Juvenil, algo más robusto que hace seis años, el
rostro tostado, la mirada ágil, brillante,
inquieta, la voz intacta, muy profesional, Augusto
Bonardo (53, dos hijos), una de las figuras más
populares y respetadas de la televisión argentina,
acaba de terminar su largo, voluntario exilio que
lo mantuvo alejado por mucho tiempo de las cámaras
locales. En efecto, ya concluidos los contratos
que lo ataron a la televisión portorriqueña por
varios años, Bonardo debutó recientemente en el
porteño Canal 9, reemplazando a Mirtha Legrand a
la hora del almuerzo. El retorno de A.B. al video
nativo alegró a una multitud de asiduos
parroquianos de la televisión capitalina, quienes
recordaron —acaso— la brillante trayectoria
cumplida por El Nene (apodo que lo acompaña desde
pequeño) en "los tiempos heroicos", cuando la
calidad siempre conseguía imponerse al rating.
Quienes memoran esa época no dejan de evocar el
programa titulado La Gente, una apertura hacia lo
cultural que interesaba, sin embargo, a las
grandes audiencias, y que era eficientemente
conducido por el carismático Bonardo, dueño de una
de las personalidades más curiosas del ambiente
artístico de Buenos Aires. Definir al Nene es
casi imposible, pues su naturaleza suele escapar a
todas las etiquetas; resero como Segundo Sombra,
peón, obrero textil, periodista, locutor, animador
televisivo, escritor, director de Canal 7 en 1955,
director de radio Belgrano, canillita aficionado
por el solo gusto de subirse a los tranvías cuando
era chico, son algunos de los oficios terrestres
hilvanados por él a lo largo de su agitada,
trashumante vida. La semana pasada, mientras
preparaba los detalles de uno de sus públicos
almuerzos, Bonardo accedió a un pedido de SIETE
DIAS y durante dos horas largas conversó acerca de
su pasado, su presente y sus planes futuros, que
incluyen una reposición y un enigma. La primera se
refiere a una segunda versión (remozada, por
supuesto) del exitoso programa La Gente: se
llamará, como era de esperar, La Nueva Gente.
Mientras examinaba todas las posibilidades de esa
nueva vuelta de tuerca, Bonardo apenas rumió los
secretos de un programa periodístico radial,
bautizado Línea Directa, que será —según el
locutor— lo suficientemente original como para
tentar a cualquiera. La intención de resguardar su
idea de posibles plagios justifica el hermetismo
que rodea a esa enigmática ocurrencia, de la cual
El Nene no quiso largar prenda, como si se
tratara, en verdad, de un reservado secreto
militar. —Mucha gente, en toda América, conoce
su imagen e identifica su voz. Sin embargo es muy
poco lo que se ha publicado sobre su vida privada.
¿Por qué no nos cuenta algo de su niñez, de su
familia y de sus recuerdos infantiles? —Creo
que para comprender mi carrera, mi personalidad,
es importante recordar que soy un producto típico
de la clase media de provincias. Nací en
Pergamino, donde mi madre era directora de escuela
y mi padre tesorero en el Banco de la Nación.
Nuestro hogar tenía, en consecuencia, un alto
status pueblerino. No obstante, cuando yo cumplí
10 años, mi padre decidió que la familia debía
trasladarse a Buenos Aires para que yo y mis
hermanos tuviéramos una educación completa, en el
mejor estilo burgués. —¿Cómo vivió usted ese
cambio? —Nos instalamos en una vieja casona de
la calle Matheu y yo estaba verdaderamente
deslumbrado por la ciudad. Me apasionaban los
tranvías; a tal punto que uno de mis ejercicios
predilectos consistía en pedirle al canillita de
la esquina un par de diarios prestados para poder
subirme al tranvía, sin pagar, con el pretexto de
vocear los periódicos. Desde luego, mi madre
observaba con horror cómo su hijo mayor —el más
grande de los varones, pues los hermanos Bonardo
son cinco— se dejaba tentar por menesteres o
distracciones tan subalternas. A mí, en cambio,
ese simulacro de canillita me apasionaba. De mis
recuerdos infantiles es el más grato y el más
persistente. —¿Cuál es su recuerdo más ingrato
de esa época? —Hay cosas que recalan en la
conciencia, en la memoria de un chico y que jamás
se olvidan. Al año de estar la familia en la
Capital, ocurrió algo tremendo: mi padre, acosado
por las deudas, sacó con premeditación un abultado
seguro de vida y se suicidó para legarnos una
buena suma de dinero. —Pero su familia tenia
una posición económica desahogada, ¿cómo fue que
su padre contrajo deudas? ¿Vivían ustedes de una
forma superior a sus ingresos? —Bueno, creo que
papá me imitó bastante, ¿no es cierto? —Bonardo
entrecierra los ojos, según su costumbre, y se ríe
de su propia ocurrencia, que define de algún modo
su rumbosa manera de gastar el tiempo—. La verdad
es que le gustaba vivir bien, un poco a lo grande.
Si tenía que hacer un regalo de casamiento, por
ejemplo, él no se conformaba, no se quedaba
tranquilo si por lo menos no regalaba una araña de
diez luces. —¿Y usted con qué se conforma?
—A mí me gusta, también, vivir regiamente, aunque
no siempre pueda hacerlo. Lo cierto es que soy
sensible a muchos refinamientos. —Volvamos al
suicidio de su padre. Teniendo en cuenta que para
un niño de 10 años la muerte del padre puede ser
traumática, ¿cómo le afectó a usted esa pérdida?
—Reconozco que durante los primeros cinco años
después de la muerte de mi padre le di un enorme
trabajo a mi mamá. Sobre todo en lo referente a
los estudios; lo cierto es que no terminé el sexto
grado. Las matemáticas me aterraban, lo mismo que
las clases de castellano: yo podía redactar
perfectamente, imaginar brillantes
composiciones, pero mis faltas de ortografía eran
más impresionantes de lo que uno se pueda
imaginar. Me gustaba, eso sí, la historia y sabía
una barbaridad de cosas y detalles poco comunes.
Por otra parte me tentaba la barra, la patota de
la esquina; era, a los 15 años, un poco
mentirosito, algo pituco y me gustaba vestir buena
ropa. Recuerdo que yo usaba pantalones oxford
cuando llevarlos era algo más que una
extravagancia. —La pregunta se refería, sobre
todo, a su formación moral e intelectual. —Sí,
desde luego, pero quise contar todo lo anterior
para que se entienda lo que voy a decir ahora. Mi
madre, un buen día, me dio un sobre cerrado y me
pidió que me trasladara hasta la localidad de
Ferré, en la provincia de Buenos Aires, para que
un tío materno, que vivía en ese pueblo, en una
chacra, firmara no sé qué documento. En la
estación de Ferré me esperaba mi tío, que era un
"viejo" de 33 años (yo tenía 16), quien abrió el
sobre y me dijo que en realidad él no tenía que
firmar ningún documento: mi madre le pedía que se
hiciera cargo de mí, para que corrigiera mi mala
conducta. Desde luego me dio un fastidio enorme y
le dije que no estaba dispuesto a vivir en el
campo. El me concedió carta blanca y me explicó
que yo era libre de quedarme con él o de marcharme
en el primer tren que saliera para Buenos Aires.
Tres años viví en su chacra. ¿Usted me preguntó
cómo me había afectado la muerte de papá? Bueno,
yo reemplacé a mi padre por mi tío, que era un
tipo excepcional, un ser moral en todos los
instantes de la vida. Cuando lo dejé, yo era otra
persona. Me fui a Pergamino a encontrarme con mi
madre, que había vuelto al pueblo, y allí estuve 3
meses hasta que agarré mi cama y el colchón, que
era el modo de viajar entonces, y me fui
nuevamente a Buenos Aires, esta vez solo.
—¿Cómo vivió la ciudad en esa segunda experiencia?
—Estuve un par de meses trabajando como obrero en
la fábrica textil Grafa, pero me aburría
soberanamente y regresé al pueblo. Lo único que me
queda de aquel tiempo es la amistad, que aún
conservo y aprecio mucho, con un viejo compañero
de trabajo, que hoy es portero en un hotel
céntrico. —¿Cuándo se hizo periodista? —Al
volver a Pergamino. Por ese entonces aparecía allí
un periódico que se llamaba La Opinión y yo me
vinculé con la gente del diario hasta que me
dieron la página de sociales. Más tarde, cuando
viví en el sur, trabajé en el diario Chubut junto
con un periodista amigo que se llamaba Espeleta.
Ahí conseguimos hacer un periódico moderno, ágil y
bien informado. —¿Cuándo ingresó en la
radiotelefonía? —En esa misma época y también
en Comodoro Rivadavia. En esa zona, castigada por
las inclemencias del tiempo, la importancia de la
radio era tan vital como el mismo acto de comer o
dormir. Entré a trabajar en la emisora LV9, donde
me dieron la oportunidad, entre otras cosas, de
leer poesías frente al micrófono. —¿Qué otras
cosas hacía? —Por ejemplo, una audición
dedicada a la gente joven; pasaba música, hacía
comentarios y leía libros. Fue en ese programa
donde me descubrió Sergio Bagún, jefe del
noticiero de Radio Splendid. El me pidió que le
mandara algo grabado, pero me vine a Buenos Aires
con mi disco debajo del brazo. Yo tenía en aquel
entonces una voz finita, medio aflautada, que me
parecía bárbara. ¡Trabajo me dio reconocer que no
lo era y modificarla dentro de lo posible!
Ingresé, entonces, como le decía, en el staff de
periodistas del Noticioso Splendid. —Se dice
que fue el locutor Iván Casado quien le dio a
usted su mejor oportunidad en la radio, ¿qué hay
de cierto en eso? —Yo diría, más bien, que Iván
me abrió los ojos, me enfrentó con la realidad. En
una oportunidad me fue a ver a Splendid para
contratarme como locutor comercial. Desde luego,
casi me caigo de espaldas. ¿Yo, todo un
periodista, pasar avisos publicitarios? Le dije
que no, que yo era periodista y que no podía
disminuir mi categoría profesional. Entonces Iván
me llevó a la ventana, me mostró un flamante
Renault color negro y me puso una mano en el
hombro: "Ves ese auto, es mío; ¿qué te parece?",
me dijo. —¿Usted se dejó tentar por las
ventajas materiales y cambió de oficio? —No,
nada de eso. Lo que había querido decirme Casado
era que en la vida cada uno debe saber su propio
valor. Que lo importante estriba en hacer las
cosas bien, que sólo así se logran el éxito y las
ventajas materiales. Evidentemente yo no estaba
preparado en aquel entonces para enfrentar tareas
de gran aliento intelectual, no tenía un respaldo
cultural apropiado; ni siquiera había terminado el
sexto grado de la escuela primaria. ¿Se da cuenta?
Aún hoy, cuando se habla de mí y se dice que soy
un hombre culto, me da risa. Yo más bien diría,
como se lo expresé alguna vez a mi amigo Antonio
Carrizo, que a lo sumo él y yo somos los
camorreros de la cultura. Iván Casado, en todo
caso, me enseñó lo práctico y yo aprendí de él a
no engañarme. Fue algo así como si al mostrarme su
auto nuevo me dijera: "Vamos, despertá, Pierrot".
—Desde entonces usted no sólo fue locutor sino que
hasta actuó como delegado gremial y dirigente de
una huelga, ¿no es verdad? —Sí, fue en 1947:
perdimos la huelga y yo, por supuesto, también
perdí el trabajo. Tiempo más tarde, Samuel
Yankelevich me encontró en Mar del Plata,
vendiendo pasajes, y me ofreció trabajar en Radio
Belgrano a escondidas. —¿Cómo a escondidas?
—Mi tarea consistía en abrir la transmisión, de 6
a 9 de la mañana: un horario en el cual podía
pasar, hasta cierto punto, bastante desapercibido.
Pero la situación era insostenible. Hice las
valijas y me fui al Uruguay. En 1955, cuando
estalló la Revolución Libertadora, volví a Buenos
Aires en un barco de guerra argentino, con la idea
fija de manejar la radiotelefonía de mi país.
Confieso que conseguí mi propósito: durante un
tiempo trabajé ad honorem, y si bien es cierto que
cometí muchos errores, también es verdad que
impedí que se cometieran muchos otros, entre ellos
el revanchismo. Por eso, dentro de la Revolución
Libertadora me consideraban un hombre blando;
fuera, un supergorila. Claro que. muchos piensan,
también, que soy filo comunista. Son gajes de la
política. —Usted, sin embargo, fue varias veces
candidato a diputado por el partido Demócrata
Progresista. —En efecto, siempre fui un
enamorado de Lisandro de la Torre; pero no nos
engañemos: yo no poseo ni la ciencia política ni
la disciplina necesarias para ocupar puestos
estratégicos. Soy consciente de mis limitaciones.
—Durante los gobiernos de los presidentes Illía y
Frondizi también tuvo problemas con la censura
política, lo mismo que en la época peronista. ¿No
cree que eso le puede pasar de nuevo con la actual
administración? —Soy, de algún modo, una
persona que vive políticamente. Creo que ahora se
están dando en el país algunas situaciones
interesantes: por ejemplo, la política exterior de
Lanusse; a mí me entusiasma. Vine de nuevo al país
sin contrato alguno, con el pase en blanco,
estimulado por Darío Castel. Pero lo único que
tengo en firme es este trabajo en Canal 9:
Almorzando con los invitados de Augusto Bonardo.
—¿Se siente reemplazando a Mirtha Legrand? —No
sé si la reemplazo; por fuerza, mi trabajo es
distinto. Yo preciso una mesa redonda y sillas
inglesas, como corresponde a un señor de mi
estirpe. Además, mis invitados son pocos, no más
de cuatro. En realidad, lo que yo hubiese deseado
es almorzar conmigo mismo, ¿no le parece
interesante?: El Nene almuerza con don Augusto
Bonardo —anuncia, y festeja su ocurrencia.
—Algunos lo pintan a usted como un individuo
caprichoso, amante de las excentricidades; otros
sostienen que Bonardo es un hombre muy vanidoso y
sumamente egocéntrico. ¿Qué piensa usted de esas
afirmaciones? —Mire —dice después de pensar un
rato—, yo soy lo mejor que conozco y mi excesiva
modestia me impide hablar de mí mismo. ¿Me perdona
si no contesto esa pregunta? Revista Siete Días
Ilustrados 24.01.1972
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