" . . .ellos fueron
lanzados a distancias enormes, por terrenos
desconocidos, en climas terribles. Sin remedios,
sin comida, sin ropas, avanzaron en marchas
agotadoras, atravesando las pampas, trepando los
médanos, cruzando guadales interminables hundidos
en la nieve, quemados por el sol, cubiertos por la
escarcha, empapados por la lluvia, devorados por
la sabandija".
(Julio Aníbal Portas,
de su libro Malón contra Malón.)
El cielo se ha llenado
de relámpagos desde temprano. A las 10 de la noche
el agua barre las calles de Neuquén. Abelardo
Coifin —la lluvia no le importa— sale del rosado
edificio de la Legislatura a grandes trancos
(camina inclinándose a un lado y al otro, como un
barco que rolara), cruza la avenida grande y se
mete en el restaurante Bariloche. El mozo lo
conoce y conoce el menú de Coifin: un bife bien
jugoso y una ensalada mixta con mucha, mucha
cebolla.
Come rápido, paga, y
al salir entiende —como todos los días— que poco
tiene que hacer en el centro de esa ciudad que al
fin y al cabo todavía le es extraña. Camina casi
dos kilómetros con las manos en los bolsillos y
llega a una casa cuadrada, blanca, con puertas
grises recién pintadas. Allí vive desde hace unos
meses con sus hijos Edmit, Noemí, Lindor Bautista
y Néstor Claudio. Edmit, la mayor, tiene 18 años.
Néstor Claudio, el menor, no ha cumplido 14
todavía.
Hay mate y
conversación. La escuela, el trabajo, las compras
del día. Edmit le pregunta, como cada noche:
—¿Y, papá? ¿Cómo le
fue en la Legislatura?
Porque Abelardo
Coifin, que camina apurado, que se resiste a
apretar su cuello con una corbata, que no entiende
la ciudad todavía, es diputado provincial por el
justicialismo. El primer diputado indígena de la
Argentina.
"Tengo 44 años.
Soltero pero con hijos. Fui nacido en Las Lajas,
en el departamento de Picunche, a 300 kilómetros
de la ciudad de Neuquén. Soy indio, indio puro.
Mis padres fueron Jacinto Coifin y Zulema
Painebilú y tenían capital. Pero todo aquello se
perdió. Cuando yo tenia 6 años me llevaron a la
tribu de San Ignacio, la del cacique Namuncurá.
Lindo tiempo aquél. San Ignacio era la mejor
tribu. Los indios tenían tierras, sembraban,
criaban ganado. Ahora sólo quedan 64, con hambre y
miseria. A los tres meses de estar en San Ignacio
murió mi padre y yo quedé como encomienda de
pobre. Mi abuelo se hizo cargo de mí. Tuve que
trabajar como un burro, porque llegaron los
herederos de mi padre y me dejaron sin nada. Mi
madre no recibió ni un poquito de tierra porque
estaba separada de mi padre. Pero a lo mejor a
usted no le importan estos líos de familia,
discúlpeme. Éramos tan pobres, le juro, que nos
sentábamos en cabeza de caballo. A veces yo me
decía: "Parece que ser hijo de la tierra es una
desgracia. . ." Y yo soy hijo de la tierra, te
juro. Si hasta nací un 9 de Julio..."
En el tablero luminoso
de la sala del Parlamento, Abelardo Coifin es el
diputado número 24. Son las 5 de la tarde de un
viernes cuando empieza la sesión. Se leen informes
de rutina, se votan homenajes. Coifin lleva
zapatos negros, un pantalón marrón muy arrugado,
un cinturón negro del que cuelga un llavero, una
camisa blanca, un pulóver verde con dibujos que le
queda definitivamente corto. Como todas las
mañanas ha luchado frente al espejo con su pelo
corto, negro y duro, pero el agua y el fijador no
han logrado gran cosa. No le importa demasiado,
pero la ciudad es la ciudad.
Sentado en su silla
mira fijo el micrófono y aprieta unas carpetas
rosas llenas de proyectos que no se discutirán
hoy. Por ejemplo, el 1264, que propone un cuarto
litro de leche tibia y azucarada para todos los
alumnos de las escuelas primarias de Neuquén. O el
1221, que exige el cumplimiento del estatuto del
peón de campo. O el 1262, un programa de
desarrollo integral para las tribus.
A las 8 de la noche,
cuando termina la sesión, Abelardo Coifin es el
último en abandonar la sala. Lo espero y me dice:
—Otro día perdido.
Otro día sin poder hacer nada por mis hermanos.
"Mi madre fue muy
digna, señor. Fue muy digna y trabajó mucho. Ahora
vive en Junín de los Andes y tiene poco capital,
pero al menos puede pasar el día. Pero usted me ha
preguntado cómo empezó toda esta historia del
diputado indio. Le cuento. Téngame paciencia: sólo
fui hasta segundo grado, y no pude terminarlo. Un
día, no hace mucho, estaba tranquilo en mi tribu.
Entonces llegaron los políticos. Los indios hemos
desconfiado siempre de los políticos. Todos nos
prometieron mucho y no nos dieron nada. Sin
embargo, cuando me avisaron que habían llegado y
que pedían permiso para entrar en la escuela 43,
dije: "Está bien. Que entren. Para bien o para
mal, que entren". Acepté porque eran
justicialistas, y yo soy peronista desde que oí
por primera vez el nombre de Perón. Será porque en
ese tiempo mi hermana Ema estaba enferma de la
columna, se moría, y de pronto la fundación Evita
le mandó un pasaje para Buenos Aires, la internó
en tres sanatorios distintos, la curó. Hoy mi
hermana trabaja y tiene salud, y a mi eso me basta
para ser peronista. Pero sigo. Entraron los
políticos y dijeron: "No les prometemos nada. Ni
casas ni nada. Lo único que queremos es llevar a
uno de ustedes al Parlamento para que defienda los
derechos de sus hermanos". Ellos se fueron y
nosotros deliberamos. Un mes después, en Zapala,
se reunieron los caciques de las 30 tribus del
país, que representan a los 7 mil indios que
todavía quedan vivos. Había dos candidatos:
Amaranto Aigo y yo. A mí me conocían todos. No
había actuado en política, pero muchas veces había
defendido a gritos las tierras y los derechos de
los indígenas. Votaron los caciques por primera
vez, y sacamos 15 votos cada uno. Había que
desempatar. Pero ya se hacía de noche y el
resultado era siempre el mismo: empate 15 a 15.
Por fin, a uno de los caciques se le ocurrió una
solución: jugar la candidatura a cara o cruz. Tiró
la moneda al aire, salió cara, gané yo..."
Pero es duro salir de
la tierra, del desierto donde se ha vivido casi
medio siglo, y acostumbrar los pies al asfalto,
los ojos al neón, el cuerpo a los sillones de
cuero del Parlamento. Y es más duro todavía si el
único objetivo de ese viaje parece, a veces, una
causa perdida.
En la camioneta que
nos llevaba a la tribu de Colipilli —había que
hablar con los indios y escuchar su lamentos—,
Coifin me dijo, de golpe, con risa y amargura al
mismo tiempo:
—¿Sabe una cosa? Yo me
levanto todas las mañanas a las seis. Costumbre de
indio, no más. Y a las nueve llego a la
Legislatura. Soy el más inútil, pero el más
madrugador...
Intenté decirle que no
era el más inútil. Me atajó:
—Sí. Yo sé que entre
esos puebleros soy una especie de mono. Pero el
caso es que los indios nos hicimos viejos
esperando soluciones, y ahora yo tengo la
oportunidad de hacer algo por ellos. Por eso tengo
que aguantar. Porque nosotros sufrimos desde que
llegó Colón. Usted no sabe, usted no vio. Pero mis
hermanos trabajan desde el amanecer hasta la
noche, con lluvia, nieve o helada. No tienen
feriados, ni Navidad ni Año Nuevo. Viven enfermos
y cansados, en taperas y cuevas sucias, sin agua
ni luz.
En las tribus no hay
viviendas dignas, no hay médicos, no hay correo,
no hay policía. Los indios no figuramos ni en el
censo. ¡Si al menos tuviéramos escuelas! Pero hay
pocas. El ochenta por ciento de mis hermanos son
analfabetos. Y se mueren de hidatidosis, de
tuberculosis, de diarrea. A mí me dicen: "Vos
tuviste suerte, Coifin, vos pudiste salir de allí.
"Pero yo me pregunto: ¿para qué quiero salir de
allí, para qué me sirven los 640 mil pesos por mes
que gano si mis hermanos sufren?
Entra en la tapera. La
india lo saluda con solemnidad, una solemnidad que
no empañan los harapos ni las manos gastadas por
el trabajo. Se sientan alrededor del fuego, fuman,
mezclan el castellano con el intrincado mapuche.
Coifin abre un libro de lectura de primer grado y
les toma la lección a los más chicos. La ceremonia
termina al anochecer.
Vuelvo con Coifin a la
camioneta. Está cansado.
—Siempre lo mismo.
Quieren tierras, tierras para trabajar. Es la
única solución. Hay indios vagos, es cierto. Pero
cuando salen trabajadores nadie los detiene. Yo a
veces sueño. Quiero un país donde los indios
tengan todo lo que un ser humano tiene derecho a
tener. Y en esta lucha me voy volviendo un
resentido. Le digo una cosa: un día de éstos voy a
subir a un tren, voy a ir a Buenos Aires, voy a
hablar con Perón. ¿Sabe para qué? Para decirle:
"Vea, general, si no puedo hacer nada por mis
hermanos renuncio al Parlamento y me vuelvo con
los míos". Adiós a la Legislatura, al sueldo, a
los timbres, a las lucecitas, a todo. ..
Se baja en Zapala, en
un cruce de rutas, y camina hacia las luces del
pueblo. El viento parece doblarlo.
—Adiós. Mañana
temprano salgo para Los Miches, otra tribu. Andan
con problemas y han empezado a quejarse. Los
indios no saben leer, pero saben gritar. Algún
día...
En Buenos Aires releo
Malón contra Malón, el libro de Julio Aníbal
Portas. Y me da una clave y una síntesis:
"La conquista del
desierto fue un suceso histórico un tanto
desconcertante. En una evaluación estrictamente
numérica se podría decir que en una campaña cuyo
costo fue presupuestado en 1.600.000 pesos
fuertes, 6.000 soldados vencieron a 2.000 indios
en 6 meses sobre un terreno que abarcaba 20.000
leguas".
Tal vez Abelardo
Coifin, el primer diputado indígena del país, que
nació en 9 de Julio, no pudo terminar segundo
grado y resultó elegido por el azar de una moneda
que fue cara en la tierra, no conoce esa síntesis,
esa rotunda evidencia histórica. Por eso seguirá
"incómodo, fatigado y resentido", levantándose
cada mañana y ocupando su sillón en el Parlamento
y esperando el instante de arrojar como un
puñetazo todos los proyectos y los calvarios que
apunta día a día en esos papeles que todavía
esperan en las carpetas rosadas. Por ahora le
queda la esperanza.
Revista Gente y la
actualidad
8/11/1973
|