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"LA MUJER Y EL HOMBRE ESTÁN EN IGUALDAD DE CONDICIONES"
afirma, Emilia Bertolé


EMILIA Bertolé ocupa un lugar destacado en el arte argentino. Pero su vida espiritual, su actividad de cultura más allá de su arte, podrían servir de ejemplo para las mujeres argentinas. Su educación, su sensibilidad, su actitud siempre bondadosa ante los episodios más adversos, le dan una admirable actitud frente a la vida. Podría decirse, hablando de la educación femenina, que Emilia Bertolé es un arquetipo de mujer. A pesar de ser la pintora frecuentemente asediada por los reportajes, hemos considerado que quedaban muchas preguntas interesantes que jamás le habían sido formuladas. Por eso, cuando llegamos al taller de Emilia, después de un rato de conversación preliminar, le preguntamos:
—¿Qué episodio de sus comienzos de pintora recuerda usted más intensamente.
—Era muy chica y siempre gustaba de leer crónicas sobre pintura y escultura. Cuando encontraba en ellas un nombre dé mujer, me sumía en un estado de espíritu especial. Mi opinión primitiva era que el campo del arte estaba vedado en cierta forma a la mujer y que yo nunca podría figurar entre los artistas más conocidos del país. Pero un día me impresionó la lectura de una crónica sobre una pintora chilena en que se hablaba de la sensibilidad femenina puesta al servicio de la pintura. Nunca olvidaré esa crónica; estaba hecha para mí, era como si el escritor me conociera y tratara de disipar de mi espíritu las dudas que me impedían seguir el maravilloso camino del arte. Es así como un desconocido, hablando de una pintora para mí desconocida, trazó para siempre el destino de mi vida. Este hecho me impresionó vivamente y gusto de recordarlo.

—Pero alguna pintora, alguna artista, habrá influido directamente en su arte?
—Cuando comenzaba a pintar eran muy pocas las mujeres que se dedicaban a la pintura, de tal modo que no tuve a nadie a quien seguir. Entonces, fueron los pintores quienes me guiaron en mis comienzos. Así llegué a admirar a Alfredo Guido, que fué quien tuvo mayor influencia sobre mi técnica y mi selección de temas. Otros pintores a quienes admiré fueron César Caggiano y Emilio Centurión, entre los pintores argentinos de la época, pero quien realmente ha dejado una huella profunda en mi espíritu, una huella que no se borrará jamás, es Eugene Carriére. Esa nebulosidad sugestiva de su pintura es lo que yo quisiera dar a la mía, el tono de lirismo que quisiera imprimir a mis cuadros.
Creo que es oportuno recordar la gran figura de Víctor Torrini, el amigo más decidido y leal que han tenido los pintores en Buenos Aires. Cuando expuse por primera vez en un salón, era casi una chiquilina, pero obtuve un gran éxito para lo que eran aquellos tiempos. En esa oportunidad recibí un telegrama de Torrini, que no me conocía, en el cual me felicitaba por mis cuadros. Esto me alentó muchísimo; se trataba de la felicitación desinteresada de una persona que no tenía ninguna relación conmigo.
Además, acontecieron en mi vida una serie de episodios dignos de contarse y que tienen relación con mi pintura. Desde muy pequeña sentí pasión por el arte. Y mi madre, cuando yo tenía siete años, me llevaba a pasear para que, observando el paisaje, sintiera interés por determinados asuntos y pintara. Yo parecía entonces una muñeca, con mis dos moños en el pelo y mi falda cortita, iba siempre con mis cajas de colores y mis cartones. Un día me puse a pintar un rincón de una plaza y en ese momento acertaron a pasar dos muchachos grandes que se pusieron a observar mi pintura. Al cabo de un momento, uno le dijo al otro: —Esta tiene que comer mucho pan todavía para pintar bien. — Cada vez que recuerdo esta frase me río, y después recuerdo la profunda impresión que la observación me causó. Durante días y días no hice otra cosa que recordarla y el desaliento más grande se apoderaba de mí. Es el poder que tiene aún hoy una crítica desfavorable. No me irrita; me desalienta profundamente y me cuesta trabajo rehacerme.
Otra gran emoción de mi vida, pero de orden sentimental, fué la primera declaración de amor. Tenía yo doce años y concurría ya a la academia de pintura. Un día, al llegar, me encontré una declaración de amor, escrita, sobre mi tablero. Esta declaración la había dejado, indudablemente, uno de los alumnos de la noche. Estos eran muchachos grandes y tal circunstancia me impresionó mucho. Sentí en ese momento una mezcla de emoción y de orgullo, que perduró muchos días.

—¿Recuerda usted alguna figura femenina que se destacara en la época en que empezó a dedicarse seriamente a la pintura?
—Sólo recuerdo una, notable ya por el vigor de su pincelada, y a quien yo admiraba mucho, aunque nuestras tendencias artísticas fueran tan opuestas: Ana Weiss.
Puede decirse que cuando empecé a pintar había muy pocas mujeres que se dedicaran a mi arte. Esto es una cosa relativamente nueva; ahora están surgiendo día a día, nuevas figuras femeninas en el arte, pero entonces eran raras.
Debo agregar que, fuera de la pintura, había una mujer a quien yo admiraba apasionadamente: Alfonsina Storni.
Hacía poco tiempo que había llegado yo de Rosario, cuando un día la vi en la sala Witcomb. Imposible describirle la emoción que sentí. Me quedé observándola de lejos, y cuando salió conversando con una amiga mía, las seguí de cerca, tratando de escuchar lo que decía. Quería oír las palabras que salían de esa boca, convencida de que debían ser diferentes de las palabras de todos los demás, aún en el curso de una conversación vulgar.

—¿Cree usted, Emilia, que la mujer argentina puede dedicarse provechosamente al arte?
—¿Por qué no? En mi opinión, la mujer y el hombre están en equivalencia de condiciones. Tanta capacidad tiene ella como él y no creo que solamente al hombre le esté permitido dedicarse al arte. Hoy la mujer empieza a tener la noción de sus facultades artísticas, tanto tiempo desdeñadas, y no debe amilanarse por nada.

—¿Cuál es la orientación actual de la pintura argentina?
Emilia reflexiona un instante antes de responder.
—Estoy tan alejada de los círculos artísticos en la actualidad, que no podría contestarle categóricamente. En realidad, estoy ausente. El curso de la pintura actual no está de acuerdo con mi temperamento. Y ya me he cansado un poco de todo esto. Permanezco aislada. Los compañeros de antes se han alejado, se van renovando los hombres y me siento un poco extraña en ese ambiente. Me he encerrado en mi isla y vivo mis propias obras.

—¿Hay algo que usted ha anhelado mucho y lo ha conseguido?
Con sencillez, Emilia nos responde:
—Toda mi vida he suspirado por tener un "atelier"' y ahora que lo tengo, me siento empequeñecida, inhibida; me parece que no voy a poder trabajar a gusto, me siendo demasiado poca cosa dentro de él; — y agrega sonriente: —Moraleja: Más vale no conseguir lo que se desea.

Estamos por hacerle otra pregunta cuando nos dice:

—¡Ah! Quiero comunicarles uno de los acontecimientos más importantes de mi vida y que más placer me ha proporcionado: Mi mamá se dedica ahora a la pintura. Está sumamente entusiasmada, y creo que hasta tiene deseos de exponer. ¡Imagínense! Mi madre, que dirigió mis primeros pasos hacia la pintura y que ahora se dedica a su vez a pintar...

—Una última pregunta, Emilia: ¿Cuál de sus obras es la preferida?
Emilia Bertolé queda un instante pensativa y luego agrega:
—No podría decirle a punto fijo cuál es la que prefiero, pero creo que la que más quiera es esta, porque me recuerda una época llena de ilusiones, — es un autoretrato, y nos señala un cuadro, un rostro nimbado por una cabellera rubia, con unos inmensos ojos claros llenos de ensueño y vaguedad, que parecen esperar algo y temerlo al mismo tiempo. Es Emilia adolescente, Emilia en la época en que empezaba a mirar la vida y a tratar de comprenderla, cuando esperaba y temía al mismo tiempo algo que quizás sigue esperando. Lo contemplamos en silencio y no decimos nada, dominados por la sugestión que emana de ese cuadro.

Y en la penumbra del "atellier" nos despedimos casi silenciosamente de la Emilia de hoy...
E. Q.
Revista Crítica
6/4/1935





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