Alpino, estudiando las tropas de montaña, cuerpo que organicé a mi regreso en Mendoza. En esa provincia se hicieron refugios de alta montaña y se inauguró la primera escuela de esquí para oficiales y suboficiales argentinos.
El 4 de junio de 1943, siendo general de brigada, ocupaba el cargo de inspector general de Tropas de Montaña, con asiento en la avenida Santa Fe, en la ciudad de Buenos Aires. No tenía mando directo de tropas.
En ese entonces el GOU era una agrupación de coroneles y algunos tenientes coroneles, que había empezado a organizarse cuando llegó Perón de Italia; cuando éste ingresó en ella, adquirió mayor empuje. Muchos generales veíamos con simpatía a estos jóvenes idealistas, capaces y emprendedores. La sigla GOU significaba Grupo Oficiales Unidos y entre sus ideales estaba luchar contra la inmoralidad administrativa, el fraude electoral, el abuso gubernamental y los grandes negociados, sobre todo los organizados desde el extranjero. Recuerdo algunos de sus integrantes: los coroneles Montes, Avalos y González, y el teniente coronel Ducó. Esta asociación estaba integrada por oficiales de todas las armas. La aviación pertenecía, en ese entonces, al Ejército Argentino.
Muchos nos trataron de aliadófilos o de ultranacionalistas. La revolución del 43 era totalmente nacional: no se puede pensar que hubiera tenido como objetivo el partidismo hacia una potencia extranjera. Eso no elimina la posibilidad de que muchos de sus integrantes que habían perfeccionado sus conocimientos militares en países europeos, sintieron simpatías por ellos o por sus ejércitos, que se tenían entonces como modelos de organización.
El día 4 de junio de 1943 trabajaban a mis órdenes, en la Inspección de Tropas de Montaña, varios oficiales, entre ellos los coroneles Perón, Montes y Mercante y otros militares que tuvieron intervención directa en el aspecto organizativo de la revolución. En la sede de la Inspección se vivieron momentos angustiosos, pues desde allí se efectuaron reuniones y contactos para preparar el movimiento. Se pasaron tensas horas de incertidumbre y de tristeza, sobre todo si recordamos el desgraciado episodio frente a la Escuela de Mecánica de la Armada, que dejó como saldo varios muertos.
Esa tarde, el general Rawson venía al frente de sus tropas de Campo de Mayo, y al llegar a la Capital fuimos juntos a la Casa de Gobierno, donde ya se encontraba el general Ramírez. Inmediatamente me comisionaron para tomar el Comando de la 1a. División, cuyo jefe no se había pronunciado en favor de la revolución. Esto se efectuó con toda caballerosidad y sin mayores inconvenientes.
El triunfo de la revolución fue muy bien recibido por la mayoría de los partidos políticos, que veían una posibilidad de elecciones futuras sin fraude. La Iglesia no se opuso a ella y pienso que teníamos mucho apoyo porque dábamos grandes seguridades en cuanto a honestidad administrativa y desinterés personal, ya que ninguno de los militares y marinos que desempeñábamos cargos públicos cobró sueldos o gastos de representación. Con la devolución de ese dinero se hicieron escuelas y obras públicas.
Al coronel Perón lo conocí mucho, pues se dedicó a las tropas de montaña y antes de la revolución —salvo pequeños intervalos— trabajó bajo mis ordenes. Era un oficial activo, trabajador, cumplidor y muy capaz. Yo diría que fue uno de los excelentes y entusiastas oficiales con que contaba ese cuerpo militar en plena formación.
Esos tres años de labor gubernamental —desde el 4 de junio de 1943 a igual día de 1946—, intensos y llenos de inconvenientes (sobre todo debido a la Segunda Guerra Mundial) aún no han sido bien estudiados. Mucho de ello se debe a que la mayoría de la gente que trabajó en esa época, incluyéndome entre ellos, se retiró definitivamente de la actuación política y pública. No existe publicación hecha por los protagonistas directos de esos años de gobierno.
Ahora, yo tengo confianza y fe en mi Patria y en mi pueblo. Por ello, a pesar de mis años, espero ver la felicidad argentina, tantas veces buscada y por todos anhelada.
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LOS 400 GOLPES
"¡Argentinos! Una vez más —¡Ojalá que sea la última!—, las Fuerzas Armadas deben hacer abandono de sus tareas especificas, en salvaguardia de los más sagrados intereses de la Nación."
General Benjamín Menéndez. Proclama revolucionaria del 28 de septiembre de 1951.
Los historiadores coinciden en que dos jóvenes coroneles del naciente Ejército Argentino —José de San Martín y Carlos María de Alvear— inauguraron, en octubre de 1812, la seguidilla de planteos militares que derrocaron (o intentaron hacerlo) a gobiernos civiles impuestos por voluntad de las mayorías o por decisión de otros militares. El debut de las armas en política, a partir del día en que San Martín y Alvear fundaron la Logia Lautaro, tuvo numerosos imitadores: en menos de dos siglos de vida independiente, las Fuerzas Armadas torcieron el rumbo de la historia institucional en por lo menos 33 oportunidades. Aunque ningún estudioso se tomó el trabajo de realizar una puntillosa contabilidad, existen en los movimientos de esta índole no pocas constantes significativas; también resultarla prácticamente imposible determinar con rigurosa exactitud las veces y circunstancias en que la presión de los militares impuso cambios de orientación política, social y económica en los gobiernos civiles. "Entre 1958 y 1962 —reconoció públicamente el ex presidente Arturo Frondizi— mi administración debió soportar 30 planteos militares".
La discontinuidad constitucional argentina, se sabe, suele tener un único mecanismo de quiebras: la reiterada irrupción de las armas en el panorama político. Pero los hechos no nacen espontáneamente: antes de que los planteos tomen estado público, deben gestar su forma y contenido. Logias herméticas, organizaciones secretas, largas reuniones clandestinas son requisitos previos (y casi obligatorios) para toda insurgencia en procura del poder.
Pero hay ciertas claves que se deben respetar: en 163 años de vida emancipada los argentinos aprendieron que los meses de junio y julio son los que hacen florecer más presiones armadas. A partir de 1943 junio es el mes favorito. En el otoño de 1959 Frondizi soportó la ola de planteos e intentos golpistas más asombrosa de la historia del país. Comenzó el 17 de junio, cuando se le exigió la renuncia de Manuel Reimundes (subsecretario de Guerra y, off the record, fundador de la Logia del Dragón Verde); dos días después el general Arturo Ossorio Arana pretendió derrocarlo, pero fue detenido a tiempo. A los 10 días el general Elbio Araya consiguió hacer renunciar al general Héctor Solanas Pacheco, secretario de Guerra, y poco después, el 9 de julio, Samuel Tonanzo Calderón fue dado de baja por rebelde.
También, a mediados de junio de 1960 estalló en San Luis un golpe subversivo. Estaba capitaneado por los generales Fortunato Giovannoni y Mauricio Gómez y el coronel León Santamaría. Pero sólo se apoderaron de la Casa de Gobierno provincial por 24 horas, pues el movimiento fue sofocado en seguida.
El planteo de 1948, el alzamiento de Corpus Cristi de 1955, los tres gambitos de 1959, la sedición puntana de 1960 y la caída de Arturo Illía, el 28 de junio de 1966, colocan a ese mes en el primer puesto del ranking revolucionario. Le sigue el mes de julio (con 5 conatos, el primero de ellos en 1893) y setiembre (1930, 1951, 1955) demostrando que la temporada menos propicia para archivar la Constitución Nacional es, sin dudas, el verano.
Las estadísticas señalan, asimismo, otros datos significativos; en las últimas cuatro décadas se registraron 56 alzamientos militares, 7 de los cuales derrocaron gobiernos. Yrigoyen cayó en 1930; Castillo y Rawson en 1943; Ramírez en el 44; Perón y Lonardi en 1955; Frondizi en 1962 e Illía cuatro años después. Onganía y Levingston fueron reemplazados por sus propios camaradas.
Pero el almanaque de los hechos de armas señala un dato curioso, marginal: la única revolución que ocurrió en mayo se produjo en 1810. En un día 25 —y eso se aprende en todos los textos escolares— un grupo de civiles golpeaba en las puerto del Cabildo, constituyendo el primer gobierno patrio.

Revista Siete Días Ilustrados
4-6-73


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