Luis Fernando Benedit y sus extrañas construcciones
La plasticidad del poroto

Valiéndose de animales y vegetales, y enmarcándolos cuidadosamente en planificadas estructuras, el arquitecto argentino realizó una exitosa y sorprendente exposición en el Museo de Arte Moderno de Nueva York

¿Son muchas las diferencias entre La Gioconda y un lavarropas? No tantas, dirían algunos artistas plásticos de vanguardia: aunque ni el más irreverente observador osaría fregar sus camisas con la célebre pintura de Leonardo Da Vinci, no existe ninguna razón por la cual, cualquier persona, animal, planta o cosa, incluido un artefacto doméstico de producción masiva, esté condenado a carecer de los atributos estéticos propios de las obras de arte más admiradas por la humanidad. Al menos, así lo dejan entrever las sorprendentes creaciones de Luis Fernando Benedit (34, cuatro hijos), un inquieto arquitecto argentino que acaba de exponer en el Museo de Arte Moderno de Nueva York una serie de ocurrencias que —prescindiendo de las tradicionales pinturas y estampados— centran su atractivo en coloridas plantas de una picantísima especie de ají criollo al que con buenas razones los santiagueños llaman putaparió, amén de nerviosos ratoncitos blancos, que se entretienen en un laberinto.
Efectivamente: Benedit apunta su creatividad sobre la magia del comportamiento de los seres vivos, y nada mejor para legrar sus objetivos que incorporar procesos biológicos comunes y corrientes a estructuras plásticas cuidadosamente planificadas. Así, por ejemplo, una de las muestras que mayor éxito alcanzó en la exposición neoyorquina —el Fitotrón— es una elegante construcción de acrílico que alberga 47 plantas de ají, abastecidas automáticamente de luz y provistas de una sustancia química especial para estimular su crecimiento. De esta manera, el público puede seguir día a día el desarrollo de los vegetales y observar la forma en que se adaptan a su novedoso hábitat artificial.
Menos cautivados por las sesudas experiencias biológicas de LFB, los miembros del servicio de vigilancia del MAM de Nueva York no dejaron, a su vez, de demostrar un inusual interés por el Fitotrón: un rumor que circuló insistentemente entre los habitualmente impasibles centinelas indicaba que los pimentosos vegetales les serían obsequiados —una vez finalizada la muestra— para condimentar una gigantesca sopa colectiva.
En realidad, las obras de Benedit comenzaron a conocerse en 1969, cuando presentó por primera vez sus trabajos en la galería Rubbers de Buenos Aires. En esa oportunidad, el ocurrente plástico expuso su Biotrón, un panal de aproximadamente 4 mil abejas, encerrado en una estructura de aluminio y plexiglás trasparente. En este marco, los himenópteros estaban sometidos a una prueba de fuego: se trataba de averiguar si preferían vivir en un medio natural o si admitían sin más reservas el nuevo ambiente artificial al que habían sido sometidas. Para comprobarlo, se les dio la opción de alimentarse de una veintena de flores de acrílico —que ante la orden emanada de una computadora exudaban agua azucarada—, o bien huir por un túnel que conducía directamente a la Plaza San Martín y saborear allí las flores al aire libre. La respuesta no se hizo esperar: la mayoría de las abejas eligió quedarse en su nueva morada, y su comportamiento fue —según los responsables de la muestra— absolutamente natural. A tal punto, que los insectos se dedicaron con toda diligencia a la fabricación de miel. El producto, lógicamente, no adquirió su gusto característico y sobre esta cuestión se originaron airadas polémicas entre el público asistente. "Las discusiones también forman parte de la exposición —señala LFB—. Yo no busco la mirada pasiva de los espectadores, la que ejercitan cuando miran un programa de televisión, sino una contemplación activa, creadora."
Claro que, al margen del menú que Benedit pudo haber ofrecido a las abejas, éstas gozaban de un espectáculo lo suficientemente atractivo como para determinarlas a no cambiar de domicilio: a pocos metros del panal se erigían laberínticos hormigueros trasparentes y un sinnúmero de recipientes con pájaros, lagartos, tortugas, peces y los más variados especímenes del reino animal. Un verdadero minizoológico en el que —según la humorada de un espectador— sólo faltaban los vendedores de galletitas confitadas para los monos, y en donde más de un visitante desprevenido creyó que los animales estaban en venta y ofreció jugosas sumas de dinero por llevarse consigo algún ejemplar. Otros, en cambio, encontraron aplicaciones más productivas para los inventos del artista: la empresa neoyorquina Bonner —una tienda ampliamente conocida por sus diseños exclusivos—, le encargó un Laberinto de Hamsters para atraer al público en las fiestas de fin de año.
De todas maneras, pocas de las singulares obras de Benedit lograron más impacto que su Germinación del Poroto y su Laberinto para Ratones Blancos. "Con la primera obra me permití hacer una regresión a la infancia —explica LFB—. Como lo hacen todos los escolares del mundo, puse un 'poroto dentro de un algodón húmedo y lo dejé crecer a sus anchas. Sólo que, en vez de colocarlo dentro de un vaso de vidrio, lo introduje en una compleja construcción de acrílico, una especie de fortaleza encantada que encierra la vida misma."
En cuanto a los ratoncitos, Benedit los situó en una enorme carpa de plástico en donde los roedores tienen amplios aposentos para dormir, un salón comedor y una sala de juegos. La obra, fruto de un empeño sólo comparable con la proeza del flautista de Hamelin, le deparó a su autor no pocos problemas con la Sociedad Protectora de Animales norteamericana: "Es que una vez ocurrió que un espectador tiró un chicle para ver qué hacían les animalitos —recuerda LFB—, y tuve la mala suerte de que uno de mis pupilos lo comió y se murió instantáneamente. Gracias a Dios, los funcionarios de la institución comprendieron que se trataba de un accidente puramente casual y que (tomando las previsiones del caso) no volvería a suceder". Un contratiempo que, sin embargo, no suele ser de los que más afectan a Benedit: "Lo peor de todo es que mi familia se encariña con los bichos —confiesa— y no me puedo desprender de ellos cuando termino de exponerlos. Ya me veo, dentro de poco, con los ratoncitos subiéndose a mi cama y los lagartos reptando por la bañera . . .".
Revista Siete Días Ilustrados
12.03.1973

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