Teatro
El payaso que amaba a Shakespeare
La historia de Frank Brown —el genial payaso— es un capítulo poco conocido de la escena nacional.

De todos los personajes que ha podido crear el hombre, el recuerdo del payaso se alza como una cercana reminiscencia de una imagen infantil que siempre golpea el corazón. Mezcla de alegría y de tragedia, llanto y risa en una misma cara, extraño revés de peripecias e ilusiones, cuando la figura de un buen clown se instala en la pista de cualquier circo del mundo, el niño presiente que un amigo ronda su espíritu; y el adulto —asimilado por la cultura— se inclina ante la siniestra sensación de un parecido inagotable.
Frank Brown nació el 6 de septiembre de 1858 en Brighton, ciudad inglesa que había engendrado ya ¡numerables acróbatas y payasos. Era hijo de Henry Brown, un clown famoso. Con doce años apenas
abandonó la escuela y se escapó a Portsmouth para incorporarse a una compañía ecuestre. Su propio padre lo trajo a regañadientes.
La próxima huida surtió efecto: el padre, hombre de circo al fin, comprendió que su hijo deseaba los avatares, la incertidumbre de cambiar de techo todos los días, el deseo irrefrenable de ser para otros, deslumbrar e inventar la dicha en cada función.
A sus comienzos se refiere en una carta fechada el 5 de agosto de 1927: "Mi aparición en el circo fue así: mi madre era no profesional y vivíamos en un hogar permanente en Brighton, mientras mi padre viajaba solo y cuando le era posible venía a casa y permanecía unos pocos días para salir dé nuevo. Algunas de mis hermanas habíanse orientado hacia la actividad del circo, y yo creo que tenía en mi sangre algo semejante, aunque en mi infancia había visto poco del espectáculo: por eso es que pasaba el tiempo parado de cabeza contra las paredes y dando vueltas de carnero en el jardín de casa".
Y ese estar parado sobre la cabeza lo llevó, probablemente, a Londres en 1869 para firmar contrato en el Holborn Anphitheatre donde aprendería el oficio durante siete años y sin cobrar sueldo, de la mano de Henry Manley, que entonces era propietario de un circo en Glasgow, Escocia.
Cumplida la etapa de aprendizaje debuta en el invierno de 1877 en Moscú. A los pocos años estrena su personaje de payaso en Méjico. La crónica de sus andanzas relatada por Mariano Bosch, cuenta: "se contrató con los hermanos Carió y con ellos recorrió Venezuela, Islas de Trinidad, Guayana, Brasil, Uruguay, y a principios de 1884, la ciudad de Buenos Aires".
Y los porteños lo conocieron acróbata, payaso, volatinero, saltarín y trapecista. La pluma de Domingo Faustino Sarmiento, entonces, no se hizo esperar. Desde las páginas de 'El censor' escribió un artículo memorable: "Es el clown —redactó— más espiritual y más simpático que pueda imaginarse. Los monos son cojos y mancos a su lado, las leyes de gravedad le son completamente indiferentes: trepa como una mosca al palo más alto y jabonado; caminaría en un cielo raso sin quisiera y no vuela por pura coquetería".
Definición extrema pero auténtica del talento de un actor. Sus números rozaban a la magia más espectacular que se pueda imaginar. Las crónicas de la época guardan para la posteridad la descripción de algunos de ellos. En 'El lucero del alba', por ejemplo, Frank Brown lanza a dos caballos a la carrera unidos, únicamente, por sus pies; mientras, en los brazos, lleva a cinco niños de la compañía. En 'El salto de las bayonetas' la admiración del público se convierte siempre en una ovación interminable. No es para menos: dos filas enfrentadas con quince soldados
cada una, levantan sus fusiles con bayoneta calada. Los treinta soldados descargan sus armas al tiempo que Frank salta en triple salto mortal por entre el humo de la pólvora y el plomo de las balas. Número inédito, jamás practicado, hizo decir a Frank Brown después: "Yo había pensado que de fracasar en el ensayo no tendría oportunidad de hacerlo en público"
A su vida de payaso —viejo vendedor de ilusiones— lo aguardaba una desgracia que no detendría el espectáculo: en la Nochebuena de 1889 pierde a su pequeño hijo mientras navegaban en el Paraná, rumbo a Rosario. Meses más tarde, realizando un número ecuestre, su esposa, Ketty, cae del caballo y muere sobre la pista. Atroz destino donde la única consigna es hacer reír aunque la bota de la vida aprisione sin piedad.
Frank se va del país con la esperanza de retornar. Lo conocen los escenarios de África, India y Oriente. Consigo lleva la carpa y todos los animales amaestrados, su verdadero y único capital después de él. La mala suerte sigue esperándolo: frente a las costas de Ciudad del Cabo un violento temporal azota al barco. Se inunda la bodega y mueren todos los animales que actúan en sus números. Frank Brown, una vez más, tiene que postrarse ante la desgracia. Llora. Pero al otro día debe salir a la arena para hacer reír a su público.
En 1893 se casa con Rosita de La Plata en la ciudad de Montevideo. Trabajando juntos harán una gira por Chile, Colombia, Perú y Venezuela. La ecuyere y el payaso serán inseparables hasta el día de la muerte.
En 1910 Frank Brown ya tiene su circo instalado en Córdoba y Florida. Buenos Aires lo aplaude todos los días. El pueblo recorre kilómetros para verlo, no obstante, una noche de mayo, manos anónimas deciden incendiarlo. Como antaño ardió el teatro de La Ranchería porque algunos decían "que el diablo estaba
adentro", así se quemó el circo esa noche. Un atentado al pueblo y a la cultura. Uno más.
Después de una gira por América se instala en Corrientes y Carlos Pellegrini, donde hoy está el obelisco. El primero de enero de 1924, a consecuencia de la diagramación de las calles en la ciudad el circo del gran artista desaparece para no volver.
Frank Brown y Rosita de La Plata vivieron sus últimos años en una modesta casita de Colegiales. "Ahora estoy esperando alitas para irme al cielo", acostumbraba a decir a sus amigos.
La Argentina, su segunda patria, le había dado el dolor y la alegría. En el Cementerio Británico es posible ver su sepulcro pegado al de su mujer. Curiosamente siempre tiene flores: ¿quién se deslizará para cuidar que nunca estén marchitas?
"La acción se desarrolla en dos pistas de circo: una es el circo de Frank Brown; la otra, la ciudad de Buenos Aires con los interesados en que desaparezca y con las fuerzas que se van sumando al gran espectáculo". Así define Alfredo Zemma —co-autor junto con Roberto E. Torres de la obra que lleva el nombre del artista y director del espectáculo— la utilización del espacio escénico del Teatro Bambalinas. "La pista de la ciudad —prosigue— es la más expresionista. Toda la obra tiene algo de grotesco". Para los autores lo importante no es contar la vida del clown "Nos interesa un tiempo signado por circunstancias excepcionales —aclaran—. Se trata de 1910, año del centenario de la independencia que brinda alegría despreocupación por un lado y, por otro, miedo, histeria y desesperación ante la proximidad del cometa Halley que, según eruditos de la época, chocaría contra la Tierra en cualquier momento. Es un tiempo de curiosos personajes: Dominao Barisane, lunático anunciador de "la fin del mundo" (tal cual, en femenino y singular); Tulio Míguez, fabricante de herméticos refugios; el Payo Roqué, periodista, gracioso y vividor; el Negro Raúl, manso títere en manos de "niños bien" acostumbrados a portarse mal; la ignorada inventora del "Regenerador Magneteopático" ... Es, en fin, un tiempo alucinante, como si todos se hubieran vuelto locos de un día para otro. Hay 427 suicidios en 138 días. También hay amor fracasado, como el caso de aquella muchachita ingenua que se envenenó comiendo cabecitas de fósforos. También, por qué no decirlo, momento de patotas bravas en lo de Hansen, trata de blancas y agitación anarquista", concluyen los autores.
No se ha pretendido, sin embargo, lograr una reconstrucción fiel a esos años. El objetivo es lograr un divertimento desenfadado y audaz dónde los personajes que acompañan el trajín del payaso son, algunos verdaderos y otros inventados.
Sesenta piezas distintas de vestuario y una nueva consola de luces contribuyen al clima delirante del teatro unido al circo.
Con un costo de producción que alcanza los 100.000 dólares el autor de Cabaret Bijou y El padre, el hijo, Cía. limitada concreta una puesta en escena de corte netamente espectacular. La elección del protagonista fue por demás acertada: el célebre personaje es encarnado por Marcos Zucker, un actor de sólida formación que, además, conoce el circo por dentro. El elenco incluye, además, a Eduardo Acosta, Roberto Averbuj, Cristian Blanes, Rodolfo Brindise, Oscar Boccia, Oscar Calvo, Lucrecia Capello, Susana Delgado, Pepe Gabrielle, Margarita Gralia, Velia Kusch, Bernardo López, Jorge Maestro, Roberto Messina, Elíseo Morán, María Julia Moreno, Juan Carlos Pérez Sarre (uno de los mejores actores del Taller de Garibaldi) y David Sznek. La escenografía, el vestuario y la iluminación corresponden a Ariel Bianco. □
Osvaldo Quiroga
Revista Confirmado
29/03/1979

 

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