Loco! ¡Loco! ¡Loco! Es que si no estuviera, jamás
hubiera podido militar en la alegre demencia de
esta redacción! En esta laboriosa colmena de la
falta de cordura, que cada día se agarra a piñas
con el bostezo y le hace una goleada al
aburrimiento: ¡Arriba, muchachos, que se lo que
hacemos siempre puede hacerse mejor, por lo menos
ya estamos haciéndolo! Y tal vez porque se
sienten metidos en su cuestión y hermanos de su
personaje —y porque ellos, de algún modo, también
han contribuido a inspirar la cuestión y el
personaje— mis compañeros han querido que cuente
la historia de Balada para un loco. Lo voy a
hacer, como si estuviéramos en nuestra siempre
cordial y ruidosa rueda del boliche de Paseo Colón
y México. Pase, lector: si gusta, un cafecito. . .
Esta canción, muchachos, muy lejos de haber nacido
de alguna idea prócer, vino de algo que puede
ocurrirle a todos: vino de una tremenda tristeza.
¡Ya ves! Así andaba una tarde, con mi tristezón al
hombro, caminando por esta Buenos Aires nuestra,
tan digna de ser caminada. ¿No te fijaste qué
belleza sabe tener el anochecer de Retiro? ¡Una
barbaridad de lindo! Y en eso estoy, cuando
alguien me pregunta... MI MUFA: —¿Y si eso que
sentís, che, en vez de padecerlo lo cantás?
Encuentro que mi mufota tiene razón y me pongo a
canturrear, para adentro: Ayer, por la tarde de
Retiro, / pasó mi soledad en colectivo. / Y yo le
pregunté al colectivero: / "¿A dónde lleva a esa
viajera oscura?" / El me contestó: / "Sacó boleto
de catorce penas rumbo al olvido..." MI MUFA:
—¡No! No es así, vos lo sabés. Era cierto.
Entré a trepar, entonces, por Maipú arriba y seguí
por Arenales. ¿Viste que si vas caminando
distraído o absorto, por ahí mirás las vidrieras
sin mirarlas? Eso me ocurrió a mí. De pronto, ¿qué
veo?: atrás de un escaparate estaban unos
maniquíes haciéndome toda clase de guiñadas. ¿¡Qué
es esto!? Volví a mirar, y otra vez: guiñadas de
ojo izquierdo, ahora. ¡Santo Dios! Ahí,
inesperadamente, en el cristal de la vidriera
encontré mi propia cara reflejada. Y sin querer,
canté en voz alta: Ya sé que estoy piantao,
piantao, piantao... De sólo cantar eso, sonreí.
Al pie de la sonrisa, pensé: ¿Por qué no ganarle a
la tristeza? ¿Por qué no? Sentirlo y advertir que
mi mufa salía al trote como una satanaza a la que
hubieran mostrado el signo de la cruz, fue una
sola cosa. Lo demás: al cruzar, en la esquina, los
semáforos me pusieron las tres luces muy celestes;
tres pibitos que andaban por allí, embromando con
sus muñequitos astronautas, entraron a bailarme
en torno; desde el cajón de las naranjas del
puestero me llovió una lluvia de azahares. Así,
medio bailando y medio volando, di por hecho que
la canción que me había carburado la mufa tenía
que ser, precisamente, un himno a la antimufa.
Una pequeña cantata de la locura linda, de la
ventana abierta, del aire pobre y perfumado que te
circula por las venas y te... ¡Bueno! Con esa
ideíta entre la frente y la nuca me fui para casa
y se la conté a Piazzolla. ¡Mirá quién para que no
le guste una cosa así! —Sería —le dije— una
suerte de grito cantado y loco de esta manera de
vivir nuestra. De esta euforia y de esta angustia
de hacer, ¿viste? De esta manera de ser tan libre.
Del dicho al hecho no hubo más tiempo que el
necesario para cebar unos mates (aunque este Astor
es tan apurado que es capaz de matear echándose un
puñado de yerba en la boca con la zurda y un
chorro de agua hirviendo con la derecha... ¡Ahí).
El kilómetro cero fue, claro, el delirio murmurado
ante el escaparate: Ya sé que estoy piantao,
piantao, piantao. .. Sobre esa base borroneé una
estrofa con una proposición de frase musical y un
puñado de locuritas que después no quedaron como
"ayer he visto a un beatle mordiendo un bandoneón"
y otras por el estilo. —Pero eso del poema y el
trombón, no lo vas a sacar, ¿no? —No, Astor,
no. Con la estrofa en el atril, empezó la
música. Música de piano: primero él intentó una
melodía de tango terraja, bien reo. Era, por
cierto, muy hermosa. Pero no era la cosa. Vuelta
atrás: la humorada ya estaba en las palabras. La
música, así, debía cantar el otro costado de la
explosión: ese qué sé yo de la tardecita
porteña... Otro tanto hicimos con la segunda
parte (|Loco! ¡Loco! ¡Loco!). Una vez que la
música estuvo terminada, empecé a escribir la
letra definitiva. Infierno. —¿Se puede vichar
lo que estás haciendo? —No. —Pero eso del
poema y el trombón queda... —Si, Astor; queda,
queda. Y de este modo, con la cabezota del
Piazzolla asomada como un fantasma impaciente
sobre mi hombro, seguí la verseada: Quereme así,
piantao, piantao, piantao, / ponete esta peluca de
alondras, ¡y volá! —¿Querés un matecito? ¿Se
puede ver? —Sí al mate; no a la vichada.
—¡Pero, che! Cuando música y letra, después de
diez pasadas de garlopa y de lija, estuvieron
surgió un problema: el tema, ¡por supuesto!, había
de cantarlo Amelita Baltar. Y el texto estaba
pensado y sentido por un varón. La salida apareció
pronto: en febrero del año pasado, mientras
pergeñábamos "María de Buenos Aires" en un
balneario de Uruguay, habíamos visto una película
que nos dejó fascinados: "Rey por inconveniencia",
con Alan Bates. Y, de repente, en nuestra canción
de locos descubrimos el aire, la ternura de aquel
manicomio conmovedor. Ahí le sugerí a Astor un
valsecito farsesco —que ya estaba nombrado en la
letra— y que serviría de clima para que una mujer
contara su encuentro con el piantao y relatara
cantando lo que él le dice. El valsecito salió a
pedir de boca: es una versión valseada de la
melodía de tango de la segunda parte de la
canción. (Vaya esto para la mala fe de quienes,
para probar que "Balada para un loco" no es un
tango, argumentaron que tiene un vals metido en el
medio. . . ¡Dale, pibe!) Las tres cuartetas
recitadas que intercalamos las escribí —ya con la
entrega al Festival de Buenos Aires encima entre
tango y tango del Viejo Almacén, con Ciriaquito
Ortiz al lado y contándome cuentos: "¿Sabés, che,
que en Córdoba hay un tipo que vende gestos para
cantores? ¡Ja, ja, ja!" En él pensé, también,
cuando puse eso de "Nos sale a saludar la gente
linda. . ." Por último llegó el momento de
poner el título. Desde que empezamos a trabajar
—la canción la hicimos en siete días exactos— al
sentamiento de la "antimufa" le habíamos dado
nombre con una palabra que mi querido Mario Mactas
suele perpetrar en esa delicia de cosas que
escribe: La flastrufia. Después, como ya teníamos
"una "Balada para mi muerte" (balada, en su
sentido antiguo, es decir: cuento cantado),
optamos por el que ya sería definitivo.
Posdata: la canción que hemos hecho tiene poca
importancia. Queríamos, sí, aumentar la capacidad
de fantasía de los demás, aumentar en todos la
temperatura de los sueños, vociferarle a la
rutina: ¡Volá, vení, volá! Nos inspiramos en
nuestra propia pasión de vivir y en todos los
locos que, cada día, inventan el amor: en ese loco
de Collins, por ejemplo, que llegó a tres palmos
de la Luna, ¡y no bajó! En mi compañero Luisito,
que lava copas de noche, hasta las cuatro de la
mañana, para poder seguir de día su carrera de
médico. En los que, todavía, saben conversar con
un perro sin sentir vergüenza. Y en todos los
quijotes que en vez de casco y cota de malla
llevan medio melón en la cabeza y dos banderitas
de taxi libre levantadas en las manos, y son bien
capaces de la prepotencia de enamorar y de la
humildad de enamorarse. Ya sé que estoy piantao,
piantao, piantao... HORACIO FERRER
Revista Gente y la actualidad 11/12/1969
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