Las memorias de Alfredo L. Palacios
relatadas a Norma Dumas
Alfredo Palacios

Nací un 10 de agosto en Buenos Aires, en un barrio oligarca: Uruguay y Córdoba. Claro que en aquellos tiempos no era tan aristocrático; las casas eran bajas, y uno salía a caballo por la ciudad saludando a las novias que estaban en los balcones. Era una linda época, muy romántica.
Soy nieto de andaluz, por parte de mi padre, y de catalán, por línea materna: el ensueño y el trabajo. Éramos en total diez hermanos, cinco mujeres y cinco varones, de los que sólo quedamos yo y dos de mis hermanas. Las mujeres parecen ser más resistentes al dolor y viven más que nosotros.
De Uruguay y Córdoba fuimos a vivir a la calle Santa Fe, entre Montevideo y Rodríguez Peña, a una cuadra del colegio que ahora se llama "Onésimo Leguizamón", donde pasé cinco años del curso primario. Aun ahora siento emoción cada vez qué paso por Paraná y Santa Fe, porque está igual que entonces. Tuve maestros que todavía recuerdo, entre ellos una señorita muy jovencita y tímida, muy rubia. Cuando hacíamos bochinche la chica lloraba, y un día me dio mucha tristeza y me puse de acuerdo con tres o cuatro muchachos para defender a la maestra. Desde ese día no hicimos más bochinche.
Antes de cumplir los 11 años entré en el Colegio Nacional Central, el actual Colegio Nacional. Lo que más me ha quedado grabado es el famoso patio de arena, un gran recinto descubierto donde hacíamos ejercicios, corríamos, saltábamos. Entre mis compañeros tenía a Rodolfo Moreno, que llegó a ser gobernador de la provincia de Buenos Aires, y recuerdo que siempre discutíamos porque a los dos nos gustaba el latín y queríamos cada uno ser el primero en la materia. También estaba Francisco Ramos Mejía, que después fue miembro de la Suprema Corte, y un nieto de Narciso Laprida.
Entre los maestros había un hombre eminente, el ingeniero don Valentín Balbín, profesor de matemáticas y siempre muy serio, muy grave. Lo recuerdo especialmente porque un día se produjo un verdadero escándalo relacionado con mi hermano mayor, llamado Aurelio, igual que mi padre. El profesor Balbín, amigo de la familia, lo llamó a dar lección y mi hermano no sabía nada (a los Palacios las matemáticas no nos gustaban). Don Valentín le dijo entonces: "Eres hijo de un hombre de talento, y sin embarco tú eres un burro". Mi hermano se enfureció, y tomando la tiza y el borrador se los tiró por la cabeza. El iconoclasta había volteado al ídolo. Poco después mi hermano fue expulsado.
A los 16 años salí del Colegio Nacional y entré en la Universidad a estudiar Derecho. Ya tenía novia desde los 14 años, y a pesar de que entonces las cosas eran muy diferentes a las de ahora todas las novias han sido siempre divinas y yo me iba todas las tardes a pararme en la esquina de su casa, aunque lloviera y tronara. Me conformaba con que moviera la cortina para hacerme saber que me había visto apostado en la esquina. Sin embargo, nunca me casé. Me asomé muchas veces al abismo, pero tuve vértigo.
En la Facultad de Derecho me recibí a los 21 años, sin ser todavía mayor de edad. Había tenido, por supuesto, muchos compañeros que después fueron hombres importantes. Seguía conmigo Rodolfo Moreno, futuro autor del Código Penal, y también estaba Jesús H. Paz, que llegó a ser un gran profesor de Derecho Civil. Pero el que fue mi verdadero cama rada fue un muchacho llamado Mariano Baigorri, a cuyo hijo he visto ahora figurar en el Partido Conservador. No había en aquellos tiempos ninguna mujer en la Universidad; todo lo contrario de ahora, en que parece haber más mujeres que hombres. En la calle, claro, se decían piropos a las chicas, pero nunca groserías. Había mucho respeto. Ahora existe en lugar de eso una camaradería que teóricamente puede ser conveniente, pero que no sé si va a dar buenos resultados.

"EN AQUELLOS TIEMPOS LEER LOS EVANGELIOS ERA MUY COMUN."
Me recibí con peripecias. La Facultad me rechazó la tesis porque era de esencia socialista y yo había escrito sobre la miseria y sobre la situación de la clase trabajadora. Se me dio un plazo de 24 horas para presentar otro, trabajo; lo escribí, y así pude recibirme. Sólo después ingresé en el Partido Socialista.
Siempre tuve una tendencia natural hacia los pobres, y eso lo aprendí leyendo los Evangelios. Mi madre, Ana Ramón (el apellido de Ramón y Cajal, pues soy pariente de él), era muy religiosa y me enseñó esa práctica. Ahora nadie lo hace, pero en aquellos tiempos leer los Evangelios era muy común. Allí aprendí que Jesús velaba siempre por los pobres y humildes, y que Él mismo andaba descalzo. Yo sentía una atracción enorme por la figura de Jesús, e incluso iba a la iglesia, más precisamente a la del Colegio del Salvador, donde estudié también Un año. Pero cuando vi las miserias de los obreros y las injusticias me incorporé al partido.
Decir entonces socialista era tanto como decir comunista ahora. El socialista era un hombre al que se lo dejaba siempre un poco al margen de la sociedad, y la opinión general lo consideraba siempre ateo. Mi madre, sin embargo, estaba muy satisfecha, porque era auténticamente cristiana, cosa que no lo son muchos católicos. Ella ha sido la verdadera inspiradora de toda mi trayectoria en el campo de las ideas.
Una vez, siendo niño, encontré en la acera un billete. Era una cantidad considerable de dinero, al menos para mí, y entré corriendo a comunicárselo a mi madre: "¡Mira, mamá, lo que encontré en la vereda!". Mi madre no me dijo nada, pero me tomó de la mano y me llevó a la puerta. Allí me retuvo inmóvil durante media hora, o tal vez más, sin que yo pudiera imaginarme qué era lo que sucedía. Al fin pasó un hombre que evidentemente buscaba algo con gran ansiedad. "¿Qué busca, hermano?", le preguntó ella. Y resultó ser el dueño del dinero, que se lo llevó con grandes muestras de agradecimiento. Fue una lección que nunca pude olvidar. A través de mi madre yo pasé por Cristo para llegar al socialismo.

"NOMBRAR A TODOS MIS OPONENTES SERIA OSTENTACION,"
Otro de los prejuicios en contra del partido lo acusaba, no sin cierta razón, de exagerado. Se expulsaba por ejemplo al que se casaba por la Iglesia (ahora ya no) y también se condenaba estrictamente el duelo, Yo fui expulsado precisamente por esta razón y estuve 15 años separado del partido, hasta que en 1930 el mismo comité ejecutivo me pidió que volviera. La disposición en contra del duelo fue borrada, tal vez un poco a causa de mí.
Yo considero al duelo como un resabio de la Caballería de la Edad Media. Cierto es que Cristo nos enseñó también a "poner la otra mejilla", pero hoy eso es imposible.
Mi primer duelo fue en el año 1913, y si dijera que me batí por una mujer estaría diciendo la verdad. En total me batí cinco veces y siempre terminé lastimando a mi contrario, salvo una vez, en que el duelo fue a pistola y los dos salimos ilesos. Esa vez me estaba enfrentando con Fermín Rodríguez, gran amigo, que había actuado como mediador en un desafío entre el doctor Estanislao Zeballos y yo. El dictamen de mis dos padrinos había sido: "No hay lugar a duelo", y yo, indignado, los había desautorizado públicamente. Entonces Fermín Rodríguez y Beascoechea, mi otro padrino, me habían retado a su vez. La policía detuvo a Beascoechea rumbo al campo del honor, pero Rodríguez consiguió llegar a la cita y nos vimos frente a frente. El duelo era a pistola, pero ambos apuntamos al cielo. Yo, por lo menos, no podía matar a un amigo, y creo que a Fermín Rodríguez le pasó lo mismo.
Como se ve, no siempre me he batido por una mujer e incluso lo he hecho por discusiones en la Cámara. Nombrar a todos mis oponentes parecería ostentación. El último duelo que sostuve tuvo lugar hace unos 10 años. La esgrima es un deporte completo, que desarrolla la vista a tal extremo que yo leo sin anteojos.

"TIENE RAZON EL DIPUTADO PALACIOS."
Una vez recibido de abogado me dediqué a ejercer mi profesión, porque en verdad era muy pobre, y abrí un estudio en Viamonte, entre Montevideo y Paraná. De allí pasé después a la calle Córdoba. Mi estudio se llenaba de obreros, que casi siempre yo atendía gratuitamente. A veces se trataba de cuestiones sencillas, pero otras eran asuntos realmente complicados, y en relación con esto tengo un recuerdo muy cariñoso de uno de mis profesores, el doctor Osvaldo Magnasco.
Vivía en Santa Fe y Talcahuano, y yo iba muchas veces a decirle: "Maestro, tengo un asunto que yo no puedo resolver". El doctor Magnasco era un hombre sumamente hermoso, de cabellos negrísimos y ojos encendidos como carbones, y me contestaba con su voz profunda: "Siéntese, le voy a dictar". Y así, yo llevaba el escrito de un gran maestro, siendo un abogadito. Mis grandes asuntos vinieron mucho después. Tengo el recuerdo honroso de haber defendido a la Suprema Corte ante el Senado en tiempos de Perón. El presidente del Senado ordenó que me sacaran por la fuerza del recinto, y salí junto con Mariano Drago, el hijo de Luis María Drago.
Mi vida política comenzó realmente a los 24 años, cuando fui elegido diputado por la Boca, aunque no tenía todavía la edad para mi cargo. En esa época se elegía diputados por circunscripciones de la Capital. Fue entonces cuando inicié todas las leyes obreras, después de luchas muy grandes con la oligarquía. Mis colegas en la Cámara eran Emilio Mitre (un gran hombre); el general Manuel J. Campos, que encabezó la revolución del 90; Alberto Capdevila, jefe de policía durante la presidencia de Juárez Celman; Belisario Roldán, un gran orador y un gran poeta. También fui colega de Carlos Pellegrini, y una vez le impugné su diploma porque había comprado votos. Pellegrini reaccionó con moderación magnífica. "Tiene razón el diputado Palacios" dijo. "Pero el voto comprado es libre, y es un adelanto con relación al fraude." Por entonces se reunían los líderes para tratar la implantación del voto secreto, que recién apareció con Roque Sáenz Peña.

"EL TANGO ERA SOLO BAILADO POR LOS COMPADRITOS."
En aquellos tiempos no había cine, pero yo solía ir mucho a los teatros y conocí a grandes artistas: Casaux, los Podestá (Jerónimo y Pablo, que era un trágico magnífico), Muiño, Alippi y Parravicini, todos muy amigos míos. El tango era sólo bailado por los compadritos en las esquinas o en los cafetines; en los salones se bailaban los valses espléndidos de Strauss y el que fue más famoso en la época: Sobre las olas. Con referencia a éste me sucedió algo muy gracioso en Méjico. La Universidad de este país me invitó a dar un curso en tiempos en que era ministro un hombre ilustre, don José Vasconcellos. Cierta vez Vasconcellos me dijo: "Vamos a ver las chinampas", que eran unas magníficas islitas flotantes donde se hacían fiestas. Fuimos en una lancha, y en cuanto llegamos empecé a oír Olas, que al llegar. . . "Pero, amigo, ¿aquí también?", le pregunté a Vasconcellos, que me contestó entonces: "¿Usted ignora que Sobre las olas es de un mejicano?"
Era también la época en que no había muchacha que no recitara el famoso "Nocturno" de Manuel Acuña, aquel que dice: "Pues bien, yo necesito decirte que te quiero. .." Acuña se había enamorado de la novia del poeta Flores y acabó pegándose un tiro. Son versos magníficos por su sentimiento. "Comprendo que tus labios jamás han de ser míos, comprendo que tus ojos no habré de ver jamás.. ."
También en tiempos en que yo fui elegido por la Boca, los escritores del momento eran José Ingenieros (fue como un hermano mío), Martínez Cuitiño, Alberto Gerchunoff, el dramaturgo Iglesias, Ricardo Rojas, Manuel Gálvez. Yo por mi parte tenía ya la misma estampa de ahora. El cabello largo me gustaba, un poco porque había muchos escritores que lo usaban así y me parecía muy romántico. Y mi sombrero, que yo mandaba hacer especialmente, me costó algún disgusto. La primera vez que me lo puse pasé por Florida, y un joven que estaba en una esquina se burló de mí. Lo agarré a trompadas, nos separaron y yo seguí mi camino. Al otro día volví a pasar y no me molestó.
Tal vez la figura que yo más admiraba por entonces era Leandro Alem, a quien en mis tiempos de estudiante solía ver venir
por la calle San Martín hacia Corrientes. Me imponía su figura magnífica, su barba blanca, su galera de pelo echada hacia atrás, y lo veneraba por su honestidad.

"FUI DERECHITO A UNA CELDA."
He vivido mucho y he actuado mucho. En 1911 tuve mi primera cátedra en Buenos Aires, y dicté Filosofía del Derecho. En 1916 fundé una nueva: Derecho del Trabajo, y seis años después inauguré en La Plata, en la Facultad de Ciencias Económicas, los cursos de Política Económica. Después llegué a ser decano de la Facultad de Derecho, y cuando subió el general Uriburu, el 6 de septiembre de 1930, dicté una resolución en contra suya diciendo que no obedecería a una dictadura. Como consecuencia fui derechito a una celda, cosa que volvió a pasarme varias veces en tiempos de Perón.
Poco después de reintegrarme al partido fui elegido senador y retuve ese cargo durante tres períodos, a partir de 1932. Hace dos años volví a serlo, después de una elección que seguramente todos recordarán y en la que triunfé ampliamente, y en la actualidad he vuelto con verdadera alegría a la Cámara joven, donde hice mis primeras armas y tuve mis primeros triunfos, porque me permite hacerme la ilusión de que los años no me abruman.
También alrededor de 1932, poco antes de su muerte, me hice muy amigo de una figura muy popular que vino espontáneamente a conocerme: Carlitos Gardel. Yo lo hacía venir frecuentemente a mi casa y lo hacía cantar sin música, porque su voz era admirable. Era un hombre sumamente simpático. Pocos años después me centralicé en La Plata, porque en 1939 fui elegido presidente de la Universidad. Estoy especialmente satisfecho de haber fundado al año siguiente la cátedra de Cultura Humanista, para la cual llamé a Pedro Henríquez Ureña, a Francisco Romero y a dos filósofos de Tucumán. Las materias no perduraron, porque en 1941 el señor Perón, que aún no era presidente pero era el que mandaba, las hizo eliminar.

"SOY UN HINCHA DE MELPOMENE."
Me alegra mucho que me hayan invitado a hablar sobre todos estos asuntos en la revista "Atlántida", porque tengo una vieja relación con ella, donde he colaborado en otros tiempos a pedido de su director. Se me pidió una vez un comentario sobre Arturo Capdevila, personalidad múltiple, y yo me referí solamente a un aspecto poco conocido de su vida: hablé de Capdevila, estudioso de la teosofía, como se ve en el poema titulado "Melpómene", tal vez una de sus mejores obras. Y a ese respecto querría referir una anécdota.
Un día, encontrándose en mi casa el gran poeta, me invitaron a visitar la cárcel de Villa Devoto. Acepté, y en compañía de Capdevila, guiados ambos por el director de la cárcel, recorrimos los diversos pabellones. Yo era entonces legislador como ahora, y los procesados expresaron su simpatía al verme llegar, pensando sin duda que yo iba a proponer mejoras en el régimen penitenciario. Con gran sorpresa mía, cuando ya terminábamos nuestra visita y nos hallábamos en el pabellón de procesados de cierta cultura, resonó de repente un grito: "¡Viva Capdevila!" Quedamos absortos. El director llamó al que había gritado y le dijo: "¿De manera que usted conoce al poeta?" Y el procesado contestó: "Sí, señor; soy un hincha de Melpómene", lo que provocó el regocijo de todos nosotros. El gran poeta, que es además un hombre de ciencia, tiene conmigo una amistad fraternal.
Muchos amigos han pasado por aquí a lo largo de una gran parte de mi vida. Vivo en esta casa de la calle Charcas desde hace sesenta años. Cuando vine se levantaba en medio de un baldío, y aunque estoy a varias cuadras de la plaza Italia podía ver desde aquí la entrada del Jardín Zoológico. Cierta vez, como el propietario anterior había amenazado con desalojarme y yo lo había desafiado a entablarme juicio, la casa salió a remate y la compró el ex presidente del Banco Hipotecario Alfonso Romanelli. Sigue siendo de él, porque cada vez que me la ha querido regalar no la he aceptado. Pero lo que no he conseguido es que me cobre alquiler.

"SON COSAS DE PALACIOS.
Mi primer cargo diplomático fue el de embajador argentino en la República del Uruguay después de la caída de Perón, distinción que acepté con placer porque mis padres eran uruguayos y ambos pueblos estaban en esos momentos un poco disgustados. Allá me quieren más que en mi país, y efectivamente hice algunas cosas agradables, simpáticas. Por ejemplo, el día de Reyes resolví hacer una gran fiesta para los niños en la misma Embajada, y pedí juguetes a las casas de Buenos Aires. Había reunidos de tres mil a cuatro mil juguetes, e invité a varias familias uruguayas para que se ocuparan de la distribución, porque pensaba abrir las puertas de la casa. Tomé el teléfono y me comuniqué con el doctor Zuviría, presidente de la República. "Si tiene tiempo, venga", le dije, "porque va a ser un hermoso espectáculo". "¡Pero qué barbaridad ha hecho!", me contestó. "¡Le van a invadir la Embajada!" "No se preocupe, hay mucha gente de vigilancia."
Llegó la hora y había una Cola de más de dos cuadras. Cuando se abrieron las puertas entró la multitud, y parecía la invasión de los indios. Voltearon a los guardias, y en media hora todo quedó como si hubiera pasado la langosta.
Yo fui un embajador que odiaba el protocolo. Jamás fui a una reunión sino de saco y con mi poncho, como siempre. Al principio chocaba, pero después se acostumbraron y decían: "Son cosas de Palacios".
Cuando mataron al presidente Somoza el gobierno argentino me mandó decir que pusiera la bandera a media asta, pero yo me negué. "La bandera argentina no se pone a media asta por la muerte de ningún bandolero", contesté. La única bandera que ese día estuvo al tope fue la nuestra. En realidad en el Uruguay son muy valientes; la Cámara se reunió especialmente y se puso de pie en homenaje al que mató a Somoza. En el himno uruguayo dice: "Si enemigos, la lanza de Aquiles; si tiranos, de Bruto el puñal". Fui embajador cerca de dos años, y es interesante pensar que pocos años antes había sido sólo un exiliado en el mismo país, pues cuando no aguanté más la dictadura me escapé por avión al Uruguay. Durante toda la época de Perón había tenido mi estudio y había seguido dando clases, pero cada vez que empezaba entraba la policía.
He hecho muchas cosas buenas y tal vez muchas cosas malas, pero si he hecho estas últimas ha sido siempre con un propósito patriótico. Actualmente sigo con mis cátedras de Política Económica y Derecho del Trabajo, y tengo setenta libros publicados. Ha sido una trayectoria larga, pero creo que de algún modo, y no sólo en mi apariencia, sigo siendo el mismo de siempre.
Querría hacer notar que todo esto que he manifestado ha sido en respuesta a amables preguntas que se me han hecho. Yo tenía mis reparos porque entiendo que las "memorias" las escribe un hombre cuando ha perdido precisamente la memoria y ha perdido los escrúpulos tanto como para elogiarse a sí mismo. Nadie cuenta anécdotas en donde no quede bien parado. Por eso, y como disfruto del diálogo, me habría gustado más que éste hubiera quedado consignado. No soy hombre de monólogos.
Revista Atlántida
12/1963

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