Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

ASTRONOMIA
Carlos Manuel Varsavsky

LOS SUSURROS DE LAS GALAXIAS
Patas arriba, como una araña tropical, el primer radiotelescopio de Sudamérica quedará listo, a principios de 1965, para atisbar los susurros del universo. Por ahora, una portentosa estructura de acero y aluminio, montada sobre un eje que rota en la dirección de la Tierra, se esboza a 40 kilómetros al sur de Buenos Aires, en el parque Pereyra Iraola; a su alrededor, se entusiasman y traspiran 19 científicos argentinos, el mayor de los cuales cuenta 32 años. El coloso (el cuarto en el mundo por sus dimensiones: la pantalla receptora tiene 30 metros de diámetro) resume las más caras aspiraciones del más joven grupo de astrónomos y físicos reunidos nunca en torno de semejante aventura.

El monstruo en el bosque. La obra se realiza por encargo del Instituto Nacional de Radioastronomía (INRA) un club fundado en 1962 con el aval de las universidades de Buenos Aires y La Plata, del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y de la Comisión de Investigaciones Científicas de la provincia de Buenos Aires. Lo que aparentaba no trascender los esquemas de un colegio de teóricos, se sacudió a mediados de 1963 con una noticia que ampliaba sus horizontes: si Carlos Manuel Varsasky aceptaba presidir el INRA, la Fundación Carnegie, de Washington, aportaría el instrumental necesario para erigir en la Argentina un monstruo casi tan espeluznante como el Jodrell Bank, en Inglaterra; y, paralelamente, las instituciones que gestaron el INRA destinarían 30 millones de pesos para su montaje, en las diez hectáreas cedidas por el Poder Ejecutivo de la provincia, en el parque Pereyra Iraola.
Obviamente, Varsasky aceptó, y la construcción del radiotelescopio y tres edificios conexos se halla, casi, ¡en sus postrimerías. "Antes del otoño podremos empezar realmente a trabajar", suspira Susana Luisa Guzmán, de 22 años, a punto de obtener su título de profesora de física, que todos los días vuela en su motocicleta, desde su casa, en La Plata, "para no faltar a la cita, al pie del paraguas".

El jefe del clan. Varsasky es un hombre de 32 años con apariencia de deportista desaprensivo, un poco tímido, pero que, en realidad, conjuga — para sus compañeros— el arquetipo del patriota amateur a quien le atrae mucho más jugarse con el destino del país que los 1.200 dólares mensuales que le ofrecía la Universidad de Colorado, en los Estados Unidos.
El joven científico capitanea la obra mientras canta tangos y explica que eligió la astronomía porque "siempre me gustó trabajar al aire libre". Tan saludable vocación lo empujó a ametrallar el cielo desde los observatorios ópticos de Monte Wilson y Monte Palomar, en los Estados Unidos, y a rastrear en la tierra, en torno suyo, a la pesca de explicaciones que despejaran dos incógnitas que por entonces, 1953, acuciaban a sus profesores. Varsasky cursaba cuarto año de física en Colorado cuando garrapateó su primer informe, encaminado a dilucidar la primera: un sesudo análisis sobre las formaciones gaseosas que constituyen la corona solar y que le valió, casi de inmediato, una beca en Harvard. En esta universidad, antes de doctorarse en astronomía, Varsasky se plantó temblando ante la plana mayor de los astrónomos norteamericanos y les anunció lo que había descubierto acerca de unos pedruscos diseminados sobre la corteza del planeta, frecuentemente en sitios cuyas formaciones sedimentarias no guardaban la menor afinidad: "Las tectitas —les dijo— son de origen extraterráqueo; provienen de la Luna". Aprovechando su acceso a computadoras, Varsasky demostró que meteoritos que se estrellaran contra la Luna con ímpetu suficiente para producir desprendimientos, podrían hacer que estos se remontasen a nivel de la órbita de atracción terrestre, rondaran en ella y terminaron cayendo.

Becas y autos. Que un científico de solo 24 años consiguiera imponer teoría semejante provocó escalofrío. Pero, si bien los pedruscos lunares todavía consiguen inquietarlo y los misterios de la magnetohidrodinámica lo hunden en un marasmo cabalístico, Varsasky admite que la experiencia humana es, todavía, más fascinante.
No olvida que a los 17 años zarpó en un buque carguero rumbo a los Estados Unidos ("Gracias a un tío, que me pagó el pasaje"), armado de una beca adjudicada por el Instituto Cultural Argentino Norteamericano, y que en adelante debió ayudarse "pintando paredes, encerando pisos, lavando platos o parando palos en una cancha de bowling a razón de 75 centavos la hora", hasta que por fin —cursaba tercer año de física— obtuvo un empleo de calculista en la misma Facultad de Colorado. De entonces a 1960 su vida cambió de ritmo: Londres, La Haya, varias universidades de Alemania, San Pablo, y la Argentina de nuevo, contratado por la Universidad de Tucumán, en 1957. Sus trabajos se difundieron en todas las lenguas europeas y especialistas de todo el mundo comenzaron a estimar cada opinión suya.
Reconoce que cuando en 1957 regresó a la Argentina, le hubiera gustado quedarse. "El rector de la Universidad me dijo que me trajera mi coche, que no iba a tener problemas. Me vine con él —un Chevrolet 1955— y la Aduana me lo retuvo durante cuatro años. Finalmente lo remataron. Por último acepté una invitación de la Universidad de Londres, en donde trabajé un año, a partir de agosto de 1962; es decir, el tiempo justo para reunir el dinero que necesitaría aquí para comprarme otro auto".

Zafarrancho a bordo. De regreso de Inglaterra, en el Río Tunuyán, el científico descubrió de pronto que seguía siendo un muchacho capaz de sentir miedo: "Cinco años antes me había casado con una chica argentina a la que conocí en San Francisco. Pues bien, a mi señora se le ocurrió dar a luz en mitad del océano, a los 16 días de travesía. ¿Imagina lo que fue aquello?"
Ese mismo día —el 15 de noviembre de 1963—, a 40 kilómetros de Buenos Aires comenzaba a tenderse la antena del radiotelescopio que acaso permitirá convalidar a Varsasky el más fustigante de sus desafíos a la ciencia astronómica: Varsasky se propone reivindicar la teoría de que las estrellas se forman a partir de la condensación del gas interestelar, "teoría ya no tan resistida desde que al joven astrónomo argentino se le ha dado pop patrocinarla", según sostiene un informe de especialistas radicados en Los Ángeles, California.
Precisamente, el radiotelescopio del INRA estará orientado hacia una formación gaseosa —la Nube de Magallanes— situada a extramuros de la galaxia que integra nuestro sistema solar, a un par de cientos de miles de años luz de la Tierra. El diseñador Everett Theodor, un autodidacto de 50 años, casado, que envió la Fundación Carnegie para presidir los trabajos de construcción del aparato, estima que "desde todo punto de vista, las deducciones de Varsasky y su equipo constituirán un aporte imponderable, imposible de prever, puesto que desde el hemisferio sur el cielo le ofrecerá un espectáculo completamente nuevo".

Esperando un mensaje. Íntimamente, Varsasky y sus 19 colaboradores aguardan impacientes el día en que el observatorio se ponga en funcionamiento y el cosmos irrumpa con una obertura que muy posiblemente consiga extasiarlos: el radiotelescopio va a ser sintonizado en la frecuencia de onda que emite el átomo de hidrógeno, que es el elemento más abundante que existe en el universo. En el fondo, estos jóvenes científicos alientan la esperanza de que haya vida inteligente en otros planetas ("¿Por qué no? Hay estrellas en torno a las cuales giran sistemas planetarios muy semejantes al nuestro") y que estén emitiendo señales.
Los herederos de Andrew Carnegie —que fuera rey del acero— parecen igualmente entusiasmados con la aventura: en los plazos convenidos remiten los materiales, accesorios y aparatos que encomienda Theodor, liberados del pago de derechos aduaneros merced a una fatigosa gestión emprendida por la Universidad de La Plata. Consecuentemente, la Fundación Carnegie promete, para 1965, el envío de nuevas remesas para que el INRA pueda erigir dos radiotelescopios más: "Uno de los cuales —explica Varsasky— estará orientado hacia el sur y el otro hacia el oeste; ambos montados sobre rieles; destinados a estudiar la radiación de las fuentes más remotas".
Varsasky y sus 19 expertos trabajan de sol a sol, y no solo en el radiotelescopio: plantan árboles, cultivan una huerta, amasan un concepto de solidaridad que excede el de las rencillas que frecuentemente colocan a los intelectuales argentinos en posición de expectante pasividad.
Una divertida circunstancia revela hasta qué punto los anima un espíritu festivo: en poco menos de dos años de trabajo, a la par del radiotelescopio, están a punto de culminar las obras de una pileta de natación y una cancha de tenis (pero se han olvidado de construir un baño). También funcionará allí la sede del recién fundado "INRA Galactic Club".
Ninguno de los compañeros de Varsasky recibe estipendios mayores de los 30 mil pesos mensuales; el promedio del grupo es de 19.500. Varsasky, que rehusó ganar en los Estados Unidos el equivalente de 204 mil pesos por mes, cobra (como director del INRA y profesor de física de las universidades de Buenos Aires y La Plata) 53.400 pesos mensuales netos.

Revista Panorama
12/1964

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