Noviembre de 1925. De
regreso a sus hogares los habitantes de Buenos
Aires se enteran por los diarios de la tarde que
ese sábado 31 de octubre ha muerto José
Ingenieros. También leen, con nostálgica sorpresa,
el suicidio del cómico francés Max Linder y su
esposa, Helena Peters, en París.
Ajenos a ello, en el
Hospicio de las Mercedes, popularmente conocido
como "el loquero de Vieytes", a poca distancia del
bullicio céntrico, flanqueado de casas chatas,
corralones, vías ferroviarias y silentes calles
empedradas, la caliente primavera permite a los
internados salir de los hediondos pabellones y
disfrutar del aire limpio bajo la sombra de los
árboles del gran parque. Las alienadas lavan y
tienden sus ropas en largos alambres, que cimbran
pesadamente, agitados por el viento. En el
pabellón de los enfermos pudientes los internos
pasan el tiempo leyendo, jugando al ajedrez, al
dominó y a las damas, o se entretienen con tareas
manuales y en largas conversaciones. Las celdas
tienen sus puertas abiertas y quienes las habitan
pueden recorrer el pabellón sin inconvenientes.
Cuando se ponen intratables, el aislamiento con
chaleco de fuerza y duchas por unos días, los
vuelve a tranquilizar. Una decena de enfermos
pobres les sirven de mucamos, lavanderas y
asistentes, por unos pesos mensuales que pagan sus
parientes. Estos internos viven en un pabellón
vecino al de los alienados, al que tienen acceso a
través de un corredor.
En una de las celdas
privilegiadas hay dos jóvenes: José Eugenio
Zuloaga, irritable y desdeñoso, que comparte la
habitación con Jorge Ernesto Pérez Millán,
taciturno, nervioso e impaciente por salir de ese
infierno, pues no está loco ni mucho menos. El
asesino de Kurt Gustav Wilckens, 30 meses antes,
en la Cárcel de Encausados (SEMANA GRAFICA Nº 19)
ha sido alojado en el hospicio después de ser
condenado a 8 años de prisión por el juez García
Rams y está en el manicomio desde abril de ese
año. Las influencias de sus protectores, los
doctores Manuel Carlés, Joaquín de Anchorena,
Domingo Schiaffino y el escritor Josué Quesada,
más la habilidad de sus defensores —dos abogados
contratados. por Carlés— logran que la justicia,
al fallar en la causa por homicidio
(innegablemente alevoso y premeditado) señale como
atenuantes "la vida aventurera y agitada de Pérez
Millán... su idealismo, sus inclinaciones
artísticas... sus luchas en el Sur con los
huelguistas revolucionarios... su desarmonía
familiar" y, sobre todo, "... las indudables
anomalías psíquicas del prevenido y la neurastenia
que padece", para aplicarle la pena mínima: 8
años.
Pero Pérez Millán
Temperley ha tenido que aceptar el calificativo de
loco para eludir una condena a perpetuidad o a 30
años y eso lo indigna. El cree que al asesinar a
Wilckens en su celda de la prisión, valiéndose de
su condición de guardiacárcel, ha cometido un acto
de justicia, y se queja continuamente a su padre y
los escasos amigos que, alguna vez, lo visitan,
por tener que soportar la compañía de los
dementes, estando él en completa lucidez y
habiendo
prestado un servicio a
la sociedad al eliminar a un peligroso anarquista,
extranjero además.
En la noche del 15 al
16 de junio de 1923, el guardia-cárcel Jorge
Ernesto Pérez Millán Temperley —puesto que había
obtenido 4 meses antes por mediación del doctor
Carlés— mató al procesado Kurt Wilckens, asesino
del teniente coronel Varela, mientras el ácrata
alemán dormía. La conmoción que se produjo en las
organizaciones sindicales y los grupos anarquistas
fue tremenda. Wilckens murió en la madrugada del
domingo 17 y a medianoche comenzó la huelga
general, declarada por los sindicatos anarquistas,
socialistas y comunistas, que estos últimos
levantan el 18 y los libertarios recién el 21.
Los sindicatos
retornaron a las luchas inmediatas y los partidos
políticos a preocuparse por los debates
parlamentarios. El gobierno y los radicales de
ambas tendencias se apresuraron a echar tierra
sobre el asunto, que era molesto, irritante y
peligroso. A Pérez Millán Temperley le
retribuyeron consiguiéndole una leve condena, que
lo declaraba perturbado por "... padecer de
delirio persecutorio sistematizado de los
degenerados."
Los anarquistas ven en
Wilckens al militante revolucionario de la causa
obrera, que se sacrifica conscientemente para que
la represión a sus hermanos sea castigada. Y entre
los libertarios empecinados, que solamente creen
en la acción directa, hay algunos realmente
excepcionales, como el ruso Boris Wladimirovich,
que cumple en el tétrico penal de Tierra del Fuego
una condena de 25 años por el asalto a una agencia
de cambios, con otros anarquistas como él, para
obtener fondos y montar una imprenta clandestina.
Después del asalto y lejos del lugar donde
ocurrió, uno de los cómplices mató a un policía y
la justicia le carga esta muerte a Wladimirovich,
pese a probarse que no se hallaba allí y no había
usado su revólver. Recibe la sentencia máxima,
cadena perpetua, que cumple en el penal de
Ushuaia. Está allí con otros anarquistas cuando
llegó la noticia del asesinato de Wilckens por
Pérez Millán.
La indignación de los
anarquistas, que tenían gran respeto y aprecio por
el alemán libertario, pronto se resuelve en la
decisión de castigar al criminal y luego de largas
discusiones, razonamientos y compulsa de
circunstancias, aceptan el ofrecimiento de
Wladimirovich, que abona su propuesta en el hecho
de estar semiparalítico y en que morirá de todos
modos, en la prisión fueguina. Boris Wladimirovich
es muy respetado por sus camaradas. Culto,
infatigable lector y escritor él mismo, astuto,
paciente, y de gran experiencia combativa, es
también hombre de acción, un ruso típico;
sentimental, desorbitado y místico.
El ruso pone en
ejecución su plan de inmediato. Durante varias
semanas se hace el loco (un día lo encuentran
rezando, de rodillas, en su celda; signo
manifiesto de demencia en un anarquista) y logra
que el médico aconseje su traslado al Hospicio de
las Mercedes, único lugar para albergar locos
delincuentes. Su ingenio le dictará, luego, lo
que, debe hacer en el loquero para cobrarse la
muerte de Wilckens. Ha salido airoso de muchas
pruebas en su azarosa vida de tira bombas en
Petrogrado, París y Barcelona.
Wladimirovich comparte
el pabellón de delincuentes perturbados con 15 de
éstos, que está muy lejos del lugar de alojamiento
de los internos pudientes. No podrá llegar
personalmente basta Pérez Millán. Pero, luego de
observar cuidadosamente el movimiento y la
ubicación de los enfermos, descubre a un amigo
entre los enfermos pobres que sirven a los del
pabellón privilegiado. Es un ser pequeño,
contrahecho y manso, aunque periódicamente tiene
accesos de furia, que pasan pronto y vuelve a sus
funciones de mucamo, servicial y eficiente. Nacido
en Yugoslavia, dejó la tierra natal al morir sus
padres, trabajó de camarero en barcos alemanes y
llegó al país en un buque italiano, quedándose
aquí. Trabajaba con el médico De la Peña, cuando
éste lo despidió al notar sus signos de locura y
el sirviente lo mató. Le dieron 18 años de prisión
en el loquero. Cuando esperaba la sentencia en la
Cárcel de Encausados conoció a Wladimirovich y
quedó deslumbrado por la personalidad del ruso,
que hablaba varios idiomas y sabía muchas cosas.
Poco trabajo le costó
a Boris meter en el limitado cerebro del loquito
bueno la idea del crimen y la forma de llevarlo a
cabo. Hasta le enseñó, paciente y detalladamente,
lo que tenía que decir una vez consumado el hecho.
El le avisaría cuándo debía hacerlo y le
suministraría el arma. Esta fue pasada por tres
anarquistas, visitantes domingueros de
Wladimirovich, oculta en una bolsa con frutas.
Estos, Timofey Derevianka y Simón Bolkosky, rusos,
y José Vázquez, español, con larga y contundente
actuación revolucionaria y terrorista, no tienen
mayor inconveniente en entrevistar, los domingos,
al alucinante ruso. Hasta que llega el día.
El domingo
Wladimirovich recibe el revólver que le traen sus
camaradas y favorecido por la algarabía de las
visitas, con la confusión natural de esa romería
de internados y familiares, se lo entrega al
"loquito" Lucich y le da las últimas
instrucciones. Al día siguiente, lunes 9, Pérez
Millán está bajo una honda depresión que, por
momentos, se trasforma en contenida furia. Se
siente olvidado y víctima de la ingratitud y
desespera de abandonar el manicomio, donde debe
soportar la compañía de los dementes. Decide
escribir a sus amigos —Carlés, Anchorena, Quesada,
Schiaffino— protestando por su situación y
pidiéndoles que obtengan su indulto para el 1º de
enero. Escribe desde temprano, concentrado y
febril. Nadie lo molesta, pues el día anterior se
peleó con Zuloaga y lo cambiaron de celda. Al
mediodía, apenas come unos bocados y sigue
llenando hojas. A esa hora —las 12.30— Lucich
entra al pabellón de los pudientes. Llega hasta la
celda de Pérez Millán y desde la puerta lo ve
sentado, escribiendo, en posición oblicua respecto
de la entrada. El "loquito bueno" saca el
revólver, entra y le grita:
—¡Esto te lo manda
Wilckens!
Y hace fuego, hiriendo
a Pérez Millán en el costado izquierdo, pero el
antiguo policía patagónico, arrojándose al suelo,
elude el segundo disparo, luego salta y abrazando
a Lucich lo voltea, le quita el arma y lo golpea
con todas sus fuerzas, hasta que llegan los
guardias y lo separan. Pérez Millán va a la
enfermería en grave estado, pues el proyectil ha
perforado el estómago y los intestinos, luego de
entrar por el pecho. Lo operan, pero muere al día
siguiente, a las 5.35, luego de largas horas de
luchar contra la muerte. A su lado están su padre
y el doctor Carlés. El 11 es enterrado con un
solemne funeral, organizado por la "Liga
Patriótica" y los "Amigos del Orden", en medio de
fragorosos discursos y expresiones políticas de
gran cantidad de civiles y militares. La pesquisa,
confiada al sagaz comisario Eduardo Santiago,
esclareció los hechos, pero no se pudo condenar a
nadie. Lucich, como demente, era inimputable y
Wladimirovich tenía cadena perpetua, además de no
probársele nada, como tampoco a sus tres camaradas
anarquistas.
Fue el último acto del
sangriento drama iniciado en el Sur en 1921.
Pie de fotos
EL LOCO LUCICH: BRAZO
VENGADOR
El loquito Lucich, un
demente manso y obediente, ejecutor de Jorge
Ernesto Pérez Millán. No pudo ser condenado por su
condición de alienado. Actuó a instancias del ruso
Boris Wladimirovich, que ya estaba condenado a
cadena perpetua. La ejecución fue cuidadosamente
planeada y realizada por los anarquistas, heridos
en lo más íntimo porque Pérez Millán había matado,
antes, a Kurt Wilckens, a su vez asesino del
teniente coronel Varela. Cadena de crímenes
políticos.
EL CRIMEN ESTA
CONSUMADO
Jorge Pérez Millán
agoniza en el Hospicio Vieytes, luego de ser
herido por el loquito Lucich. El balazo le perforó
el estómago y los intestinos luego de penetrar por
el pecho. Lucich erró un segundo disparo, pero el
primero había sido suficiente para consumar una
sangrienta venganza esperada y cuidadosamente
planeada por los cerebros anarquistas.
DESPEDIDA DE JORGE
PEREZ MILLAN
El doctor Manuel
Carlés, cómplice de Pérez Millán e instigador del
asesinato de Wilckens, despide los restos de su
protegido. La rueda se había cerrado. La Liga
Patriótica y los Amigos del Orden estaban
presentes cuando Carlés despidió, en un discurso
apasionado, los restos de Pérez Millán. El
comisario Eduardo Santiago esclareció debidamente
los hechos, pero el castigo era imposible: el
asesino era loco y el instigador estaba ya
detenido a perpetuidad.
Revista Semana Gráfica
06.02.1970
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