EL PENSAMIENTO VIVO DE MIRTHA LEGRAND
En Mar del Plata, que fue escenario veraniego de sus célebres almuerzos televisivos, la actriz aceptó revelar a Siete Días pormenores de su vida privada y profesional. Un rosario de reflexiones que pintan de cuerpo entero a la controvertida protagonista de "Los martes, orquídeas"

Su mundo es un mundo de sonrisas, de mesas bien tendidas, de gestos amables, de actitudes gentiles, donde todo parece estar teñido de un acogedor tono rosado. Además, la escala de valores de Rosa María Martínez de Tinayre —urbi et orbi Mirtha Legrand— es sólida, inquebrantable, monolítica: lo que está bien, está bien; lo que es desagradable, feo, de mal gusto, se evita, no existe. Sin embargo, nadie podría acusarla de falsedad o de hipocresía: ella cree profundamente en lo que hace, en su manera de sentir, de pensar y de ser. Tal vez por eso miles de televidentes comparten su concepción de las cosas, se asombran cada vez que la diva desgrana algunos de sus lugares comunes y se regocijan cuando la Legrand reafirma la postura de un sector social al que representa, quizás, mejor que nadie: la pequeña burguesía local. Es que, desde pequeña y más tarde, durante su evolución artística, ML estuvo emparentada al destino de esa clase: hija de un comerciante provinciano y de una directora de escuela Mirtha surgió, junto a su hermana melliza, Silvia, de un concurso de belleza que le permitió, en definitiva, ingresar por la puerta grande del cine nacional, en momentos en que esa industria tenía, en la Argentina, una dimensión económica de envergadura. Años después, cuando la televisión se alzó como seria rival de la cinematografía, Mirtha Legrand adhirió entusiastamente al nuevo medio. Hoy, con 46 años recién cumplidos (nació el 23 de febrero de 1927), puede enorgullecerse de conservar casi intacta la popularidad que conquistó a través de su vasta filmografía. Mucho la ayudó, sin duda, el éxito del programa que inauguró hace varios años en Canal 9 —Almorzando con Mirtha Legrand— y que hoy emite Canal 13. De todos modos, durante su trayectoria, ML jamás defraudó a su público, siempre logró, sin esforzarse, naturalmente, lo que la gente esperaba de ella: la fiel imagen de una señora de su casa, buena moza, refinada, simpática y seriecita.
Y así es Mirtha en la realidad; así fue siempre: de chica estudió piano, música, danzas y recitado; a las 14 años filmó su primera película —Los martes, orquídeas—, y ahora recuerda esas
épocas con una sonrisa nostalgiosa: "Me dieron mil pesos por la actuación y a mí me parecía una fortuna; pensaba que era yo quien debía pagar para que me dejaran actuar. Todavía recuerdo que el día del estreno fue como en el cuento de la Cenicienta: llegué a la sala en tranvía y volví en un Cadillac que ni sé de quién era. Yo quería salir en todas las fotos, así que me arrimaba a la gente importante, pero los fotógrafos me decían ¡Córrete, nena!, y yo me debía conformar. ¡Pensar que después de la proyección todo cambió!".
Tras ese exitoso lanzamiento (1941), la vida de Mirtha Legrand siguió por cauces previsibles, felices: filmó decenas de películas —ella recuerda ahora con cierto cariño La patota y En la ardiente oscuridad—; se casó con Daniel Tinayre, un director de cine a quien califica como "un hombre refinado, de muy buen gusto y muy ubicado" y con quien tuvo dos hijos (un varón, de 25 años, "que ahora está estudiando en Europa dirección cinematográfica", y una hija, de 21, "que es bachiller, se va a casar y es ejecutiva"); hizo teatro y televisión; habita una casa "grande, cómoda, linda y muy bien decorada", en la zona norte del Gran Buenos Aires.
Según ella misma lo asegura, su vida se reduce a perfeccionar una eficiencia profesional de la que nadie puede dudar —trabaja de seis a ocho horas diarias para elaborar sus programas, lee toda la correspondencia que le llega, jamás deja de sonreír frente a su público— y a afirmar vehementemente que lo mejor que tiene en su vida es su familia, que es feliz y que le encanta ver televisión.
La semana pasada un redactor de Siete Días dialogó con ML en una sala del hotel Hermitage, de Mar del Plata, balneario desde donde emitió algunos de sus célebres almuerzos. Lo que sigue es la reproducción textual de una charla que Mirtha inició anunciando su próxima incursión cinematográfica: Bodas de cristal, sobre un libro de Silvina Bullrich y con la dirección de Raúl de la Torre.
—¿Qué le brindó su profesión?
—Felicidad, bienestar, tranquilidad conmigo misma, ganas de luchar y de enfrentarme con todo. Además, me dio la posibilidad de constituir mi hogar: a través del cine conocí a mi marido, de manera que no tengo más que palabras de elogio para mi profesión; de verdad, la adoro.
—Además la hizo famosa; ¿le gusta ser famosa?
—Sí, sí, me gusta. Es casi un vicio. Con el tiempo se trasforma en una cosa de la que una no se puede desligar, es una sensación de piel. Acabo de hacer un viaje a Europa (yo viajé mucho, afortunadamente) y recuerdo que cuando iba a un restaurante tenía ganas de decirle al mozo que yo, en mi país, era muy conocida, que todos me saludaban. Extrañaba la popularidad y cuando llegué a Buenos Aires y todos me conocieron me sentí muy feliz. Realmente eso es lindo, es un handicap muy favorable (sic).
—¿Qué limitaciones se adjudica como profesional?
—Creo que no soy una gran actriz; soy correcta, simplemente. Pero no tengo la dimensión de María Rosa Gallo, Inda Ledesma, Norma Aleandro o Tita Merello, que son las cuatro actrices más talentosas que hay en nuestro medio. Yo hubiera querido tener el talento de ellas, pero no lo tengo. Puedo hacer un trabajo dramático, pero soy incapaz de hacer un clásico o una tragedia; no tengo voz, ni porte, ni presencia para eso. En cambio, sí creo que tengo una personalidad muy definida, ciertos gestos, cierto encanto personal que al público le han gustado. Siempre he actuado como Mirtha Legrand, nunca he compuesto un personaje, no lo sé hacer, pero tampoco me aflige mucho. Me alcanza con actuar tal como soy. De todas maneras siempre hice el papel de una mujer rica, de cierta clase social, elegante... La verdad, me hubiera encantado que me dieran a hacer un personaje de gente pobre.
—Ese papel de señora bien es el que hace en los almuerzos. ..
—Lo que pasa es que yo soy así naturalmente. A mí nadie me enseñó a ser elegante. Yo siempre digo que es una cuestión congénita: nadie me explicó cómo debía comer o moverme, lo fui asimilando con los años y me fui dando cuenta de lo que es lindo y de lo que es feo. Tengo bastante sentido de la estética y, además, estoy casada con un hombre de muy buen gusto que nunca me impuso nada pero que me ayudó a ir depurando un estilo, mi estilo. Me encanta ser así, como soy, nací con eso y si a cierta gente no le gusta no lo voy a cambiar. Además, todo me da la razón porque al público le gustan mis programas. Hay que pensar en la función social que cumple la televisión; hay que tener en cuenta que lo que yo hago es casi pedagógico porque le estoy enseñando a la gente una manera elegante de hacer las cosas, que copia sin querer o queriendo.
—Pero muchas señoras ven en usted lo que ellas quisieran ser y no pueden.
—Sí, pero, ¿qué tiene eso de malo?
—Precisamente, que no pueden comprar su ropa ni su vajilla ni comer la comida que usted come.
—Bueno, pero la televisión es show. La mujer más admirada de nuestro país fue Eva Perón, que siempre se vistió con los trajes más caros y las alhajas más fabulosas y sin embargo era una mujer de pueblo a la que el pueblo quería, respetaba y valoraba. Una vez me preguntaron por qué no comía sobre un cajón con mantel de papel, como come alguna gente. Yo respondí que nunca iba a hacer eso porque en mi casa no como así y porque no quiero dar esa imagen de la Argentina, pues nuestro país no es así. Habrá una minoría en esas condiciones, pero no es posible dar esa imagen. A mí me gustan las cosas de buen gusto, agradables, y entonces intento que todo sea así. Además, a la gente le gusta el show; gran parte del éxito de mi programa se debe al vestido, al peinado, a la vueltita que yo doy. Y no es por ser vanidosa, pero desde que existen los almuerzos muchos artistas cuidan más su aspecto al presentarse frente a las cámaras.
—¿A usted le molesta un invitado que no cuida su aspecto formal?
—No, no me importa que alguien venga en zapatillas si quiere. Yo no salgo así, pero que cada cual haga lo que le parezca. Lo que me interesa es lo que voy a hacerle decir, la manera en que yo conduzco el programa. Porque hay que tenar en cuenta que yo no tengo todos los días el mismo humor, que muchas veces no estoy con ganas de sonreírle a la gente y preguntarle cómo le va. Sin embargo lo hago porque soy una profesional. He ido a trabajar con 40 grados de fiebre, y en esos casos no le escondo al público lo que me pasa, le digo que no estoy bien y ellos me lo agradecen. Hay mucha gente que idealiza a los actores y cree que no pueden tener un dolor de cabeza, por ejemplo. Yo rompo con eso y digo todo lo que me pasa; entonces la señora que está en su casa dice: "¡Oia! ¡Es igual que yo, se siente mal y todo!"
—Sin embargo, es obvio que a usted se la idealiza. Basta observar a la gente que la mira deslumbrada, a través de la ventana del hotel, en este mismo momento, mientras usted contesta las preguntas...
—Bueno, sí, pero yo no hago nada para que me idealicen. El nuestro es un público fiel y cuando yo compruebo que, a pesar de los años que llevo trabajando en esto, siempre cuento con apoyo popular, pienso que es casi milagroso. Y a mí me gusta que me quieran, me gusta.
—Señora, usted siempre ve el lado bueno de las cosas. En sus programas, por ejemplo, no se habla mal de nada, no se critica nunca a nadie. ¿Todo está bien para usted?
—Es que a mí no me gusta hablar mal de nadie porque creo que la TV no es para agredir gratuitamente. De algunas cosas hablo mal: del armatoste que hay aquí enfrente —se refiere a un stand comercial instalado en la Rambla—, por ejemplo; hablo mal porque la Rambla está para que pasee el público y no para hacer publicidad. Pero de las personas nunca digo nada malo ni lo pienso decir porque eso no me gusta...
—Eso parece una falta de espíritu crítico: no se trata de agredir gratuitamente sino de enfocar las cosas con una óptica no tan conformista.
—No está en mí hacerlo; prefiero decirle algo a alguien personalmente antes que frente a las cámaras: la televisión es un arma muy poderosa y hay que manejarla con cuidado. Insisto en que no me gusta.
—¿Qué otras cosas no le gustan?
—Ahora no me gustan las campañas políticas, por ejemplo: me parecen horrendas porque están diciendo cosas muy feas, están dando una imagen muy mala de nuestro país. También me disgustan la mala fe, la mentira y la envidia. Y las críticas; por eso cuando hago alguna crítica la hago suavemente. Ese es mi carácter, mi manera de ser.
—¿Y qué cosas le gustan?
—La ropa simple pero sencilla, elegante, bien cortada. Detesto la cursilería. No podría hablar de estilos de muebles o de cuadros porque no sé nada; sin embargo, entro a una casa y me doy cuenta inmediatamente si algo está bien o mal puesto, si me gusta o no. Por intuición: soy muy intuitiva. Además me gusta el cariño del público, que me conozcan. Me gusta tener una vida plena de felicidad.
—En su programa usted siempre da esa imagen color de rosa...
—Eso no es cierto, yo muchas veces hablo de las miserias de mi país. Lo que pasa es que la gente no ve el programa todos los días. De todas maneras, lo que es cierto es que yo tengo una vida color de rosa y, en definitiva, una habla de lo que le pasa en su vida. Algunas cositas feas comento a veces; cuando estoy en desacuerdo lo digo, no soy cobarde, soy valiente.
—En sus programas no se tocan temas políticos y si se lo hace es muy por arriba, sin profundidad. ¿Por qué?
—No, todos los días hablamos de política. Lo que pasa es que yo creo que es vergonzosa la imagen que está dando la TV sobre la política. ¡Es horrible, un espanto! Todo ese asunto de las alianzas, por ejemplo, creo que no lo entenderé nunca. No entenderé, por ejemplo, la posición del radicalismo con respecto al justicialismo. Creo que se especula con el pueblo, que lo único que quieren los políticos es ganar votos, votos y votos, y para eso mienten continuamente como si todos fuésemos ingenuos. Por eso en mi programa hablamos de política, sí, pero teniendo en cuenta que todo lo que sea agresión, malos modos y cosas desagradables han de ser evitados porque a mí no me gustan. Y, además, a la hora del almuerzo la gente quiere comer tranquila y tener una imagen más o menos agradable. Y en última instancia puede ser que yo no esté capacitada para tocar temas más profundos y sí para algunas cosas superficiales. Con eso lo desarmé, ¿verdad?
—Trataré de rearmarme y llevarla a algunas cosas menos superficiales. ¿Qué piensa, por ejemplo, de las relaciones sexuales prematrimoniales?
—¡Ay, querido, usted hace cada pregunta...! No me gustan, soy sincera. Quedaría mucho mejor con la gente joven diciendo: "¡Qué maravilla, está muy bien!". Pero a mí no me
gustan, soy de otra época y además soy católica.
—¿Cómo justifica su rechazo?
—Porque es incorrecto, está mal. Si después se casaran, vaya y pase. Pero resulta que tienen relaciones sexuales, después no se entienden y a otra cosa. A mí me parece que eso así no va. En la vida se está olvidando una cosa muy importante que se llama moral. Y se está olvidando también el pudor. Y hay que tener moral y pudor.
—Y del erotismo, ¿qué piensa?
—¿Del erotismo?
—Sí.
—Pienso que si está bien hecho, me gusta; pero está muy comercializado. La pornografía, directamente no la acepto.
—¿Cómo juzga la homosexualidad?
—Yo tengo algunos amigos homosexuales, pero tengo que caer en la vulgaridad de decir que son enfermos, enfermos de la cabeza. Les falla la mente.
—¿Sus hijos también son católicos como usted, se confiesan y comulgan?
—Sí, ellos fueron criados como chicos normales, no como los hijos de una actriz famosa. Practican la religión.
—A propósito de la confesión, ¿qué piensa del psicoanálisis, una ciencia que, a veces, la gente emparienta con la confesión?
—Voy a caer en un lugar común. Creo que si se da con un buen psicoanalista es posible beneficiarse, pero si, por el contrario, se cae en manos de una persona que no es competente, el ser humano puede ser destruido. De todas maneras, creo que el hombre debe tender cada vez más a autoanalizarse, no esperar a que lo analicen los demás. Yo tengo alguna gente amiga que se ha analizado con éxito, pero no creo mucho en el psicoanálisis, pienso que es sólo para un caso extremo; cada uno debe saber ayudarse solo. Pienso que la píldora de la felicidad no existe y que la gente que va a ver a un terapeuta piensa que le va a dar esa píldora y que al día siguiente, o al mes, o al año va a estar curado. Y eso es falso.
—¿Considera que el divorcio es aceptable?
—Me he planteado mucho ese tema, como católica y como mujer. Pienso que es inevitable cuando se ha recurrido a todo para salvar al matrimonio y ya no hay otra posibilidad. Pero creo que hay que salvar la familia a cualquier precio.
—¿Qué tipo de gente le gusta más, la vehemente, la apasionada o la voluntariosa?
—Puede parecer una contradicción, porque yo tengo muchísima voluntad, pero me encantan los apasionados.
—¿Y usted no tiene pasiones?
—Sí, mi pasión es el éxito.
—¿El éxito a pesar de todo?
—¡No! Si pone en peligro la unidad de mi familia, no. Nunca abandonaría a mi familia por mi carrera. He tenido el éxito y la fama desde muy chica y me acostumbré a ellos, me gustan, pero no a costa de mi gente. Me asusto cuando pienso en abandonar mi carrera; por eso nunca bajo la guardia. Yo tengo amor por lo que hago. Cuando hago un programa bueno estoy contenta, y si hago un programa malo me encierro en mi cuarto y me digo a mí misma: "Chiquita (a mí me dicen Chiquita), ¡qué bruta estuviste hoy! ¡Qué mal que llevaste la charla! ¿Por qué te reíste en tal momento que no correspondía, por qué te quedaste callada cuando no debías?". Soy cruel conmigo misma, soy una perfeccionista, pero eso me hace mucho bien en mi trabajo porque me obliga a mejorarme día a día. Claro que me censuro tanto que a veces me puedo llegar a detestar.
—¿Puede conciliar bien las necesidades comerciales del canal con lo que usted desea para los almuerzos?
—Yo quisiera hacer el programa sin tandas, pero es imposible. Fuera de eso, ni me dicen lo que debo hacer o a quién debo invitar, ni yo aceptaría que eso pasara. Soy bastante firme en mis decisiones, tengo la seguridad que me da el éxito. A veces charlo con los directivos algunas cosas, cambiamos impresiones. Pero nada más. Tengo absoluta independencia. Si alguien me interesa porque es nota, lo invito. Eso es todo.
—Usted, por momentos, se expresa con un lenguaje periodístico. ¿Se considera una periodista?
'—Algo de eso tiene mi trabajo; sin embargo me encantaría escribir, pero no me animo.
—¿Por qué?
—Hay cosas que me dan miedo. La crítica me da miedo y en nuestro país, lamentablemente, se critica tanto a la gente que hace cosas que la cohíben a una. Muchas veces lo hubiera intentado, pero no me animé. Me digo a mí misma lo que dice la juventud hoy en día: "Quedate piola en el molde. Chiquita".
—¿Eso no es cobardía?
—Sí, pero lamentablemente, después de tantos años de trabajo, no he podido sacarme de encima el dolor que me producen las críticas. Siempre he admirado a mi marido porque no le importa lo que le dicen, le resbala. A mí, no. A veces reflexiono y digo que éstas son las reglas del juego, que en un trabajo público como el mío se está expuesto a las críticas, que no todos pueden ser elogios. .. Pero no llego a convencerme. Pienso que hay gente que detesta mi personalidad, mi modo de ser, mi manera de hablar y de conducirme. Deberían entender que lo que a ellos no les gusta, a otros sí les agrada. Parece un lugar común, pero es así.
—Varias veces, durante la entrevista, usted se disculpó por usar lugares comunes, ¿le preocupa mucho eso?
—Es que intento ser original en los reportajes y de pronto me doy cuenta de que no lo soy. Quisiera contar, por ejemplo, que leo toda la correspondencia de mi público y que me emociono mucho con las cartas... Pero me parece una vulgaridad y me callo.
—¿Por qué se emociona?
—El 70 por ciento de las cartas que recibo son de personas solas que me cuentan que, gracias a mí, están acompañadas a la hora del almuerzo. Me parece milagroso que alguien sea feliz durante una hora por día porque yo hago un programa. Me emociona saber que haciendo un almuerzo por televisión (por el que a mí me pagan) doy felicidad a muchas personas. ¡Cómo para no creer en lo que hago después de eso!
—¿Se anima a decir públicamente por quién va a votar?
—No, porque el voto es secreto y no se lo voy a decir a nadie.
—¿Le parece que son importantes las próximas elecciones?
—No, porque todo va a seguir igual. Creo que las otras, las del 77, ésas sí van a ser importantes, pero con respecto a éstas soy escéptica. Lo único que pido como ciudadana es que a quien gane (sea del partido que fuere) le dejen terminar su mandato. Quiero que los militares no intervengan en el próximo gobierno e, insisto, quiero que lo dejen terminar porque si no vamos a ser el hazmerreír del mundo. A mí me duele mi país, me duele cuando viajo y me preguntan cómo un país tan grande y tan rico puede andar tan mal. Esto lo digo todos los días por televisión; a veces pienso que me van a suspender el programa.
—Para terminar, ¿puede decir públicamente su edad?
—No.
—¿Por qué?
—Por coquetería. Además me parece de muy mala educación preguntarle la edad a una mujer. Pero tengo muchos menos de lo que la gente cree y algunos más de los que me gustaría tener.
—Me parece una actitud prudente en una mujer de 46 años.
Rodolfo Andrés
Revista Siete Días Ilustrados
05.03.1973





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