Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Berisso
La vida en una ciudad condenada
Berisso, a 53 kilómetros de Buenos Aires, es desde hace varias décadas "la ciudad de la carne" en un país que, como la Argentina, ha sido hasta ahora uno de los primeros proveedores mundiales de productos ganaderos. A medida que el liderazgo argentino en esa materia se ha venido destruyendo durante los últimos años, economistas, políticos y sociólogos empezaron a preguntarse cómo impactará a la Argentina, a su economía y a su modo de vida un fenómeno que empieza por dejar sin divisas al país y termina por dejar sin trabajo a miles de sus trabajadores. Naturalmente, este proceso se amplifica, como en una prueba piloto, en Berisso, donde hace pocos días llegó a proyectarse una "marcha del hambre" de los desocupados de aquella industria. Lo que sigue es un informe vivido preparado por un redactor de PRIMERA PLANA, que en la pasada semana recorrió Berisso, interrogó a sus gentes vio y escuchó.

Los agentes y los perros, una jauría de perros tensos con las orejas filosas, se habían apostado en la carretera. El jefe de policía se plantó en medio del camino con las piernas muy abiertas; rechazó el megáfono que le tendía un subordinado y, usando sus manos como bocina, gritó: "Cura del diablo, mejor te dedicás a ejercicios espirituales que meterte con los cabecitas."
El cura, un cuarentón entrecano y duro, apartó a manotazos a los vigilantes, pasó por entre los perros. "A ver quién me para", dijo. Nadie lo paró, y, temprano en la tarde del jueves 4, Pascual Ruberto llegó a La Plata y entregó un petitorio a los legisladores gubernistas. Después tomó el ómnibus en la esquina de la Legislatura
y volvió a su parroquia, San José Obrero, en el sector más destartalado de Berisso, una ciudad de setenta mil habitantes, a diez kilómetros de la capital de la provincia de Buenos Aires.
Apenas unas frases de compromiso de los legisladores y ese encontronazo frustrado entre el cura y el jefe de policía, Juan José López Aguirre, era todo lo que el jueves por la noche quedaba de la proyectada "marcha del hambre", un aldabonazo que los desocupados de Berisso habían querido descargar sobre el gobierno de La Plata. Pero una promesa algo vaga —poner en marcha ciertas obras públicas para dar trabajo temporario a dos o tres mil hombres— había bastado, paradójicamente, para sofrenar a los cesantes, a los sindicalistas, a los comerciantes que desde hace meses no cobran la libreta ni las cuotas del televisor y de la licuadora.
Los únicos que parecieron indignarse cuando, el miércoles, una asamblea resolvió suspender la "marcha", fueron el cura y sus jóvenes amigos, unos estudiantes de La Plata, que a cada rato citan a Carlos Marx y organizan corrillos cerca de la parroquia para explicar los vericuetos del proceso de radicalizacicn de las masas.
El resto, esa noche del jueves —una noche húmeda, con el cielo pardusco desparramado sobre los techos de cinc—, era normal en Berisso. "¿Sabe lo que es normal aquí? —dijo un hombre gordo, a la salida del cine El Progreso—: lo normal es que el cine esté medio vacío, como esta noche, porque la tele es más barata, y para ver la tele no hay que ponerse ropa ni charlar con los conocidos. También es normal que los bares estén a esta hora por cerrar, mire. ¿Usted es periodista? Vaya ahí, al Sportsman, pregúntele al griego, al dueño; se llama Antonio Golas; desde hace meses tiene los billares enfundados porque los muchachos no juegan, qué van a jugar. Además, el comisario tiene una campaña de moralidad y los «raja» de todas partes... El comisario se llama Levin. pero le dicen Poquito Bustos, usa unos tacos así, pega unas trompadas bárbaras. Vaya, pregúntele al griego: ¿sabe que en Berisso no hay problema de la vivienda? Aquí las casas sobran; ahora hay menos habitantes que hace diez años. Los tipos se quedan a ver la tele y se acuestan temprano, porque hay que levantarse temprano y «yirar» temprano para conseguir alguna changa temprano. Yo qué sé. Yo me voy el mes que viene. Á Rosario, me voy."
En el Sportsman había cuatro o cinco hombres absortos que tomaban un café espeso, no negro, sino marrón, y jugaban a las cartas. "Antes —dijo Golas, el griego— salían vermouths, ginebras, hasta whiskies. Ahora..." Uno de los hombres que jugaban a las cartas se dio vuelta de pronto, no sólo la cabeza, sino todo el tronco; era un viejo polaco de cara enrojecida: "Oiga —gritó—, a este pueblo se lo lleva el diablo, pero nadie se da cuenta."
Esa noche, el jueves, en el restaurante Fonda Real, el redactor y el fotógrafo de PRIMERA PLANA eran a cierta hora los únicos parroquianos en un salón frío, repleto de manteles, donde las viejas manchas de vino han quedado tatuadas. Después llegó un hombre de por allí cerca, un comerciante ojeroso que vende heladeras en la calle Montevideo. Dice que claro que nadie le paga, pero que a él qué le importa; que si a él no le pagan, él tampoco paga, y hace una mueca, no exactamente una risa, sino un arrugamiento seco de los labios. "Es la decadencia —dice—, y está ese cura del diablo buscando publicidad." En Berisso parece que nadie llama a Pascual Ruberto más que de ese modo: cura del diablo. "¿Y quién se queja? ¿Acaso alguien se queja?" No, parece que en la calle no, nadie se queja. En la Fonda Real todavía sirven unas supremas de pollo grotescas, grandes como un plato, por setenta pesos. "La gente no está cansada ni desesperada; la gente está aburrida. ¿Se fijó que en Berisso no hay calles con nombres de próceres, que todas las calles tienen nombres de puertos: Montevideo, Valparaíso. Nueva York? No se imagina antes del 30, cuando los frigoríficos trabajaban en serio y aquí, a Ensenada, llegaban barcos de todo el mundo, cargueros, y las calles estaban llenas de marineros que hablaban a gritos en cualquier idioma, había montones de plata; claro que en aquella época todos eran checoslovacos, rusos, eslavos, gente limpia, de trabajo. Después, esto se fue llenando de cabecitas, se perdió la alegría."
En Berisso se pueden escuchar las historias más complicadas. Hay poco trabajo, hay mucho tiempo para hablar. Turbiamente, él cronista va cargándose las orejas con una niebla en la que se mezclan los recuerdos desfigurados de huelgas, de gentes, de motines, de la marinería de la década del veinte tiroteando las calles, de los adoquines machacados por el pánico, en las esquinas de las casas de lata despanzurradas por los marineros, los marineros que usaban las bayonetas como machetes. Una historia de vacas largando chorros de sangre sobre los puños de los matarifes, entre el rescoldo de los barrios bajos, cargados de chispas.
Mientras Berisso agoniza, los desocupados —hombres demasiado viejos o demasiado gastados, o los simples peones, o los marcados con un tilde en las listas confidenciales como agitadores, o sencillamente los torpes, los vencidos, los antipáticos, los tímidos, los abrumados— se dispersan decorosamente por las callejuelas, como disimulando, porque a nadie que no sea líder político le gusta reconocer que "todo esto se va al diablo". Según algunos cálculos, los cesantes de los dos últimos años llegan a cuatro mil quinientos, en una ciudad donde el total de hombres adultos, de entre 20 y 60 años, no debe exceder los 15 mil.
"Lo que más bronca da —explicó un viejo funcionario del sindicato de los obreros de la carne— es que nadie tiene la culpa, en el fondo." Una de las cosas que en Berisso sorprenden al forastero es que nadie parece culpar a los dos grandes frigoríficos, Armour y Swift, virtualmente las únicas fuentes de trabajo masivo.
Antonio Mileski, miembro obrero de la paritaria local, coincidió casi textualmente con las declaraciones de los voceros de los frigoríficos: "¿Cómo no vamos a comprender? —dijo Mileski—. Si no llega hacienda (qué hacienda va a llegar, si no hay) y, además, los frigoríficos tienen que competir con los mataderos clandestinos. Fíjese, cada día hay más mataderos clandestinos, con obreros clandestinos que cobran cualquier cosa, agarran cualquier cosa; cuando uno está sin trabajo, agarra cualquier cosa. Pero no se puede esperar que los frigoríficos tengan a la gente ahí, pagándole todos los días, si no llega hacienda."
Hay problemas complejos que en la Argentina, o en Buenos Aires, pocos expertos entienden, pero que en Berisso son domésticamente manipulados por cualquiera que sepa hablar; Swift y Armour dependen de la exportación, y, a medida que crece el consumo interno, al paso que la Argentina se devora toda su carne, el trabajo se va escurriendo de Berisso, la posibilidad de cualquier futuro
se va desparramando como un gas demasiado liviano, los jóvenes se van yendo, sin volver la cabeza, a Ensenada, a Gonnet, a La Plata, más lejos, mientras en el pueblo los viejos y las solteronas se miran las manos, todos los días.
Pero todos se esfuerzan, aunque en el fondo no tengan esperanzas. Raúl Víctor García, un solterón de 41 años y pelo brilloso, es uno de los que más se esfuerzan, de una manera casi profesional. El secretario de la Comisión Popular de Berisso contra la Desocupación es un personaje sonriente pero elusivo, en quien algunas personas parecen no confiar ("Pregúntele de qué vive —recomendaron al cronista, en el sindicato—; pregúntele de qué vive"). Es un hombre activo, es difícil encontrarlo.
Al fin, se dice que García está en el Hogar Social, una entidad singular, una mezcla de club y centro cívico, donde se aglomeran dos escuelas, varios consultorios médicos, una pista de baile. García está, al fin, en el despacho del presidente del Hogar; el presidente se llama Juan Regueira, y se parece dramáticamente a Carlos Perette, y, como él lo sabe, cruza las piernas de aquella manera especial, se tironea los puños almidonados de la camisa para mostrar los gemelos, se transforma en una caricatura orillera de los tics del vicepresidente.
Hay que hacer silencio, porque Regueira habla por teléfono: "Sí, señor ministro; no, señor ministro; una audiencia para el señor García, aquí presente..., claro, usted no quiere que vaya el cura. Ah, ¿usted quiere que vaya el cura?" Después, García habla largamente, pero no agrega nada fundamental. En cambio, destruye un fantasma: desde 1962, cuando fue despedido de Swift, es secretario de la comisión de desocupados se gana la vida organizando bailes y kermesses. "Soy un especialista, ¿sabe?"
Mientras tanto, durante toda la semana, durante todos los días, siguen las gestiones, las asambleas y las conferencias telefónicas entre los ministerios de La Plata y el Hogar Social de Berisso. Algunos hombres tendrán trabajo de peones camineros, otros seguirán mirándose las manos, mientras el pueblo se derrumba sin hacer ruido.
Ante este panorama contradictorio, por momentos doloroso y por momentos sainetesco, los expertos se resisten a aventurar conclusiones. Aparentemente, nadie se atreve a declarar en público que el problema de Berisso no tiene solución, como no han tenido solución otros problemas similares a través de la historia: pueblos fantasmas del Oeste norteamericano que murieron cuando murió la fiebre del oro; ciudades europeas que se disgregaron cuando determinadas minas quedaron agotadas. El gobierno provincial de Buenos Aires parece buscar algunos paliativos, pero sus arcas no pueden resistir un plan profundo de redistribución de mano de obra; también parece utópico pensar en un trasplante colectivo de los miles de cesantes. Una solución natural, sencilla, podría derivarse de una enérgica reactivación de la industria en el Gran Buenos Aires; pero eso —diría Kipling— ya es otra historia.
10 de Junio de 1964
PRIMERA PLANA

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