ABELARDO COIFIN. 44 AÑOS. EL PRIMER DIPUTADO INDIGENA DE LA ARGENTINA.
"ESTE HOMBRE ES NUESTRO PENI
(*) (PEÑI: HERMANO, EN LENGUA ARAUCANA)
NACIO UN 9 DE JULIO, NO TERMINO SEGUNDO GRADO Y SALIO ELEGIDO COMO DIPUTADO INDIGENA POR EL AZAR DE UNA MONEDA. DESDE EL SILLON NUMERO 24 DE LA LEGISLATURA DE NEUQUEN ABOGA POR LOS DERECHOS DE LOS INDIOS. RECLAMA TIERRAS, MEDICOS, ESCUELAS. CONFIESA QUE ESA LUCHA LO HA FATIGADO Y RESENTIDO. "SI NO CONSIGO LO QUE QUIERO —DICE— RENUNCIO Y ME VUELVO CON MI TRIBU."
Por ALFREDO SERRA. Fotos: JUAN JOSE PEREZ. Enviados especiales al Neuquén.

" . . .ellos fueron lanzados a distancias enormes, por terrenos desconocidos, en climas terribles. Sin remedios, sin comida, sin ropas, avanzaron en marchas agotadoras, atravesando las pampas, trepando los médanos, cruzando guadales interminables hundidos en la nieve, quemados por el sol, cubiertos por la escarcha, empapados por la lluvia, devorados por la sabandija".
(Julio Aníbal Portas, de su libro Malón contra Malón.)

El cielo se ha llenado de relámpagos desde temprano. A las 10 de la noche el agua barre las calles de Neuquén. Abelardo Coifin —la lluvia no le importa— sale del rosado edificio de la Legislatura a grandes trancos (camina inclinándose a un lado y al otro, como un barco que rolara), cruza la avenida grande y se mete en el restaurante Bariloche. El mozo lo conoce y conoce el menú de Coifin: un bife bien jugoso y una ensalada mixta con mucha, mucha cebolla.
Come rápido, paga, y al salir entiende —como todos los días— que poco tiene que hacer en el centro de esa ciudad que al fin y al cabo todavía le es extraña. Camina casi dos kilómetros con las manos en los bolsillos y llega a una casa cuadrada, blanca, con puertas grises recién pintadas. Allí vive desde hace unos meses con sus hijos Edmit, Noemí, Lindor Bautista y Néstor Claudio. Edmit, la mayor, tiene 18 años. Néstor Claudio, el menor, no ha cumplido 14 todavía.
Hay mate y conversación. La escuela, el trabajo, las compras del día. Edmit le pregunta, como cada noche:
—¿Y, papá? ¿Cómo le fue en la Legislatura?
Porque Abelardo Coifin, que camina apurado, que se resiste a apretar su cuello con una corbata, que no entiende la ciudad todavía, es diputado provincial por el justicialismo. El primer diputado indígena de la Argentina.

"Tengo 44 años. Soltero pero con hijos. Fui nacido en Las Lajas, en el departamento de Picunche, a 300 kilómetros de la ciudad de Neuquén. Soy indio, indio puro. Mis padres fueron Jacinto Coifin y Zulema Painebilú y tenían capital. Pero todo aquello se perdió. Cuando yo tenia 6 años me llevaron a la tribu de San Ignacio, la del cacique Namuncurá. Lindo tiempo aquél. San Ignacio era la mejor tribu. Los indios tenían tierras, sembraban, criaban ganado. Ahora sólo quedan 64, con hambre y miseria. A los tres meses de estar en San Ignacio murió mi padre y yo quedé como encomienda de pobre. Mi abuelo se hizo cargo de mí. Tuve que trabajar como un burro, porque llegaron los herederos de mi padre y me dejaron sin nada. Mi madre no recibió ni un poquito de tierra porque estaba separada de mi padre. Pero a lo mejor a usted no le importan estos líos de familia, discúlpeme. Éramos tan pobres, le juro, que nos sentábamos en cabeza de caballo. A veces yo me decía: "Parece que ser hijo de la tierra es una desgracia. . ." Y yo soy hijo de la tierra, te juro. Si hasta nací un 9 de Julio..."

En el tablero luminoso de la sala del Parlamento, Abelardo Coifin es el diputado número 24. Son las 5 de la tarde de un viernes cuando empieza la sesión. Se leen informes de rutina, se votan homenajes. Coifin lleva zapatos negros, un pantalón marrón muy arrugado, un cinturón negro del que cuelga un llavero, una camisa blanca, un pulóver verde con dibujos que le queda definitivamente corto. Como todas las mañanas ha luchado frente al espejo con su pelo corto, negro y duro, pero el agua y el fijador no han logrado gran cosa. No le importa demasiado, pero la ciudad es la ciudad.
Sentado en su silla mira fijo el micrófono y aprieta unas carpetas rosas llenas de proyectos que no se discutirán hoy. Por ejemplo, el 1264, que propone un cuarto litro de leche tibia y azucarada para todos los alumnos de las escuelas primarias de Neuquén. O el 1221, que exige el cumplimiento del estatuto del peón de campo. O el 1262, un programa de desarrollo integral para las tribus.
A las 8 de la noche, cuando termina la sesión, Abelardo Coifin es el último en abandonar la sala. Lo espero y me dice:
—Otro día perdido. Otro día sin poder hacer nada por mis hermanos.

"Mi madre fue muy digna, señor. Fue muy digna y trabajó mucho. Ahora vive en Junín de los Andes y tiene poco capital, pero al menos puede pasar el día. Pero usted me ha preguntado cómo empezó toda esta historia del diputado indio. Le cuento. Téngame paciencia: sólo fui hasta segundo grado, y no pude terminarlo. Un día, no hace mucho, estaba tranquilo en mi tribu. Entonces llegaron los políticos. Los indios hemos desconfiado siempre de los políticos. Todos nos prometieron mucho y no nos dieron nada. Sin embargo, cuando me avisaron que habían llegado y que pedían permiso para entrar en la escuela 43, dije: "Está bien. Que entren. Para bien o para mal, que entren". Acepté porque eran justicialistas, y yo soy peronista desde que oí por primera vez el nombre de Perón. Será porque en ese tiempo mi hermana Ema estaba enferma de la columna, se moría, y de pronto la fundación Evita le mandó un pasaje para Buenos Aires, la internó en tres sanatorios distintos, la curó. Hoy mi hermana trabaja y tiene salud, y a mi eso me basta para ser peronista. Pero sigo. Entraron los políticos y dijeron: "No les prometemos nada. Ni casas ni nada. Lo único que queremos es llevar a uno de ustedes al Parlamento para que defienda los derechos de sus hermanos". Ellos se fueron y nosotros deliberamos. Un mes después, en Zapala, se reunieron los caciques de las 30 tribus del país, que representan a los 7 mil indios que todavía quedan vivos. Había dos candidatos: Amaranto Aigo y yo. A mí me conocían todos. No había actuado en política, pero muchas veces había defendido a gritos las tierras y los derechos de los indígenas. Votaron los caciques por primera vez, y sacamos 15 votos cada uno. Había que desempatar. Pero ya se hacía de noche y el resultado era siempre el mismo: empate 15 a 15. Por fin, a uno de los caciques se le ocurrió una solución: jugar la candidatura a cara o cruz. Tiró la moneda al aire, salió cara, gané yo..."

Pero es duro salir de la tierra, del desierto donde se ha vivido casi medio siglo, y acostumbrar los pies al asfalto, los ojos al neón, el cuerpo a los sillones de cuero del Parlamento. Y es más duro todavía si el único objetivo de ese viaje parece, a veces, una causa perdida.
En la camioneta que nos llevaba a la tribu de Colipilli —había que hablar con los indios y escuchar su lamentos—, Coifin me dijo, de golpe, con risa y amargura al mismo tiempo:
—¿Sabe una cosa? Yo me levanto todas las mañanas a las seis. Costumbre de indio, no más. Y a las nueve llego a la Legislatura. Soy el más inútil, pero el más madrugador...
Intenté decirle que no era el más inútil. Me atajó:
—Sí. Yo sé que entre esos puebleros soy una especie de mono. Pero el caso es que los indios nos hicimos viejos esperando soluciones, y ahora yo tengo la oportunidad de hacer algo por ellos. Por eso tengo que aguantar. Porque nosotros sufrimos desde que llegó Colón. Usted no sabe, usted no vio. Pero mis hermanos trabajan desde el amanecer hasta la noche, con lluvia, nieve o helada. No tienen feriados, ni Navidad ni Año Nuevo. Viven enfermos y cansados, en taperas y cuevas sucias, sin agua ni luz.
En las tribus no hay viviendas dignas, no hay médicos, no hay correo, no hay policía. Los indios no figuramos ni en el censo. ¡Si al menos tuviéramos escuelas! Pero hay pocas. El ochenta por ciento de mis hermanos son analfabetos. Y se mueren de hidatidosis, de tuberculosis, de diarrea. A mí me dicen: "Vos tuviste suerte, Coifin, vos pudiste salir de allí. "Pero yo me pregunto: ¿para qué quiero salir de allí, para qué me sirven los 640 mil pesos por mes que gano si mis hermanos sufren?

Entra en la tapera. La india lo saluda con solemnidad, una solemnidad que no empañan los harapos ni las manos gastadas por el trabajo. Se sientan alrededor del fuego, fuman, mezclan el castellano con el intrincado mapuche. Coifin abre un libro de lectura de primer grado y les toma la lección a los más chicos. La ceremonia termina al anochecer.
Vuelvo con Coifin a la camioneta. Está cansado.
—Siempre lo mismo. Quieren tierras, tierras para trabajar. Es la única solución. Hay indios vagos, es cierto. Pero cuando salen trabajadores nadie los detiene. Yo a veces sueño. Quiero un país donde los indios tengan todo lo que un ser humano tiene derecho a tener. Y en esta lucha me voy volviendo un resentido. Le digo una cosa: un día de éstos voy a subir a un tren, voy a ir a Buenos Aires, voy a hablar con Perón. ¿Sabe para qué? Para decirle: "Vea, general, si no puedo hacer nada por mis hermanos renuncio al Parlamento y me vuelvo con los míos". Adiós a la Legislatura, al sueldo, a los timbres, a las lucecitas, a todo. ..
Se baja en Zapala, en un cruce de rutas, y camina hacia las luces del pueblo. El viento parece doblarlo.
—Adiós. Mañana temprano salgo para Los Miches, otra tribu. Andan con problemas y han empezado a quejarse. Los indios no saben leer, pero saben gritar. Algún día...
En Buenos Aires releo Malón contra Malón, el libro de Julio Aníbal Portas. Y me da una clave y una síntesis:
"La conquista del desierto fue un suceso histórico un tanto desconcertante. En una evaluación estrictamente numérica se podría decir que en una campaña cuyo costo fue presupuestado en 1.600.000 pesos fuertes, 6.000 soldados vencieron a 2.000 indios en 6 meses sobre un terreno que abarcaba 20.000 leguas".
Tal vez Abelardo Coifin, el primer diputado indígena del país, que nació en 9 de Julio, no pudo terminar segundo grado y resultó elegido por el azar de una moneda que fue cara en la tierra, no conoce esa síntesis, esa rotunda evidencia histórica. Por eso seguirá "incómodo, fatigado y resentido", levantándose cada mañana y ocupando su sillón en el Parlamento y esperando el instante de arrojar como un puñetazo todos los proyectos y los calvarios que apunta día a día en esos papeles que todavía esperan en las carpetas rosadas. Por ahora le queda la esperanza.

Revista Gente y la actualidad
8/11/1973





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