Al igual que las
clases sociales, los anticonceptivos y la bikini,
la llamada "libertad de expresión" es un miserable
invento de los comunistas. Hoy en día es común que
los críticos de arte, los periodistas y los
disconformes en general —atención, toda gente
rara— pretendan convertirse en cruzados de esa
libertad, para, en última instancia, difamar a la
Censura. Es lógico que lo hagan: su único objetivo
cierto es provocar el relajamiento de las
costumbres —me refiero a las costumbres de la
gente como uno—, sin advertir que ante ellos se
yergue inconmovible esa formidable institución, no
por anónima menos digna y responsable. Triste es
reconocer que en su inútil intento los
calumniadores no están solos: años, siglos de
insidiosa labor han hecho que el común de las
gentes, con la mente recalentada por esa prédica,
también piense que la Censura es superflua,
inconducente y hasta nefasta. ¡Ay!, ingrata paga
por un esfuerzo sobrehumano, que exige a veces
estrujar el corazón y seguir adelante para bien de
todos, volviendo a ver una y otra vez films
plagados de desnudos, releyendo novelas picantes,
pegándose a la radio o el televisor para poder
expurgar toda audacia, todo exceso de franqueza.
Seguramente muchos
piensan, con ligereza, que el trabajo de la
Censura es fácil, que cualquiera puede hacerlo con
sólo tener vocación y temperamento. No es tan
sencillo, empero, hacerlo bien. Recuerdo un caso
acontecido en España —según me contaron— hace una
década. Para preservar la salud mental del público
se estilaba, entonces, doblar todos los films
cambiándoles los diálogos si era necesario. Así
fue como la Censura, sabiamente, decidió que en
'De aquí a la eternidad' los personajes encarnados
por Burt Lancaster y Deborah Kerr se revolcaran
por la playa movidos por un sentimiento familiar y
no por una imprudente pasión; así, en los nuevos
diálogos resultaron ser primos o parientes
cercanos. ¿Quieren creer ustedes que la gente no
supo mirarlo así, que el esfuerzo fue inútil, que
los españoles se codeaban con picardía
recomendando ese film tan zafado e incestuoso? No
es tarea fácil, no.
Otra falsa presunción
—diseminada por los barbudos de siempre— es que la
Censura es monotemática, que siempre se la toma
con lo erótico. Primero, que eso del erotismo es
pura basura sembrada en las mentes inmaduras: la
gente bien no sufre erotismo, tan sólo se distrae
sanamente. Segundo, la Censura también cuida la
rectitud filosófica, política y hasta musical de
la población. Musical, sí: ¿ignoran ustedes acaso
que un corto publicitario de un whisky fue
prohibido porque sugería que Para Elisa de
Beethoven es un tema aburrido?
No fue el único caso
en que hubo que ajustarle las cuentas a la
publicidad televisiva: un corto de galletitas
mostraba a un grupo de chicos tomando por asalto
un camión y devorando su contenido alegremente
(una clara incitación al delito: fue prohibido);
otro mostraba a una pareja impúdica jugando con
avioncitos de papel mientras comía chocolate (fue
prohibido); otro presentaba a una modelo
mordisqueando la manzana de la gran tentación (fue
retirado tras alguna invitación amable); otro
corto se atrevía a mostrar los contoneos de esa
criatura satánica que se llama Susana Giménez (se
modificó de manera de cubrir la retaguardia). Un
confuso diálogo acerca de Carlos Gardel, tomar
caña y guardar la botella en un estante alto
mereció una buena mano de alquitrán en la banda
sonora: ahora se entiende menos que antes, y todos
conformes.
Estas medidas de la
Censura —como ya se ha dicho es una institución
múltiple, con distintas cabezas, ya sea que se
trate de vigilar films, obras de teatro,
televisión, radio o libros— tienen una finalidad
primordial: proteger. Ya lo decía claramente la
ley de censura cinematográfica sancionada durante
la gestión del ministro Borda: ese instrumento
estaba destinado a defender la libertad, con
algunas excepciones, claro, que bien podrían
encuadrarse en la sana represión del libertinaje.
Pero la gente es mala y no entiende. Los peores de
todos son los jóvenes, que se la pasan riendo,
llorando, amando, bailando y perdiendo el tiempo
en otras mil inútiles manifestaciones emotivas.
Les faltan experiencia, equilibrio y serenidad, y
pueden recaer —si no se los marca de cerca— en una
intolerable alegría: deben ser protegidos. Claro
que siempre habrá quien encuentre pelos en la
sopa: un funcionario de la distribuidora
norteamericana Paramount se quejó, a su paso por
la Argentina, porque todos los films de Ingmar
Bergman eran calificados automáticamente como
prohibidos para menores de 18 años. No me parece
una queja justa: una vez que se han visto dos o
tres films de Bergman, ya se sabe que todos los
demás tampoco son aptos para menores, no es
necesario seguir viéndolos uno por uno —a quién se
le ocurre— para calificarlos.
El más temerario de
los conceptos sobre el tema es que la Censura
podría desaparecer sin perjuicios para nadie.
Imaginar qué pasaría en un caso así estremece la
conciencia: al día siguiente la inmoralidad, los
malos ejemplos y las invitaciones al pecado
estarían a la orden del día. No faltaría algún
fabricante de dulces que intentara pasar por
televisión un corto promocionando "caramelos para
egoístas" (creo que ya ocurrió algo de eso, pero
la Censura actuó tan rápido que no alcancé a
verlo), y las distribuidoras repondrían (o
estrenarían) films inmundos a los que sólo una
buena prohibición o severos cortes pueden poner en
vereda. Ya me figuro la cara que pondrían los
ciudadanos de pro al entrar inocentemente al cine
y tener que aguantar en la pantalla //
(prohibida), Homo eroticus super-macho (prohibida,
claro: el personaje principal es un playboy que
tiene tres ... en fin . . . glándulas en vez de
dos), Soy curiosa (prohibida), Una historia
perversa (prohibida) y otras cien, incluyendo el
Satyricon (no sé qué habrá hecho la censura romana
con el original de Petronio, pero lo que es la
versión de Fellini acá no pasa). Para no hablar de
los films que se proyectan bien recortados y que
entonces podrían recuperar tomas enteras (Perdidos
en la noche y La caída de los dioses serían dos
casos particularmente irritantes).
No, no puede ser: si
la Censura fuera abolida, mitigada o constituida
por especialistas, el desborde sería total. Ya se
sabe la mala entraña de directores y
distribuidores: en cuanto pueden, hacen lo que el
público quiere. Y si pueden escabullirse, eludir
la mano de la Moral Oficial, lo hacen: en una
ocasión se prohibió el film Manon, de
Henri-Georges Clouzot, en el ámbito de la Capital
Federal, y entonces el distribuidor Alberto
Bousquet no tuvo mejor idea que exhibirlo en
varios cines del Gran Buenos Aires, alguno de
ellos ubicado a escasos 30 metros de la avenida
General Paz; hasta se hizo circular el slogan "Vea
películas prohibidas detrás del puente". Esa
contumacia de cierta gente la lleva a agobiar a la
justicia con reclamos reiterados y fatigantes: el
productor de la obra teatral Extraño Clan, de Mart
Crowley, no contento con la prohibición municipal
sobre la pieza, la presentó igual, padeció la
clausura del teatro Odeón, se presentó ante el
juez y obtuvo fallo favorable, pero una apelación
de la Comuna volvió todo a fojas cero. Si Leonardo
Barujel —de él se trataba— no hubiera intentado
dar temas polémicos, habría ganado plata y tanto
la Municipalidad como los Tribunales habrían
ganado tiempo.
Por supuesto, la
cantidad de obras de teatro o films que la Censura
debe ver no es demasiado grande: lo que agrava las
cosas es que a veces una sola mirada no basta. Un
crítico de cine me contaba —él lo decía
burlonamente, a mí me parece admirable— lo que
pasó con la película Los demonios, del realizador
Ken Russell (un asqueroso, autor de Mujeres
apasionadas y La otra cara del amor, sobre la
depravada vida de Peter Ilitch Tchaikovsky).
Bueno, la distribuidora optó directamente por no
mandar el film a la Argentina, pero la filial
local quiso "tirarse un lance", pidió una copia
sin usar a sus colegas uruguayos y la presentó a
la Censura. Un mes y medio después el film fue
devuelto, prohibido; lo excepcional fue que la
copia estaba hecha añicos. El veredicto de un
proyectorista profesional dice que la deben haber
pasado no menos de cincuenta veces. ¡Y después no
faltan quienes se quejan de que los films son
prohibidos sin mirarlos!
Los que sí fueron
muchas veces secuestrados sin interiorizarse de su
contenido fueron los libros detenidos en Correo
—lamentablemente, en los últimos meses ese celo ha
decaído—: es lógico y humano que un empleado que
se encuentra con un libro titulado Psicoanálisis y
política, de Herbert Marcuse, lo mande a la
hoguera sin contaminar sus horas libres pegándole
una ojeada. En cambio, las prohibiciones
municipales —ya se ha dicho que la Censura tiene
varias instancias independientes— dividen a los
libros en tres categorías claras e inequívocas:
pueden ser "inmorales y presuntamente obscenos",
pueden ser "inmorales" a secas o de "exhibición
restringida". Como se ve, ninguna ambigüedad, nada
dejado a la interpretación personal.
Más difícil, en
cambio, es controlar eficientemente los programas
de radio y televisión: a un libro se lo puede
prohibir por el título o la tapa, y los films y
obras teatrales no son tantos. Pero escuchar
decenas de emisoras, algunas de las cuales
trasmiten durante 20 ó 24 horas diarias, ocasiona
un considerable gasto extra de energías. Eso sí: a
veces un buen escarmiento basta. Véase el caso del
execrable Peruano Parlanchín: la Censura sabía que
había que hacerle algo —Guerrero Marthineitz
hablaba de cualquier tema, invitaba a la gente a
opinar de política, escapaba a menudo de los
trillados caminos de la prudencia—, pero el muy
ladino siempre se las arreglaba para no dar pasos
en falso. Hasta que se dio la coyuntura favorable
y entonces fue posible ponerle una multa por haber
leído un párrafo de un libro en el que el autor
usa una palabra afroportuguesa de ocho letras que
hasta los chicos usan para referirse a un burdel y
en sentido figurado, a cualquier situación caótica
y embrollada. Quizás ese merecido castigo ayude a
consolidar un sistema de autocontrol que en la
televisión —hay que reconocerlo— funciona muy
bien. Basta con leer los códigos morales internos
de algún canal para observar que marchan por el
buen camino: uno de ellos prohíbe enaltecer las
relaciones prematrimoniales, excluye como temas el
aborto, el incesto y el estupro, así como la
prostitución y la trata de blancas, y excomulga
todo argumento que se refiera a la homosexualidad,
la marihuana o el suicidio ("salvo que este último
se refiera a sucesos históricos o no se
identifique con hechos susceptibles de producirse
en Argentina").
Cierto es que a veces
se cometen errores, pero más vale pecar por exceso
de censura que por vista gorda. Aunque en
ocasiones hay que mirar las cosas dos veces para
entender el secreto designio que mueve al Censor.
En Australia, por ejemplo, la Censura prohibió
—según la agencia Reuter— tres libros titulados
Problemas con una esposa francesa, Cómo divertirse
en el lecho y Ahora te toca a ti. Un
parlamentario, seguramente hippie o al menos
barbudo —el señor W. Hayden— se permitió
ridiculizar a los autores de la prohibición
demostrando que el primero era un libro de cocina,
el segundo ilustraba sobre juegos para niños
enfermos y el tercero era un manual de tenis. Es
difícil censurar sin cometer, de vez en cuando,
algún error; pero, ¿era necesario que los
diputados australianos se rieran un año entero a
costa de los pobres funcionarios?
El caso australiano se
debió a no prestar bastante atención a los textos,
pero vean ustedes qué sucede cuando el celo de los
censores es demasiado grande: en la comuna de
Rosario se negó el acceso a una sala teatral de
los miembros de la Comisión Calificadora de
Espectáculos Públicos, con la ridícula excusa de
que para ese espectáculo de Nacha Guevara se
habían reservado solamente 5 localidades y los
censores conscientes de sus responsabilidades
eran, esa noche, 9, un número que alguno de los
responsables de la sala osó calificar de
"excesivo". Consecuencia: el municipio clausuró el
auditorio, indudablemente subversivo, donde
acababa de presentarse el coro de la Universidad
de Yale.
Una tras otra, las
pavadas que se dicen contra la Censura van cayendo
en el descrédito en cuanto se las analiza en
detalle: vean, por ejemplo, la acusación de que
sólo se ocupa de hurgar excusas para implantar la
Inquisición Erótica; todos saben que es mentira,
que4 la Censura también prohíbe o mutila films por
su contenido político, aunque no tengan ni un solo
desnudo. ¿Había bañistas en mokini en 'La hora de
los hornos', tenía escenas amorosas '¿Ni
vencedores ni vencidos?', hubo alguna escena fuera
de tono en 'Una mujer, un pueblo'? Ya ven: no
tienen nada de erótico e igual es imposible
verlas. Otro disparate calumnioso: que la Censura
no sabe reconocer una obra de arte. Mentiras y más
mentiras, la gente bien sabe que a un caballero
—valga la metáfora— se lo puede mandar 30 años a
la cárcel pero no se lo puede llevar esposado.
Entonces, cuando aparece un documental como 'La
hora de los hornos' no se lo prohíbe,
sencillamente se manda a la policía a cada
exhibición privada, hasta desanimar a los
directores. En cambio, cuando un film como Teorema
lleva la firma de Pier Paolo Passolini se tiene la
delicadeza de dictar una ley nacional —caso único
en la historia de la Censura— prohibiendo su
exhibición "en salvaguarda de la familia y del
estilo de vida nacional".
¿Qué pretenden los
insensatos detractores de la Censura? ¿Por qué no
cesan en sus cansadoras quejas? Ya bastante han
chillado sin que se les diera oportunidad de
discutir en serio la cosa. ¿Hasta cuándo van a
seguir? Debería haber una ley contra el cansancio
de la reiteración; podría funcionar como las
instancias tribunalicias: uno puede apelar una o
dos veces y después el fallo es definitivo. ¿Por
que no hacer lo mismo con las protestas
desmedidas? Si alguien cree que la Censura no
sirve, que lo diga una, dos, tres veces; y si así
y todo la noble institución sigue existiendo, que
se calle para siempre. Y que no venga después a
decir que el cine, y que el teatro, y que la
radio, y que la televisión ... Tonterías: la
Censura está donde debe estar, y si es necesario
prohíbe canciones —como el tema de Eber Lobato
Fácil, fácilmente— o prohíbe posters (como ese que
mostraba a dos rinocerontes a punto de hacer el
amor, claro que sin ningún detalle de mal gusto,
pero la intención es lo que tiene), o prohíbe
espectáculos musicales —como el que el grupo de
travestis Les Girls tuvo que levantar en Rosario,
en octubre último—, o prohíbe todo lo que hay que
prohibir, y si es necesario más.
Lo grave, lo que lo
complica todo, es no poder contar con criterios
definitivos, asentados en el tiempo, libres de
contradicciones. Hasta los hombres más respetables
han recaído en juicios dudosos: el propio San
Agustín de Hipona, al referirse al amor carnal,
llegó a decir que "el hombre no debe avergonzarse
de usar lo que Dios no se avergonzó de crear". La
única manera de encontrar —dejados de la mano de
la Historia— un camino de probidad es la de
seleccionar como censores a gente capacitada y
valiente, que si no se identifica —ni se hacen
públicos sus sueldos— por algo será. Varias
instituciones beneméritas, por ejemplo, velan la
tarea de la Censura: sublime apostolado el suyo,
que sin temor de las opiniones chabacanas del 99
por ciento de la población no trepidan en obligar
a un anunciante a tapar ciertas regiones de la
satánica Susana Giménez. Gente proba, los
integrantes de los —¿cinco?, ¿diez?, ¿cien?—
organismos censores deben ser ensalzados por sobre
toda duda, sobre toda desconfianza. Y, como habría
dicho Tupac Amarú —según Carlos del Peral—, "que
me descuarticen si me equivoco".
MARIO BOHOSLAVSKY
SIETE DIAS agradece la
gentil colaboración de los críticos de cine
Edgardo Cozarinsky (de Panorama) y Homero Alsina
Thevenet (de cuyo libro 'Censura y otras presiones
sobre el cine', de próxima aparición, se tomaron
importantes datos), así como el testimonio de
varios empleados de canales privados de
televisión, gracias a quienes la redactora Amalia
Figueiredo —autora de la investigación preliminar—
pudo husmear en alguno de los códigos internos de
autocensura.
Revista Siete Días
Ilustrados
14.02.1972
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