De todos los
personajes que ha podido crear el hombre, el
recuerdo del payaso se alza como una cercana
reminiscencia de una imagen infantil que siempre
golpea el corazón. Mezcla de alegría y de
tragedia, llanto y risa en una misma cara, extraño
revés de peripecias e ilusiones, cuando la figura
de un buen clown se instala en la pista de
cualquier circo del mundo, el niño presiente que
un amigo ronda su espíritu; y el adulto —asimilado
por la cultura— se inclina ante la siniestra
sensación de un parecido inagotable.
Frank Brown nació el 6
de septiembre de 1858 en Brighton, ciudad inglesa
que había engendrado ya ¡numerables acróbatas y
payasos. Era hijo de Henry Brown, un clown famoso.
Con doce años apenas
abandonó la escuela y
se escapó a Portsmouth para incorporarse a una
compañía ecuestre. Su propio padre lo trajo a
regañadientes.
La próxima huida
surtió efecto: el padre, hombre de circo al fin,
comprendió que su hijo deseaba los avatares, la
incertidumbre de cambiar de techo todos los días,
el deseo irrefrenable de ser para otros,
deslumbrar e inventar la dicha en cada función.
A sus comienzos se
refiere en una carta fechada el 5 de agosto de
1927: "Mi aparición en el circo fue así: mi madre
era no profesional y vivíamos en un hogar
permanente en Brighton, mientras mi padre viajaba
solo y cuando le era posible venía a casa y
permanecía unos pocos días para salir dé nuevo.
Algunas de mis hermanas habíanse orientado hacia
la actividad del circo, y yo creo que tenía en mi
sangre algo semejante, aunque en mi infancia había
visto poco del espectáculo: por eso es que pasaba
el tiempo parado de cabeza contra las paredes y
dando vueltas de carnero en el jardín de casa".
Y ese estar parado
sobre la cabeza lo llevó, probablemente, a Londres
en 1869 para firmar contrato en el Holborn
Anphitheatre donde aprendería el oficio durante
siete años y sin cobrar sueldo, de la mano de
Henry Manley, que entonces era propietario de un
circo en Glasgow, Escocia.
Cumplida la etapa de
aprendizaje debuta en el invierno de 1877 en
Moscú. A los pocos años estrena su personaje de
payaso en Méjico. La crónica de sus andanzas
relatada por Mariano Bosch, cuenta: "se contrató
con los hermanos Carió y con ellos recorrió
Venezuela, Islas de Trinidad, Guayana, Brasil,
Uruguay, y a principios de 1884, la ciudad de
Buenos Aires".
Y los porteños lo
conocieron acróbata, payaso, volatinero, saltarín
y trapecista. La pluma de Domingo Faustino
Sarmiento, entonces, no se hizo esperar. Desde las
páginas de 'El censor' escribió un artículo
memorable: "Es el clown —redactó— más espiritual y
más simpático que pueda imaginarse. Los monos son
cojos y mancos a su lado, las leyes de gravedad le
son completamente indiferentes: trepa como una
mosca al palo más alto y jabonado; caminaría en un
cielo raso sin quisiera y no vuela por pura
coquetería".
Definición extrema
pero auténtica del talento de un actor. Sus
números rozaban a la magia más espectacular que se
pueda imaginar. Las crónicas de la época guardan
para la posteridad la descripción de algunos de
ellos. En 'El lucero del alba', por ejemplo, Frank
Brown lanza a dos caballos a la carrera unidos,
únicamente, por sus pies; mientras, en los brazos,
lleva a cinco niños de la compañía. En 'El salto
de las bayonetas' la admiración del público se
convierte siempre en una ovación interminable. No
es para menos: dos filas enfrentadas con quince
soldados
cada una, levantan sus
fusiles con bayoneta calada. Los treinta soldados
descargan sus armas al tiempo que Frank salta en
triple salto mortal por entre el humo de la
pólvora y el plomo de las balas. Número inédito,
jamás practicado, hizo decir a Frank Brown
después: "Yo había pensado que de fracasar en el
ensayo no tendría oportunidad de hacerlo en
público"
A su vida de payaso
—viejo vendedor de ilusiones— lo aguardaba una
desgracia que no detendría el espectáculo: en la
Nochebuena de 1889 pierde a su pequeño hijo
mientras navegaban en el Paraná, rumbo a Rosario.
Meses más tarde, realizando un número ecuestre, su
esposa, Ketty, cae del caballo y muere sobre la
pista. Atroz destino donde la única consigna es
hacer reír aunque la bota de la vida aprisione sin
piedad.
Frank se va del país
con la esperanza de retornar. Lo conocen los
escenarios de África, India y Oriente. Consigo
lleva la carpa y todos los animales amaestrados,
su verdadero y único capital después de él. La
mala suerte sigue esperándolo: frente a las costas
de Ciudad del Cabo un violento temporal azota al
barco. Se inunda la bodega y mueren todos los
animales que actúan en sus números. Frank Brown,
una vez más, tiene que postrarse ante la
desgracia. Llora. Pero al otro día debe salir a la
arena para hacer reír a su público.
En 1893 se casa con
Rosita de La Plata en la ciudad de Montevideo.
Trabajando juntos harán una gira por Chile,
Colombia, Perú y Venezuela. La ecuyere y el payaso
serán inseparables hasta el día de la muerte.
En 1910 Frank Brown ya
tiene su circo instalado en Córdoba y Florida.
Buenos Aires lo aplaude todos los días. El pueblo
recorre kilómetros para verlo, no obstante, una
noche de mayo, manos anónimas deciden incendiarlo.
Como antaño ardió el teatro de La Ranchería porque
algunos decían "que el diablo estaba
adentro", así se quemó
el circo esa noche. Un atentado al pueblo y a la
cultura. Uno más.
Después de una gira
por América se instala en Corrientes y Carlos
Pellegrini, donde hoy está el obelisco. El primero
de enero de 1924, a consecuencia de la
diagramación de las calles en la ciudad el circo
del gran artista desaparece para no volver.
Frank Brown y Rosita
de La Plata vivieron sus últimos años en una
modesta casita de Colegiales. "Ahora estoy
esperando alitas para irme al cielo", acostumbraba
a decir a sus amigos.
La Argentina, su
segunda patria, le había dado el dolor y la
alegría. En el Cementerio Británico es posible ver
su sepulcro pegado al de su mujer. Curiosamente
siempre tiene flores: ¿quién se deslizará para
cuidar que nunca estén marchitas?
"La acción se
desarrolla en dos pistas de circo: una es el circo
de Frank Brown; la otra, la ciudad de Buenos Aires
con los interesados en que desaparezca y con las
fuerzas que se van sumando al gran espectáculo".
Así define Alfredo Zemma —co-autor junto con
Roberto E. Torres de la obra que lleva el nombre
del artista y director del espectáculo— la
utilización del espacio escénico del Teatro
Bambalinas. "La pista de la ciudad —prosigue— es
la más expresionista. Toda la obra tiene algo de
grotesco". Para los autores lo importante no es
contar la vida del clown "Nos interesa un tiempo
signado por circunstancias excepcionales
—aclaran—. Se trata de 1910, año del centenario de
la independencia que brinda alegría
despreocupación por un lado y, por otro, miedo,
histeria y desesperación ante la proximidad del
cometa Halley que, según eruditos de la época,
chocaría contra la Tierra en cualquier momento. Es
un tiempo de curiosos personajes: Dominao
Barisane, lunático anunciador de "la fin del
mundo" (tal cual, en femenino y singular); Tulio
Míguez, fabricante de herméticos refugios; el Payo
Roqué, periodista, gracioso y vividor; el Negro
Raúl, manso títere en manos de "niños bien"
acostumbrados a portarse mal; la ignorada
inventora del "Regenerador Magneteopático" ... Es,
en fin, un tiempo alucinante, como si todos se
hubieran vuelto locos de un día para otro. Hay 427
suicidios en 138 días. También hay amor fracasado,
como el caso de aquella muchachita ingenua que se
envenenó comiendo cabecitas de fósforos. También,
por qué no decirlo, momento de patotas bravas en
lo de Hansen, trata de blancas y agitación
anarquista", concluyen los autores.
No se ha pretendido,
sin embargo, lograr una reconstrucción fiel a esos
años. El objetivo es lograr un divertimento
desenfadado y audaz dónde los personajes que
acompañan el trajín del payaso son, algunos
verdaderos y otros inventados.
Sesenta piezas
distintas de vestuario y una nueva consola de
luces contribuyen al clima delirante del teatro
unido al circo.
Con un costo de
producción que alcanza los 100.000 dólares el
autor de Cabaret Bijou y El padre, el hijo, Cía.
limitada concreta una puesta en escena de corte
netamente espectacular. La elección del
protagonista fue por demás acertada: el célebre
personaje es encarnado por Marcos Zucker, un actor
de sólida formación que, además, conoce el circo
por dentro. El elenco incluye, además, a Eduardo
Acosta, Roberto Averbuj, Cristian Blanes, Rodolfo
Brindise, Oscar Boccia, Oscar Calvo, Lucrecia
Capello, Susana Delgado, Pepe Gabrielle, Margarita
Gralia, Velia Kusch, Bernardo López, Jorge
Maestro, Roberto Messina, Elíseo Morán, María
Julia Moreno, Juan Carlos Pérez Sarre (uno de los
mejores actores del Taller de Garibaldi) y David
Sznek. La escenografía, el vestuario y la
iluminación corresponden a Ariel Bianco. □
Osvaldo Quiroga
Revista Confirmado
29/03/1979
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