A los ojos de un extranjero el barrio de Belgrano
—una extensa zona residencial de casi diez
kilómetros cuadrados, situados al norte de Buenos
Aires— se presenta tal vez como uno de los lugares
más hermosos de la capital argentina. Difícilmente
puedan retraerse a la amplitud de sus parques, al
encanto de sus árboles añosos, al contraste de las
viejas casonas de estilo europeo ubicadas junto a
exponentes de arquitectura más o menos moderna.
Pero hasta los mismos porteños no belgranenses,
suelen asombrarse del rumoroso hormiguero humano
que transita, los sábados por la mañana, la
avenida Cabildo, con sus centenares de negocios y
galerías comerciales que amenazan con desplazar a
los de Santa Fe y Florida. Tal vez sean los
viejos vecinos, artífices muchos de ellos del
nuevo barrio, los menos sorprendidos. Pero nativos
y extraños se empeñan, a menudo con encontrados
argumentos, en desentrañar el milagro que
convirtió las "70 manzanas con 70 casonas" que
constituían el Belgrano de hace medio siglo, en la
Babel de hoy. Algunos, como el historiador
vernáculo Alberto Octavio Córdoba suelen recurrir
al pasado. Otros se inclinan por el análisis
sociológico y se zambullen en los complicados
problemas de la movilidad social.
DE
PULPERIA A CAPITAL. A mediados del siglo pasado,
en lo que actualmente es la esquina de Pampa y
Cabildo, se alzaba la pulpería "La Blanqueada",
descanso obligado de carretas y troperos, y el
lugar era conocido por "Los alfalfares de Rosas".
En el paraje, algo desierto aunque poblado de
chacras y adornado con plantaciones de perales y
durazneros, se agrupan, según el censo de 1858,
cerca de mil personas. Pero esa fisonomía
agreste no tardaría en trasformarse. Fue
precisamente un grupo de vecinos de Flores —hoy el
más serio competidor de Belgrano— el que propuso a
Valentín Alsina, gobernador de Buenos Aires, la
creación de un nuevo pueblo sobre las barrancas
del río de la Plata, en los campos que la
provincia confiscara a Rosas. Se eligieron los
terrenos conocidos como "La Calera", que surtían
de cal y conchillas a los albañiles de Buenos
Aires desde los tiempos de la Colonia. El proyecto
se concretó mediante un decreto que Valentín
Alsina firmó el 6 de diciembre de 1855. Un cuarto
de siglo después, el barrio pastoril ostentaba dos
hipódromos, cerca de veinte colegios y escuelas,
curtiembres, tranvías de caballos, estación de
ferrocarril y hasta los infaltables reñideros de
gallos y prostíbulos que florecían en el Bajo, por
el lado de las caballerizas. En julio de 1880
Nicolás Avellaneda eligió a Belgrano como sede
provisoria del gobierno y anunció que, mientras
durara el conflicto con Carlos Tejedor, sublevado
gobernador de Buenos Aires, el poder federal
residiría en el próspero poblado. El Congreso
comenzó entonces a funcionar en el primitivo
edificio de la Municipalidad (hoy museo histórico
Sarmiento), y durante 6 meses se debatió allí la
federalización de la ciudad de Buenos Aires. Fue
un breve esplendor: el 6 de diciembre, Avellaneda
entraba triunfal en Buenos Aires y Belgrano volvía
a su condición de pueblo siestero. El reinado
del "pueblo del alto" resultó efímero sólo en
apariencia: una rápida evolución no tardaría en
confirmar su carácter de sitio privilegiado. No en
vano José Hernández lo elegiría como último
reducto: el legendario autor del Martín Fierro
vivió allí sus últimos años, y colaboró
asiduamente en el primer periódico del pueblo: La
Prensa de Belgrano, dirigido por su hermano
Rafael. Pero ya en esa época (1886) el lugar había
cambiado mucho y, a juzgar por los avisos que
aparecían en el periódico, "los comercios eran
cada vez más importantes". En las inmediaciones
del viejo mercado, mientras tanto, se agrupaban ya
las familias patricias que darían color y forma al
Belgrano de los años posteriores: los Saborido,
los Ibarguren, los Llerena. Poco más adelante se
uniría a los estoicos criollos una nutrida
colectividad anglogermana que puso también su
sello al aristocrático sitio. Junto con ella
aparecen el Belgrano Athletic Club, la confitería
Steinhauser, el desaparecido y bellísimo
restaurante Dietze, las mansiones de estilo Tudor.
"Fue una época en que ingleses y alemanes
convivían armoniosamente; el idilio se rompió
durante la Segunda Guerra y no se restableció
nunca", recuerda Juan Pablo Radisch, dueño de
Steinhauser. Sin embargo, ese pasado persiste en
los innumerables jardines de infantes, vástagos de
los germánicos kindergarten, y en la arquitectura
todavía predominante en Belgrano R. "Allí
—puntualiza Radisch— vivían los directivos
británicos de los ferrocarriles, precisamente en
las mismas residencias que suelen ocupar ahora
muchos ejecutivos de empresas norteamericanas."
Es así como a lo largo de la calle Melián
(Belgrano R) la arquitectura inglesa se conserva
homogénea (una disposición municipal reglamenta la
construcción de propiedad horizontal) y en sus
aledaños abundan todavía las cervecerías y las
iglesias de culto luterano. En Belgrano C, por el
contrario, la edificación trepa en enormes torres
residenciales, y entre la avenida Cabildo y el
bajo las casonas de fin de siglo han desaparecido
casi por completo.
EL ROMANTICISMO. Cuando
Belgrano no se había convertido aún en la Meca de
las clases medias en ascenso —obligadas a su
obediente peregrinación por las capas altas,
saturadas del Barrio Belgrano—, los belgranenses
todavía se solazaban con una activa vida social
cuyo epicentro era el selecto Club Belgrano, y
solían dirimir sus pleitos en caballerescos lances
a espada. Una acendrada vocación por la esgrima,
contagiada seguramente de los vecinos teutones,
parecía caracterizarlos. En el suntuoso palacete
de los Delcasse de la calle Sucre (todavía en pie,
e inspirador de la novela de Beatriz Guido, La
casa del ángel) se encontraba la mejor sala de
esgrima del país, y fue allí mismo donde se
libraron algunos duelos de resonancia. "En 1927,
por razones que prefiero obviar, se batieron en la
quinta de Delcasse Mario Guerrico y Francisco
Senessi; fue una memorable tenida a espada",
relata José García Sueiro, dueño del restaurante
"Don José", y concesionario del Club Belgrano por
aquellos años. El legendario José, dueño de uno
de los más ricos anecdotarios del Belgrano viejo,
se jacta de haber sido el responsable de los
saraos más rimbombantes de aquella época: "En
1926, en homenaje a Ramón Franco —hermano del
caudillo español, que llegó en el Plus Ultra—
movilicé una dotación de 120 mozos. En esa
oportunidad, la casa Longobardi techó y
calefaccionó la enorme terraza, y se bailó en las
dos canchas de tenis, tapizadas a ese propósito
con madera machimbrada. Era la época de los
Machinandiarena, los Lacroze, los Maffei, los
Pérez del Cerro y tantas otras familias que
marcaron con su estilo ese período". Aunque
nostálgico, José no reniega del presente: "Hay que
aceptar que la nueva gente de Belgrano es
magnífica y también le corresponde su parte en el
maravilloso desarrollo comercial. A partir del año
1940 cayeron las viejas fincas, y ahora vive aquí
un millón de personas", sintetiza. Alberto
Octavio Córdoba, también nacido en Belgrano y
autor de un ensayo histórico sobre el barrio,,
parece menos conforme con la mutación: "Se
asegura, para vender departamentos, que Belgrano
es diferente; la realidad es que ha dejado de
serlo hace rato: ahora es sólo una vidriera donde
gente extraña hace ostentación de sus kilométricos
vehículos".
EL GRAN CAMBIO. Casi junto con
la radical trasformación edilicia y comercial que
proporcionó a Belgrano su nueva fisonomía, comenzó
a operar en la zona la inmobiliaria de los
hermanos Roberto y Héctor Mel. Dueños de un
optimismo inquebrantable, se propusieron
trasformar la imagen del lugar y no tardaron en
convertirse en sus principales promotores,
mediante un slogan que se hizo famoso: "Belgrano
es un país". Partícipes fundamentales del boom son
sus mejores analistas: "No cabe duda —sostiene
Roberto— que el furor se inicia unos 8 años atrás,
con el vertiginoso auge de la construcción y el
notable cambio de los negocios, en especial los de
Cabildo, debido en parte a los efectos de la ley
de alquileres: hizo desaparecer muchos locales
vetustos, hoy reemplazados por otros, prósperos y
de alta calidad". Pero las verdaderas causas,
para Mel, son las peculiaridades que hicieron de
Belgrano el imán de las clases altas y medias.
"Las características geográficas —sostiene— son
incomparables; las barrancas sólo igualadas por
las del Parque Lezama, el enfrentamiento con el
río de la Plata y, sobre todo, las tres avenidas
de rápido acceso al centro: Libertador, Luis María
Campos y Cabildo. Se comprende entonces que cuente
con el sector de mayor poder adquisitivo del
país." El efecto de esta singular corriente
migratoria que favoreció a Belgrano, no acabó,
claro, con la proliferación de altas torres de
departamentos y lujosos comercios. El barrio
cuenta también con los mejores colegios
particulares de Buenos Aires, y posee la primera
Universidad privada del país (hay otra, estatal).
A los establecimientos de larga tradición, como el
famoso Belgrano Day School, se agregaron, en años
recientes, otros de avanzadas técnicas de
enseñanza, acordes con las expectativas de las
nuevas clases. Uno de éstos, La Escuela del Sol,
llegó con sus modernos métodos didácticos a
provocar el resquemor de los vecinos más viejos.
Pero la mojigatería no parece prevalecer entre los
belgranenses, amantes, por lo general, del cambio:
desde hace años es uno de los sitios preferidos de
los psicoanalistas para instalar sus consultorios.
La clínica psiquiátrica de Alberto Fontana,
pionera en la utilización de alucinógenos con
fines terapéuticos, funciona también en un
edificio de la calle Cuba. La inquietud cultural
del quartier se manifiesta en la cantidad de
librerías y cines-arte; el Mignon y el Ritz son
las únicas salas de estas características situadas
fuera de la zona céntrica de Buenos Aires. Los
Mel se proponen, precisamente, aunar en un trabajo
común a las progresistas fuerzas del comercio
local con los representantes de la cultura. Un
trasunto de este objetivo lo constituye la Junta
Vecinal, originada durante el gobierno de Onganía
en el año 1966. Sin embargo, las trabas
burocráticas —sólo 16 entidades tienen
representantes en el organismo— suelen dificultar
su funcionamiento. Sus miembros, que se reúnen
mensualmente en la Universidad Popular Alfredo
Fazio, están orgullosos de su cometido. "Hemos
participado activamente en la mayor parte de las
reformas edilicias realizadas por la
Municipalidad", se jacta su presidente, Pascual
Aloise. Pero, acorde con la edad avanzada de sus
integrantes, los propósitos de la Junta parecen
apuntar más hacia la rememoración de pasadas
glorias que hacia un futuro, por otra parte
incierto: con el advenimiento del nuevo gobierno a
partir de las elecciones de marzo, deberán dejar
paso a representantes designados por los partidos
políticos,
BELGRANO ES UNA FIESTA. "A
diferencia de otros centros comerciales como
Flores, en Belgrano la actividad no se acaba con
el cierre de los negocios." La afirmación de
Héctor Mel alude, sin duda, a la multitud que
suele invadir la avenida Cabildo hasta altas
horas, con un fin puramente recreativo, Esto le
confiere un permanente clima de fiesta que se
acrecienta en los meses de verano. Precisamente en
estos días el Centro de Comerciantes desarrolla un
nutrido programa de festejos navideños al aire
libre que culminará con una representación en vivo
del Nacimiento. A pesar de su afirmación, Mattioni
regentea el único negocio de Buenos Aires
especializado en ingredientes para la cocina
macrobiótica, una ocurrencia que sólo podía
prosperar en Belgrano. Desde hace 6 meses ofrece
al heterogéneo vecindario toda clase de algas,
además del clásico vandari proveniente de la
colectividad japonesa de Escobar. Desde
antiguo, es cierto, Belgrano se destacó por contar
con excelentes lugares de comida. Durante décadas,
el célebre Dietze, sobre la plaza, atrajo una
clientela fiel y selecta, hasta ser sustituida por
un supermercado. Ahora, el restaurante "Don José",
en la avenida Cabido, agrupa a los amantes de la
buena mesa. Claro que no todo se reduce al
paladar: "Allí, más que a comer se va en tren de
relaciones públicas: es sabido que la mayoría de
los negocios hacen o culminan en el Don José",
confió la semana pasada un habitué de la casa. Los
sofisticados, por su parte, podrán gozar de la
buena comida alemana del tradicional Bodensee, con
sus típicas canchas de bochas, o preferir el
cálido reducto de La Cautiva, inaugurado
recientemente en los altos de una caballeriza.
En las cercanías de la plaza, entre la fronda de
los plátanos, Belgrano esconde otros tesoros.
Sobre Juramento, los muros blancos del colonial
Museo Larreta guardan reliquias de arte hispánico
que pertenecieran al autor de La Gloria de Don
Ramiro. Casi enfrente, se conserva el primitivo
edificio —uno de los más bellos del país en estilo
neoclásico— de la Municipalidad, donde sesionó el
Congreso durante los turbulentos meses de 1880. En
la esquina de 11 de Septiembre y Echeverría aún
perdura, con su torre intacta, la antigua casa de
Valentín Alsina. El locuaz Mario Mattioni,
oriundo de San Telmo pero vecino de Belgrano,
acepta no saber demasiado acerca de su flamante
habitat. "Lo único cierto —precisa, instalado en
un pequeño local de la calle Ciudad de La Paz— es
que aquí la gente se fija y compara los precios
igual que en otros lados." Pero no todos en
Belgrano son afectos a la comida Zen —como la
exuberante Nélida Lobato, visitante asidua del
negocio de Mattioni—, ni a oficios inquietantes
como el moderno juglar Jorge Shussheiín, fanático
belgranense. Los ex presidentes Onganía y
Levingston (viven separados por sólo 4 cuadras)
prefieren gozar de la tranquila zona residencial y
sólo se dejan ver en la misa de 12 de la
Inmaculada, una de las iglesias más hermosas de
Buenos Aires, con su planta circular y su airosa
cúpula. "Belgrano —dice José García Sueiro—
tiene un corazón amplio y generoso." Posiblemente
sea cierto. Después de todo, el confort y el buen
vivir suelen dulcificar los temperamentos.
Revista Panorama 28/12/1972
|