La censura es lo mas grande genial que existe
Vayan estas líneas, breves pero sinceras, como un merecido homenaje a la noble y anónima institución que cuida la integridad del hogar, defiende a los niños, protege a los jóvenes y libera a uno de tener que pensar con su propia cabeza

"Si el Diablo es una ocasión de pecado pero podemos burlar las trampas que nos tiende, la tentación es una oportunidad para la santidad ... Agrega a eso Santo Tomás de Aquino que inhibir o abolir la influencia de las fuerzas del mal sería una violenta y caprichosa manera de interferir los efectos normales de las causas creadas por Dios, además de interferir con las leyes de la Naturaleza." (Encyclopaedia Britannica, tomo 7, página 327, artículo "Diablo".)

Al igual que las clases sociales, los anticonceptivos y la bikini, la llamada "libertad de expresión" es un miserable invento de los comunistas. Hoy en día es común que los críticos de arte, los periodistas y los disconformes en general —atención, toda gente rara— pretendan convertirse en cruzados de esa libertad, para, en última instancia, difamar a la Censura. Es lógico que lo hagan: su único objetivo cierto es provocar el relajamiento de las costumbres —me refiero a las costumbres de la gente como uno—, sin advertir que ante ellos se yergue inconmovible esa formidable institución, no por anónima menos digna y responsable. Triste es reconocer que en su inútil intento los calumniadores no están solos: años, siglos de insidiosa labor han hecho que el común de las gentes, con la mente recalentada por esa prédica, también piense que la Censura es superflua, inconducente y hasta nefasta. ¡Ay!, ingrata paga por un esfuerzo sobrehumano, que exige a veces estrujar el corazón y seguir adelante para bien de todos, volviendo a ver una y otra vez films plagados de desnudos, releyendo novelas picantes, pegándose a la radio o el televisor para poder expurgar toda audacia, todo exceso de franqueza.
Seguramente muchos piensan, con ligereza, que el trabajo de la Censura es fácil, que cualquiera puede hacerlo con sólo tener vocación y temperamento. No es tan sencillo, empero, hacerlo bien. Recuerdo un caso acontecido en España —según me contaron— hace una década. Para preservar la salud mental del público se estilaba, entonces, doblar todos los films cambiándoles los diálogos si era necesario. Así fue como la Censura, sabiamente, decidió que en 'De aquí a la eternidad' los personajes encarnados por Burt Lancaster y Deborah Kerr se revolcaran por la playa movidos por un sentimiento familiar y no por una imprudente pasión; así, en los nuevos diálogos resultaron ser primos o parientes cercanos. ¿Quieren creer ustedes que la gente no supo mirarlo así, que el esfuerzo fue inútil, que los españoles se codeaban con picardía recomendando ese film tan zafado e incestuoso? No es tarea fácil, no.
Otra falsa presunción —diseminada por los barbudos de siempre— es que la Censura es monotemática, que siempre se la toma con lo erótico. Primero, que eso del erotismo es pura basura sembrada en las mentes inmaduras: la gente bien no sufre erotismo, tan sólo se distrae sanamente. Segundo, la Censura también cuida la rectitud filosófica, política y hasta musical de la población. Musical, sí: ¿ignoran ustedes acaso que un corto publicitario de un whisky fue prohibido porque sugería que Para Elisa de Beethoven es un tema aburrido?
No fue el único caso en que hubo que ajustarle las cuentas a la publicidad televisiva: un corto de galletitas mostraba a un grupo de chicos tomando por asalto un camión y devorando su contenido alegremente (una clara incitación al delito: fue prohibido); otro mostraba a una pareja impúdica jugando con avioncitos de papel mientras comía chocolate (fue prohibido); otro presentaba a una modelo mordisqueando la manzana de la gran tentación (fue retirado tras alguna invitación amable); otro corto se atrevía a mostrar los contoneos de esa criatura satánica que se llama Susana Giménez (se modificó de manera de cubrir la retaguardia). Un confuso diálogo acerca de Carlos Gardel, tomar caña y guardar la botella en un estante alto mereció una buena mano de alquitrán en la banda sonora: ahora se entiende menos que antes, y todos conformes.
Estas medidas de la Censura —como ya se ha dicho es una institución múltiple, con distintas cabezas, ya sea que se trate de vigilar films, obras de teatro, televisión, radio o libros— tienen una finalidad primordial: proteger. Ya lo decía claramente la ley de censura cinematográfica sancionada durante la gestión del ministro Borda: ese instrumento estaba destinado a defender la libertad, con algunas excepciones, claro, que bien podrían encuadrarse en la sana represión del libertinaje. Pero la gente es mala y no entiende. Los peores de todos son los jóvenes, que se la pasan riendo, llorando, amando, bailando y perdiendo el tiempo en otras mil inútiles manifestaciones emotivas. Les faltan experiencia, equilibrio y serenidad, y pueden recaer —si no se los marca de cerca— en una intolerable alegría: deben ser protegidos. Claro que siempre habrá quien encuentre pelos en la sopa: un funcionario de la distribuidora norteamericana Paramount se quejó, a su paso por la Argentina, porque todos los films de Ingmar Bergman eran calificados automáticamente como prohibidos para menores de 18 años. No me parece una queja justa: una vez que se han visto dos o tres films de Bergman, ya se sabe que todos los demás tampoco son aptos para menores, no es necesario seguir viéndolos uno por uno —a quién se le ocurre— para calificarlos.
El más temerario de los conceptos sobre el tema es que la Censura podría desaparecer sin perjuicios para nadie. Imaginar qué pasaría en un caso así estremece la conciencia: al día siguiente la inmoralidad, los malos ejemplos y las invitaciones al pecado estarían a la orden del día. No faltaría algún fabricante de dulces que intentara pasar por televisión un corto promocionando "caramelos para egoístas" (creo que ya ocurrió algo de eso, pero la Censura actuó tan rápido que no alcancé a verlo), y las distribuidoras repondrían (o estrenarían) films inmundos a los que sólo una buena prohibición o severos cortes pueden poner en vereda. Ya me figuro la cara que pondrían los ciudadanos de pro al entrar inocentemente al cine y tener que aguantar en la pantalla // (prohibida), Homo eroticus super-macho (prohibida, claro: el personaje principal es un playboy que tiene tres ... en fin . . . glándulas en vez de dos), Soy curiosa (prohibida), Una historia perversa (prohibida) y otras cien, incluyendo el Satyricon (no sé qué habrá hecho la censura romana con el original de Petronio, pero lo que es la versión de Fellini acá no pasa). Para no hablar de los films que se proyectan bien recortados y que entonces podrían recuperar tomas enteras (Perdidos en la noche y La caída de los dioses serían dos casos particularmente irritantes).
No, no puede ser: si la Censura fuera abolida, mitigada o constituida por especialistas, el desborde sería total. Ya se sabe la mala entraña de directores y distribuidores: en cuanto pueden, hacen lo que el público quiere. Y si pueden escabullirse, eludir la mano de la Moral Oficial, lo hacen: en una ocasión se prohibió el film Manon, de Henri-Georges Clouzot, en el ámbito de la Capital Federal, y entonces el distribuidor Alberto Bousquet no tuvo mejor idea que exhibirlo en varios cines del Gran Buenos Aires, alguno de ellos ubicado a escasos 30 metros de la avenida General Paz; hasta se hizo circular el slogan "Vea películas prohibidas detrás del puente". Esa contumacia de cierta gente la lleva a agobiar a la justicia con reclamos reiterados y fatigantes: el productor de la obra teatral Extraño Clan, de Mart Crowley, no contento con la prohibición municipal sobre la pieza, la presentó igual, padeció la clausura del teatro Odeón, se presentó ante el juez y obtuvo fallo favorable, pero una apelación de la Comuna volvió todo a fojas cero. Si Leonardo Barujel —de él se trataba— no hubiera intentado dar temas polémicos, habría ganado plata y tanto la Municipalidad como los Tribunales habrían ganado tiempo.
Por supuesto, la cantidad de obras de teatro o films que la Censura debe ver no es demasiado grande: lo que agrava las cosas es que a veces una sola mirada no basta. Un crítico de cine me contaba —él lo decía burlonamente, a mí me parece admirable— lo que pasó con la película Los demonios, del realizador Ken Russell (un asqueroso, autor de Mujeres apasionadas y La otra cara del amor, sobre la depravada vida de Peter Ilitch Tchaikovsky). Bueno, la distribuidora optó directamente por no mandar el film a la Argentina, pero la filial local quiso "tirarse un lance", pidió una copia sin usar a sus colegas uruguayos y la presentó a la Censura. Un mes y medio después el film fue devuelto, prohibido; lo excepcional fue que la copia estaba hecha añicos. El veredicto de un proyectorista profesional dice que la deben haber pasado no menos de cincuenta veces. ¡Y después no faltan quienes se quejan de que los films son prohibidos sin mirarlos!
Los que sí fueron muchas veces secuestrados sin interiorizarse de su contenido fueron los libros detenidos en Correo —lamentablemente, en los últimos meses ese celo ha decaído—: es lógico y humano que un empleado que se encuentra con un libro titulado Psicoanálisis y política, de Herbert Marcuse, lo mande a la hoguera sin contaminar sus horas libres pegándole una ojeada. En cambio, las prohibiciones municipales —ya se ha dicho que la Censura tiene varias instancias independientes— dividen a los libros en tres categorías claras e inequívocas: pueden ser "inmorales y presuntamente obscenos", pueden ser "inmorales" a secas o de "exhibición restringida". Como se ve, ninguna ambigüedad, nada dejado a la interpretación personal.
Más difícil, en cambio, es controlar eficientemente los programas de radio y televisión: a un libro se lo puede prohibir por el título o la tapa, y los films y obras teatrales no son tantos. Pero escuchar decenas de emisoras, algunas de las cuales trasmiten durante 20 ó 24 horas diarias, ocasiona un considerable gasto extra de energías. Eso sí: a veces un buen escarmiento basta. Véase el caso del execrable Peruano Parlanchín: la Censura sabía que había que hacerle algo —Guerrero Marthineitz hablaba de cualquier tema, invitaba a la gente a opinar de política, escapaba a menudo de los trillados caminos de la prudencia—, pero el muy ladino siempre se las arreglaba para no dar pasos en falso. Hasta que se dio la coyuntura favorable y entonces fue posible ponerle una multa por haber leído un párrafo de un libro en el que el autor usa una palabra afroportuguesa de ocho letras que hasta los chicos usan para referirse a un burdel y en sentido figurado, a cualquier situación caótica y embrollada. Quizás ese merecido castigo ayude a consolidar un sistema de autocontrol que en la televisión —hay que reconocerlo— funciona muy bien. Basta con leer los códigos morales internos de algún canal para observar que marchan por el buen camino: uno de ellos prohíbe enaltecer las relaciones prematrimoniales, excluye como temas el aborto, el incesto y el estupro, así como la prostitución y la trata de blancas, y excomulga todo argumento que se refiera a la homosexualidad, la marihuana o el suicidio ("salvo que este último se refiera a sucesos históricos o no se identifique con hechos susceptibles de producirse en Argentina").
Cierto es que a veces se cometen errores, pero más vale pecar por exceso de censura que por vista gorda. Aunque en ocasiones hay que mirar las cosas dos veces para entender el secreto designio que mueve al Censor. En Australia, por ejemplo, la Censura prohibió —según la agencia Reuter— tres libros titulados Problemas con una esposa francesa, Cómo divertirse en el lecho y Ahora te toca a ti. Un parlamentario, seguramente hippie o al menos barbudo —el señor W. Hayden— se permitió ridiculizar a los autores de la prohibición demostrando que el primero era un libro de cocina, el segundo ilustraba sobre juegos para niños enfermos y el tercero era un manual de tenis. Es difícil censurar sin cometer, de vez en cuando, algún error; pero, ¿era necesario que los diputados australianos se rieran un año entero a costa de los pobres funcionarios?
El caso australiano se debió a no prestar bastante atención a los textos, pero vean ustedes qué sucede cuando el celo de los censores es demasiado grande: en la comuna de Rosario se negó el acceso a una sala teatral de los miembros de la Comisión Calificadora de Espectáculos Públicos, con la ridícula excusa de que para ese espectáculo de Nacha Guevara se habían reservado solamente 5 localidades y los censores conscientes de sus responsabilidades eran, esa noche, 9, un número que alguno de los responsables de la sala osó calificar de "excesivo". Consecuencia: el municipio clausuró el auditorio, indudablemente subversivo, donde acababa de presentarse el coro de la Universidad de Yale.
Una tras otra, las pavadas que se dicen contra la Censura van cayendo en el descrédito en cuanto se las analiza en detalle: vean, por ejemplo, la acusación de que sólo se ocupa de hurgar excusas para implantar la Inquisición Erótica; todos saben que es mentira, que4 la Censura también prohíbe o mutila films por su contenido político, aunque no tengan ni un solo desnudo. ¿Había bañistas en mokini en 'La hora de los hornos', tenía escenas amorosas '¿Ni vencedores ni vencidos?', hubo alguna escena fuera de tono en 'Una mujer, un pueblo'? Ya ven: no tienen nada de erótico e igual es imposible verlas. Otro disparate calumnioso: que la Censura no sabe reconocer una obra de arte. Mentiras y más mentiras, la gente bien sabe que a un caballero —valga la metáfora— se lo puede mandar 30 años a la cárcel pero no se lo puede llevar esposado. Entonces, cuando aparece un documental como 'La hora de los hornos' no se lo prohíbe, sencillamente se manda a la policía a cada exhibición privada, hasta desanimar a los directores. En cambio, cuando un film como Teorema lleva la firma de Pier Paolo Passolini se tiene la delicadeza de dictar una ley nacional —caso único en la historia de la Censura— prohibiendo su exhibición "en salvaguarda de la familia y del estilo de vida nacional".
¿Qué pretenden los insensatos detractores de la Censura? ¿Por qué no cesan en sus cansadoras quejas? Ya bastante han chillado sin que se les diera oportunidad de discutir en serio la cosa. ¿Hasta cuándo van a seguir? Debería haber una ley contra el cansancio de la reiteración; podría funcionar como las instancias tribunalicias: uno puede apelar una o dos veces y después el fallo es definitivo. ¿Por que no hacer lo mismo con las protestas desmedidas? Si alguien cree que la Censura no sirve, que lo diga una, dos, tres veces; y si así y todo la noble institución sigue existiendo, que se calle para siempre. Y que no venga después a decir que el cine, y que el teatro, y que la radio, y que la televisión ... Tonterías: la Censura está donde debe estar, y si es necesario prohíbe canciones —como el tema de Eber Lobato Fácil, fácilmente— o prohíbe posters (como ese que mostraba a dos rinocerontes a punto de hacer el amor, claro que sin ningún detalle de mal gusto, pero la intención es lo que tiene), o prohíbe espectáculos musicales —como el que el grupo de travestis Les Girls tuvo que levantar en Rosario, en octubre último—, o prohíbe todo lo que hay que prohibir, y si es necesario más.
Lo grave, lo que lo complica todo, es no poder contar con criterios definitivos, asentados en el tiempo, libres de contradicciones. Hasta los hombres más respetables han recaído en juicios dudosos: el propio San Agustín de Hipona, al referirse al amor carnal, llegó a decir que "el hombre no debe avergonzarse de usar lo que Dios no se avergonzó de crear". La única manera de encontrar —dejados de la mano de la Historia— un camino de probidad es la de seleccionar como censores a gente capacitada y valiente, que si no se identifica —ni se hacen públicos sus sueldos— por algo será. Varias instituciones beneméritas, por ejemplo, velan la tarea de la Censura: sublime apostolado el suyo, que sin temor de las opiniones chabacanas del 99 por ciento de la población no trepidan en obligar a un anunciante a tapar ciertas regiones de la satánica Susana Giménez. Gente proba, los integrantes de los —¿cinco?, ¿diez?, ¿cien?— organismos censores deben ser ensalzados por sobre toda duda, sobre toda desconfianza. Y, como habría dicho Tupac Amarú —según Carlos del Peral—, "que me descuarticen si me equivoco".
MARIO BOHOSLAVSKY

SIETE DIAS agradece la gentil colaboración de los críticos de cine Edgardo Cozarinsky (de Panorama) y Homero Alsina Thevenet (de cuyo libro 'Censura y otras presiones sobre el cine', de próxima aparición, se tomaron importantes datos), así como el testimonio de varios empleados de canales privados de televisión, gracias a quienes la redactora Amalia Figueiredo —autora de la investigación preliminar— pudo husmear en alguno de los códigos internos de autocensura.

Revista Siete Días Ilustrados
14.02.1972

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