Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

LOS CARNAVALES DEL BUENOS AIRES DE AYER
por Rufino Marín

¿El Carnaval es una fiesta de la alegría? No cabe la menor duda de que tal fué el origen del Carnaval; la cabal intención de esas desbordadas y desbordantes fiestas anuales que con muy pocas variantes, todos los pueblos celebran en más o en menos y en donde siempre hay —aun en los de más cristianos orígenes y sentires— "una satiresa de mis fiestas paganas" que escribiera Rubén Darío; porque en Carnaval, Oriente y Occidente se dan la mano como dos camaradas que van en el mismo sentido; se enlazan a bailar que es forma de alegría sin palabras, y una como divina locura llena de luces y de asombros, ronda a las almas," las conmueve y las conturba, las enciende y las empuja a la carcajada, las enrojece como un hierro en la fragua, para luego, volver al cauce gris de los días medidos en horas y en minutos, en gestos y en acciones como si nada hubiese pasado, como si todo aquello no hubiese sido sino un sueño. Muchos sueños. Una caravana de sueños...
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Pero nos hemos desviado. No es acerca del Carnaval y su concepción humanística que deseamos escribir, sino sobre nuestro Carnaval. Con mayor precisión aún, sobre nuestro Carnaval porteño. Pero no el de Hoy. ¿Para qué habríamos de hablar sobre el de hoy, si está al alcance de nuestros cinco sentidos? ¡No! Sobre el de Ayer. El viejo Carnaval de Buenos Aires, el que recogió aquella mezcla como un sabor a cóctel por las costumbres de los pueblos intervinientes tan dispares el castellano y demás grupos ibéricos, el itálico, el aborigen, el meztizo y hasta el negro del África doliente, sensual y misteriosa, porque como en la viña del Señor, en los Carnavales del viejo Buenos Aires, había de todo: ¡hasta alegría!...
Una alegría desbordante a flor de piel; ingenua como una risa de ñiño; penetrante sin malicia, como una frase dicha al descuido, como el per fume de una flor... Los versos de la chiquillería que agrupados en murgas (1) recorrían el barrio —y en ocasiones la ciudad entera con lo grande que es— contorsionándose entre sones de pitos y de flautas, de violines desafinados horrorosamente, de tambores y cencerros, y en general, de cuanto menester hiciera bullanga y algarabía, repitiendo hasta el martirio aquella cuarteta —o lo que fuera— cuyo recuerdo todavía perdura en la tradición oral;
"A nuestro Director
le duele la cabeza;
y quiere que le den
un vaso de cerveza
Otras, al son de simples latas vacías batidas en un estrépito de infierno, en una imitación macarrónica del portugués, cantaban estos versos, frente a cualquier chica bonita que se asomaba a los balcones, o que repartía lo adorable de su sonrisa, en la puerta de calle de su casa:
Vocé gosta de mim
O'María,
eu tamben de vocé
O'María!
Vou a pedir a seu pae
O'María,
p'ra casar con vocé
O'María!
Y un coro de risas de contagio infalible, rubricaba la acción de la murga, que luego de hacer mil reverencias, ponía su proa hacia otro balcón, otra puerta de calle, otro florecer de mujerío en a esquina, otra oportunidad a su bullanga y a sus cabriolas. Porque una de las características de la murga, es lo ensordecedor, lo atronador, lo infernal de sus estrépitos y lo Inverosímil de sus excentricidades y acrobacias; en otras palabras para decirlo todo de una vez: toda la locura del ruido y del movimiento.
Hasta 1915 más o menos, las murgas en los Carnavales porteños ocuparon un lugar de preeminencia en la carcajada popular. Las hubo y por cierto de amasados prestigios a través de sus presentaciones hechas como a ritmo de reloj en el amasijo de los años. Así por ejemplo, las de "Somos de San Telmo", "Los amigos del pardo Cristóbal, de la Balvanera de los reñideros de gallos,
"Santa Lucía for ever" de la Boca del Riachuelo, y sobre todo, "Los guapos de Monserrat". Todas estas murgas ostentaban grandes y valiosas medallas obtenidas en rudos concursos de ingenio colectivo, destreza, malabarismo, dominio del Arte de Terpsícore y también de... hombría...
Las comparsas (2) fueron otro de los altos renglones en la concurrencia a la clásica fiesta porteña hecha en honor de Momo, el dios de la Risa y de la Burla, hijo, del Sueño y de la Noche, que fuera expulsado del Olimpo por la causticidad de sus sarcasmos.
Estuvieron las comparsas —escalones más altos que las murgas— en la preferencia sentimental del viejo Buenos Aires. Pertenecer a una de éstas, era algo más que un timbre de orgullo, como señalación de un honor que competía a toda la familia. Una hubo la más famosa de todas, "La de Barracas al Sud", en cuyas filas formaron mozalbetes que habrían de ser más tarde nombres en la jerarquía artística de nuestro porteñismo, como Pablo Podestá, el león de nuestros tablados de la farsa; como Agustín Riganelli, el de las manos de oro de nuestra estatuaria; como Betinotti el payador máximo del Buenos Aires en formación, aquel que cantó al son de su fiel guitarra aquellos versos que empezaban:
"Pobre mi madre querida
cuantos disgustos le daba,
cuantas veces escondida
llorando lo más sentida,
en un rincón la encontraba...
Las comparsas de los Orfeones, constituyeron durante muchos años verdaderos duelos artísticos en la presentación de conjuntos de disciplina extraordinaria como masas corales de alta potencia humana de merecimientos. Los centros de residentes españoles: Numancia, Gallego, Asturiano, Burgalés, Región Leonesa, Gaditano, Casal Catalá etc., se alternaron en la obtención de los grandes premios, siendo justicia anotar, que para su discernimiento hubo siempre largas discusiones, por lo difícil de su calificación, tales eran los méritos idénticos de los concursantes.
Había en los viejos carnavales, además de lo que llevamos dicho, cuatro aspectos más de su brillo y esplendor que hicieron época: las máscaras sueltas, los corsos vecinales, los bailes familiares y las carrozas. Cada uno de esos aspectos era un alarde de ingenio. Hasta tal punto se adentró en el corazón de Buenos Aires el alma del Carnaval, que tres meses antes de que éstos comenzaran, ya se hablaba de ellos en toda conversación de la ciudad.
Las máscaras sueltas gozaron de gran favor popular; desde el vulgar "Cocoliche", al "Caballero D'Artagnan"; desde la "Aldeana holandesa" a la "Margarita Gauthier"; desde el "Pierrot" sentimental al "Oso Carolina", hubo una gama poco menos que infinita de disfraces, en los que se gastaban miles de pesos en su presentación de artística opulencia. En esos carnavales, salían a relucir trajes de épocas olvidadas hasta por la historia, pero no así en la imaginera fantasía de los buscones de originalidad. Se dice que don Manuel Quintana, que habría de ser con el correr de los tiempos presidente de la República, fué la figura central de las máscaras individuales del Carnaval de 1857 con su disfraz de Rey Siphtah (3), de Egipto. Tenía entonces Manuel Quintana 23 años...
La "purretada" prefería los "gauchos", "pelotaris", "baturros", "mariposas", "aldeanas", según fuera la nacionalidad de sus viejos ascendientes; y la "gente grande" lucía su prestancia de sastrería hecha de ex profeso, en tipos históricos que a veces cobraban jerarquía y en ocasiones eran hazmerreír de la multitud. Toda esa mascarada suelta, se daba cita —sin dársela— en determinadas casas y fué de tal suerte, como aquellas reuniones resultaron en muchas ocasiones de un brillante esplendor. Adentrándose mucho en el Buenos Aires de Ayer, debe consignarse que una de las mansiones que más preferencias gozara, fué la casa de doña María Josefa Ezcurra, la cuñada de Rosas, en la calle Moreno 463 (que todavía existe) en cuya amplia terraza hubo los bailes más famosos de Buenos Aires. El "Gauchaje", o los así disfrazados, tenían otro lugar para su amor querendón y lo fué por mucho tiempo, la "Pulpería La Paloma" que quedaba en la cortada Luján, hoy doctor Juan Ángel Golfarini 299, en la bajada a Paseo Colón.
Pero por sobre todo, sobre los bailes, disfraces, comparsas, murgas, corsos, etc. una estrella brillaba sobre todas las estrellas: la Madre Alegría con su cohorte inefable de cascabeles y de risas...
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(1) Compañía de músicos instrumentistas de ninguna monta, que va haciendo oír sus sones por las calles y a las puertas de las casas; destemplada orquesta de ningún fuste.
(2) Conjunto de máscaras que van vestidas con trajes de la misma clase.
(3) Siphtah fué rey de Egipto de los más antiguos. Su retrato fué encontrado en una pintura mural en el Valle de los Reyes, en las excavaciones que se llevaron a cabo en Biban-el-Muluk.
Revista PBT
22.02.1952

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