Arminda Aberastury
Servir a la comunidad

Su espíritu inquieto, su temple férreo, inteligencia sagaz y despejada, unidos a la pujante actividad que desplegaba, le permitieron desarrollar en su ciudad y su país una extensa y fructífera labor cuyos alcances trascendieron al plano internacional, tanto en América toda como en Europa. Profesora en pedagogía, se interesó muy tempranamente por el psicoanálisis, en la época en que comenzaban a circular en la Argentina las obras de Sigmund Freud, mucho antes de la llegada de los primeros psicoanalistas refugiados de la conflagración europea. Su enlace con Enrique Pichón Riviére, revolucionario psiquiatra argentino que introdujo el enroque dinámico y social en el tratamiento de las enfermedades mentales, le dio el aliento y el apoyo necesarios para iniciarse como psico-terapeuta infantil en el entonces Hospicio de las Mercedes (hoy Hospital Nacional "José T. Borda"), en 1938. Su preocupación eran los niños considerados oligofrénicos y que ella, merced a su trabajo, recuperaba para el aprendizaje escolar y la vida normal.
Cuando se organizó la Asociación Psicoanalítica Argentina en 1942 se unió a su marido, descollando, posteriormente, como analista didáctica en la formación de analistas. Empero, esta tarea, bastante absorbente de por sí, no la apartó de su interés específico por el conocimiento psicológico y la terapia de niños y adolescentes, a los que dedicó gran parte de su esfuerzo. Con la incorporación de las teorías de Melanie Klein, perfeccionó un enfoque auténticamente nacional en esa especialidad. Es un enfoque que contempla las características particulares de la familia argentina y, en tal sentido, se diferencia netamente del psicoanálisis de niños que, bajo las directivas de Anna Freud, se practica en los Estados Unidos. Su concepción del niño dentro de la familia le otorga a aquél jerarquía de individuo en sí mismo, con una mentalidad independiente, la cual trasciende los límites de la natural dependencia con sus padres. Dentro de estos lineamientos, mantenía una controversia tajante pero cordial con la escuela norteamericana, uno de cuyos postulados es que el niño debe ser previamente reeducado a través de sus padres para acceder a la terapia, y el terapeuta debe impartir directivas precisas en el trascurso del tratamiento. Para Arminda Aberastury, el niño es un individuo en sí mismo y merece y puede ser abordado psicoanalíticamente, sea cual fuere su problema psicológico o su nivel social-económico.
Ya en 1948 comenzó a formar analistas de niños, y, posteriormente, cuando se organizó el Departamento de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, propició la especialización de sus alumnos y egresados en la clínica infantojuvenil. Perteneció, además, al cuerpo de profesores de esa casa de estudios, cargo al que renunció en las circunstancias difíciles y penosas del año 1966.
Tales convicciones la impulsaron a desarrollar una vasta tarea de asesoramiento en diversos servicios hospitalarios que comenzaron, entonces, a dedicarse a la psiquiatría y psicología infanto-juveniles. Sin quitar méritos a otras personas, es posible afirmar que, gracias a esa labor, hoy en día no existe un solo hospital general, en ciudades importantes de la Argentina, que no disponga de un centro dedicado a esta especialidad, y que son millares los niños y jóvenes pertenecientes a las capas más modestas de la población que se benefician anualmente con los aportes de Arminda Aberastury en la materia. Es que no se limitó exclusivamente a desarrollar el psicoanálisis infantil sino que alentó y creó diversas aplicaciones que fueron adaptadas para la labor hospitalaria.
Entre esas aplicaciones su labor más meritoria fue quizá la orientación de padres en grupos. Esta orientación abarcaba no solamente la comprensión y el respeto por el niño sino también la resolución de los conflictos en los progenitores que pudieran trabar su aproximación a los hijos.
Otro aspecto importantísimo fue su labor con los pediatras de distintos hospitales de Buenos Aires. A la larga lista de trastornos psicológicos superables mediante el tratamiento, dificultades de aprendizaje, perturbaciones del sueño o los diversos desvíos en la conducta, se sumaron, a partir de entonces, toda la gama de enfermedades psicosomáticas: enuresis, asma, encopresis, bronquitis, anorexias, obesidad, enfermedades de la piel, del tracto digestivo, artritis, etcétera. Estos temas fueron investigados exhaustivamente bajo su esclarecida conducción y, en la actualidad, no ofrecen dificultad alguna para su abordaje y resolución. Asimismo, dejó abierto el campo para el abordaje de situaciones fatales como la leucemia.
No menos trascendente resultó su contribución a los odontólogos de niños, que al perfeccionar con su ayuda las técnicas de abordaje psicológico para el tratamiento dental pudieron, finalmente, superar las enormes dificultades que ofrecían los pequeños pacientes para las distintas intervenciones destinadas a proteger su segunda dentición. Conviene destacar, finalmente, su lúcido interés por todas las expresiones del niño, tanto en el juego como en el dibujo. Son numerosos sus aportes en este sentido, de los cuales menciono especialmente su libro El niño y sus juegos (Ed. Paidós, 1968), poético y esclarecedor informe acerca de la actividad lúdica normal según la cronología evolutiva, de suma utilidad tanto para padres como educadores, único en su género en la literatura universal.
Sus otras obras, Teoría y técnica del psicoanálisis de niños (Paidós, 1962), Aportaciones al psicoanálisis de niños (Paidós, 1971), Adolescencia (Ed. Kargieman, 1970), Adolescencia normal (Paidós, 1970), El juego de construir casas (Paidós, 1961), tuvieron vasta repercusión y contribuyeron a difundir la enseñanza de la psicología y el psicoanálisis de niños y adolescentes.
Sus aportes a la ciencia psicoanalítica fueron trascendentales. La comprensión de los procesos mentales durante el aprendizaje de la marcha y del habla, así como también en el trascurso de la dentición, fueron reconocidos mundialmente, al igual que su postulación de una fase genital temprana, en el segundo semestre de vida del bebé, o sus contribuciones a la pedagogía psicoanalítica. Todos ellos quedaron recogidos en numerosos artículos publicados en revistas nacionales y extranjeras.
Su desaparición constituye un gran pesar para todos aquellos que la conocieron en su bondad, desinterés, su claro y preciso discernimiento, innata cordialidad y espíritu jovial. Pacientes, amigos y alumnos la recordarán sobre todo como a la persona que tuvo la genialidad de crear una técnica destinada al futuro del país destinada a recuperar el niño enfermo psíquicamente, resolviéndole las trabas que luego, en la edad adulta, podrían condicionar un padecimiento incurable.
Raquel Soifer
PANORAMA, DICIEMBRE 7, 1972

 

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