La pena de muerte en el Código Penal argentino
"La pena de muerte es la sanción jurídica capital, la más rigurosa de todas, consistente en quitar la vida a un condenado mediante los procedimientos y órganos de ejecución establecidos por el orden jurídico que la instituye. Por sus caracteres esenciales puede ser definida como: destructiva, en cuanto al eliminar de modo radical e inmediato la existencia humana no permite enmienda, reeducación ni resocialización alguna al condenado; irreparable, en cuanto su aplicación, en el supuesto de ser injusta, impide toda posterior reparación; y rígida, toda vez que no pueda ser graduada, ni condicionada, ni dividida" Juan Carlos Smith; Enciclopedia Jurídica.

En las últimas horas de la noche del miércoles pasado, el Poder Ejecutivo Nacional sancionó la ley 18.953 que incorpora —entre otras reformas— la pena de muerte al Código Penal. La innovación, que reajusta y amplía las ya existentes penalidades de prisión, reclusión, inhabilitación y multa, atiende especialmente a delitos vinculados con la acción subversiva. Sin embargo, el rigor de la sanción podría recaer también sobre la delincuencia común en los casos de homicidio agravado, extendiéndose así la amplitud de la pena a los responsables, por ejemplo, de la construcción deficiente de un edificio cuyo derrumbe ocasionara la muerte de sus habitantes. Naturalmente, queda exento de pena el homicidio en legítima defensa. No se obvian, en las reglamentaciones de la nueva codificación, las formas que asumirá —para todos los casos— la ejecución capital: "La pena de muerte será cumplida —precisa el artículo 5 bis— por fusilamiento y se ejecutará en el lugar y por fuerzas de seguridad que el Poder Ejecutivo designe, dentro de las 48 horas de encontrarse firme la sentencia, salvo aplazamiento que él podrá disponer siempre que no exceda un plazo de diez días corridos". Curiosamente, el método es el mismo que suscriben todos los países —no son muchos— que en América Latina disponen de pena capital.
Ocho meses atrás, el martes 2 de junio de 1970, Juan Carlos Onganía anunciaba sobre el final de un discurso tenso —que los argentinos siguieron en sus televisores— la implantación de la pena de muerte. Hasta esa fecha, el sistema penal argentino —enrolado en la corriente abolicionista desde 1921— había desconocido, al menos formalmente, la instancia capital. Bastó sin embargo que las tentativas de diálogo se frustraran agudizando la crisis de la Revolución Argentina, para que la violencia accediera a formas institucionales; se dijo entonces que la última pena tendría facultades coercitivas e intimidatorias, acaso un viejo error de apreciación: desde ya, no llegó a aplicarse. Paralelamente, los actos de terrorismo y subversión aumentaron. Seis días más tarde, Juan Carlos Onganía, inspirador de la ley 18.701, era obligado a resignar el poder.
La semana pasada, entre los fragores de la convulsionada Córdoba y las insólitas tropelías del encuentro Boca Juniors-Sporting Cristal, la noticia de la reforma penal dio la medida dramática de siete días inquietantes. Con todo, nadie se alarmó demasiado; el jueves Córdoba amanecía en pie de guerra y los potenciales ajusticiados danzaban sobre la amenaza; muchos se preguntaban si acaso creían en ella; otros, menos dubitativos, preferían señalar que no hay juez en la Argentina capaz de poner su firma al pie de una sentencia capital. Desde ya, semejante posición invalidaría, de hecho cualquier ordenamiento legal, pero quizá previendo esas consecuencias la penalidad se reviste de un criterio opcional: en todos los casos la pena de muerte va acompañada con la alternativa de reclusión perpetua.
Hay, entonces, respecto de la ley 18.701, promulgada el año último, una merma de drasticidad. Los ministros del presidente Levingston decidieron que se trataba de una sustancial diferencia. En el mensaje adjunto al texto legal, hicieron constar otro aspecto de disimilitud: "Los que suscriben este mensaje, sin embargo, no pueden menos que esperar que un cambio en las circunstancias actuales permita en un futuro próximo la derogación de la pena de muerte". Acaso el párrafo encierre el signo inequívoco de una aprensión que traduce lo desesperante de tales decisiones. Después de todo, no siempre semejantes sanciones son irreversibles.

INTERROGANTES. Es habitual que los magistrados se abstengan de hacer declaraciones públicas, y ese silencio asume a veces el carácter de un voto profesional. En la primera mitad de la semana pasada, pocos conocían el proyecto del texto de ley fechado el 17. Pero, de un modo u otro, los tres jueces que conversaron con Panorama permitieron traslucir sus criterios personales alrededor del tema de la pena capital. Según Víctor Guerrero Leconte (44), juez de sentencia en primera instancia, la fuerza inhibitoria que se le adjudica al máximo castigo dista de ser efectiva: "Para el delincuente lo importante es el margen de impunidad y no el monto de la pena. Innúmeros casos ejemplificarían esta realidad: cuando en 1958 se agravaron las sanciones a fin de suprimir los robos de automóviles el resultado fue desalentador, porque, concretamente, los robos no se redujeron. Inclusive, la misma pena de muerte sancionada el año pasado demostró que no era efectiva como amenaza". Nada más cierto, a partir de la muerte de Pedro Eugenio Aramburu y de los asaltos a La Calera y Garín, un tornado de violencia se aplastó sobre la segunda mitad de 1970: los atentados contra José Alonso y Osvaldo Sandoval, la concreta desaparición de Néstor Martins y Nildo Zenteno, los reiterados desvalijamientos de bancos e incursiones a comisarías y cuarteles, parecen probar bien a las claras la convicción del juez Leconte.
Esa misma preocupación, la validez del castigo irreparable como correctivo de la violencia, encontró distinto eco en el magistrado Héctor Vallejo (50). Su entrevista fue un zarandeo de preguntas respondidas con otras preguntas: "¿Acaso no es repudiable la actitud —conjeturó— de los intelectuales que defienden un humanismo a lo Pilatos? Por mi formación cristiana no soy partidario de la pena de muerte, pero si su institución es inevitable seremos los jueces quienes firmaremos las sentencia, porque de no ser así, ¿quién tomaría en sus manos semejante responsabilidad?". Otros aparatos, según observan quienes frecuentan el mundo tribunalicio, se arrogarían la justicia; el siniestro escuadrón de la muerte, en Brasil, es un ejemplo que menudeó a discreción. Esos modelos, sin embargo, amenazan con servir de excusa viable para hacer de la violencia un instituto cuyos mandos obedezcan al poder legal. Peligrosa ingenuidad, sin duda, puesto que olvida la facilidad con que las leyes pueden entronar el más oscuro de los rigores.
Munido de un hermetismo sin fisuras, el juez Martín Soto epilogó la cuestión descartando en principio que la sociedad posea funciones vindicativas: "No diré si estoy a favor o en contra de la pena de muerte —adujo—, al respecto tengo opinión tomada, pero lo que aquí cuenta es determinar qué fin persigue una institución semejante. Me pregunto entonces si habrán sido observados los innumerables antecedentes que hay en la materia. De paso, siempre conviene recordar el caso Dreyfus".

LA PENA VIAJERA. A las nueve de la mañana del 24 de diciembre de 1853, dos mazorqueros, Francisco A. Alem y el ex comandante Cuitiño, eran fusilados y posteriormente colgados de la horca en la plaza Concepción, de Buenos Aires. Seis mil personas presenciaron la ejecución. Siete años más tarde, Alem y Cuitiño probablemente se hubieran salvado: la Constitución de 1853, por su reforma de 1860 declaró abolida para siempre la pena de muerte por causas políticas. Sin embargo se siguió aplicando en casos de delito común, a pesar de que en la segunda mitad del siglo XIX las corrientes humanísticas europeas hicieron prevalecer en muchos estados el criterio abolicionista. Es que, aunque resulte extraño, las dificultades para arribar a un acuerdo sobre la implantación o no del castigo máximo subsisten hoy todavía a los estados modernos. Después de la Segunda Guerra Mundial muchos países de Medio Oriente y algunos de Europa en proceso de reorganización política y económica la incorporaron a sus códigos, de modo que la pugna sigue en pie.
El Código Penal argentino, articulado por primera vez en 1886, admitía la sanción capital referida a delitos comunes, pero muy pocas veces llegó a aplicarse: tres casos en quince años —los primeros del siglo XX— dan la medida de su ejecutividad, y los entonces condenados —hijos de inmigrantes— eran homicidas pasionales. En 1921, la reforma del Código Penal suprime la pena de muerte en forma que se creía entonces definitiva; curiosamente, pocos meses después, en Santa Cruz, una veintena de peones de campo levantados en huelga por demanda de salarios mueren bajo el fuego militar. Las ejecuciones eran capaces de ignorar el Código. Sobre el filo del año 1930, los exegetas de Proudhon, Bakunin, Malatesta y Fauré capitalizarían para sí las iras del entonces gobierno revolucionario: una intensa persecución de anarquistas remeda la caza de brujas, y una vez más retumban los fusiles en penitenciarías y polígonos de tiros. Esa vez son Paulino Scarfó, Severino Di Giovani y Penina, tres célebres libertarios, quienes se derrumban ajusticiados por la ley militar.
Que la historia es cruel y paradójica no lo duda nadie: durante su gobierno, Perón sancionó la ley 14.117, que castigaba con la pena máxima a los causantes políticos. Después de septiembre de 1955, la Revolución Libertadora sostuvo que esa legislación "es violatoria de nuestras tradiciones constitucionales, que han suprimido para siempre la pena de muerte por causas políticas". Un año después, el gobierno de Pedro Eugenio Aramburu ordenaba los fusilamientos de los coroneles Cogorno e Ibazeta y del general peronista Juan José Valle.

LA LEY EN JAQUE. El viernes pasado, Carlos Sánchez Viamonte (79), abogado y constitucionalista, desentrañó el sentido que, a su juicio, se le ha conferido a la incorporación penal del miércoles 17. Explicó a Panorama que si la sanción máxima pretende condenar el activismo político ("cosa que creo") ha elegido un camino desacertado: "En principio —dijo—, la medida es anticonstitucional, ya que el artículo 21 de nuestra Constitución autoriza al ciudadano a armarse a favor de ella. Además, sería conveniente preguntarse si es justo denominar pena capital a la sanción que actúa sobre causas políticas cuando esas causas se traducen en un homicidio comprobado. Por otra parte, todo el sistema de las penalidades varía cuando están sobre el tapete los llamados delitos políticos; yo personalmente soy contrario a la pena de muerte por delito común —y hasta me inclino a favor de la víctima aunque haya sido un delincuente—, con más razón lo soy cuando ésta atiende a delitos políticos".
Parecido criterio, aunque motivado por intereses específicamente políticos y sociales, esgrimió esa misma tarde el abogado Ventura Mayoral (50), criminalista, abogado de Perón y defensor del presbítero Alberto Carbone durante el caso Aramburu. Para Mayoral la pena de muerte fracasa en su efecto práctico por cuanto no logra una retracción de los actos ilícitos cometibles. "Fundamentalmente —expresó— entiendo que no se analizaron las causas que motivaron la decisión en las Fuerzas Armadas, y esas causas son de origen socioeconómico, puesto que el infra-desarrollo está a la vista de todos los argentinos. De modo que lo apropiado es combatir esas causas. Luego, aun imponiendo la pena de muerte y suponiendo que esto signifique coercitivamente la presunta disminución de los delitos, ese criterio sigue un camino equivocado: si permanecen las causas del mal y nos mostramos indiferentes a romper el sistema imperante en el país, los delitos que se buscan reprender subsistirán naturalmente. No comparto la pena de muerte, ni la reclusión perpetua porque no está en mi espíritu formativo ni en mi conciencia aceptar esos términos, y si tengo que opinar con respecto a las consecuencias de esta medida, debo decir que seguirá habiendo secuestros y asaltos, porque el fin de esas actitudes tiene un objetivo que las Fuerzas Armadas deben contemplar en forma definitiva, requiriendo de una vez por todas defender el patrimonio argentino."
Acertadas o no, las interpretaciones diversas abundan en opiniones que en nada favorecen a la institución penal. El escepticismo referido a la practicidad de un método tan drástico es seguramente el menos importante. Otras razones, afincadas en el valor supremo de la vida, aparecen como portadoras de argumentos más valederos: el mismo Estado, después de todo, se arroga el derecho de suprimir o permitir un bien sin el cual no podría existir.

Recuadros-------------------
La pena capital en el mundo

A través de los siglos, el hombre no tuvo escrúpulos en ejecutar a sus semejantes y en agravar las penas capitales con torturas y crueldades aberrantes. Las sentencias de muerte abarcaban el amplio espectro de todos los delitos conocidos, aunque lentamente se fueron reduciendo a las faltas contra las deidades y la disciplina del orden político.
El pueblo judío, desde su origen, penó con la muerte la idolatría, la infidelidad, la pederastía o el homicidio, lapidando o decapitando al culpable. "Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo —ordenaba el Levítico—, serán muertos sin remisión, el adúltero y la adúltera."
Mayor importancia dieron los espartanos a las faltas contra la seguridad del Estado y del individuo, castigadas con severidad por las leyes de Licurgo y de Dracón con la asfixia o la horca. Posteriormente, Solón redujo el listado de los delitos punibles con la muerte, pero aumentó la variedad de los escarmientos.
El crimen más detestado por los romanos fue la traición interna (perduellio) que se pagaba con la vida, de la misma manera que la profanación, el sacrilegio, las liviandades de las vestales o la irreverencia hacia los dictados de los augures, aunque recién después de promulgarse la Ley de las XII Tablas, fue reglamentada la pena de muerte. Hacia el año 400 de la Era Cristiana, al afirmarse la invasión eslavo-germánica en Europa central y meridional, Roma se desmoronó y con ella su legislación penal, vacío que llenó la Ley del Talión practicada por los invasores. De esa manera, la pena de muerte dejó de tener un contenido jurídico para convertirse en una norma de aplicación caprichosa, y debieron trascurrir casi ochocientos años para que el derecho romano renaciera en Europa reintegrando al Estado la función de dictar sentencia.
En España, el Fuero Juzgo implantó el castigo de la muerte ya sea para los "delitos enormes" o para los "pecados afrentosos", y así como los espartanos prohibían anunciar las ejecuciones (las realizaban de noche y en la misma celda del condenado para evitar un sentimiento de compasión de parte del pueblo), las sentencias del Fuero, según lo prescribía su ley séptima alentaban a los jueces a dar la mayor publicidad posible, y de acuerdo donde se lo ejecutara, el reo podía ser decapitado, ahorcado o despeñado. También las Siete Partidas de Alfonso El Sabio, legislaron sobre los delitos, especificando las penas de hoguera, decapitación y horca, pero aboliendo la crucifixión y el despeñamiento.
En la Edad Media se generalizaron cinco formas de castigo: para nobles y militares, descabezamiento; hoguera para los herejes; rueda y horca para los delincuentes comunes, y descuartizamiento para penar el crimen político. La América precolombina tampoco fue ajena a la pena de muerte: la severidad de los aztecas no deja dudas con respecto al celo que demostraron al punir algunas faltas como la seducción, el robo o el disfraz femenino de los travestí.

LOS ABOLICIONISTAS. Hacia el 1700 aparecieron en Europa las primeras tentativas de hallar remedio al sufrimiento que los condenados padecían en la mayoría de las ejecuciones. Cesare Beccaria, un humanista italiano, fue mucho más allá con su libro Dei delitti e delle pene, publicado en 1764, en el que propugnaba, lisa y llanamente, la abolición de la pena de muerte por "inútil e innecesaria". En realidad, en los siglos anteriores no se discutió, doctrinariamente, sobre si la pena de muerte era o no lícita. Platón, uno de los primeros en considerarla, la justificó como un medio para liberar a la sociedad de elementos nocivos, sugerencia que Séneca recogió más tarde en su obra De ira para llevarla "a un nivel más elaborado. También Santo Tomás de Aquino, en el siglo XIII, engarzó el tema en su frondosa Summa Teologicae, teorizando sobre el mandato que Dios le hubo conferido al poder público para aplicar sanciones jurídicas sobre la eliminación de uno de sus miembros para salvar a la comunidad.
Por su parte, Samuel Puffendorf, Hugo Groccio y Juan Bodin, maestros de la escuela del Derecho Natural sostuvieron, aunque con distintos argumentos, que la pena de muerte es necesaria como elemento de freno y de represión, donde existe un pacto social entre un sinnúmero de individuos.
Las proposiciones formuladas por Beccaria rindieron sus frutos en el siglo XX, creando una corriente abolicionista de la pena de muerte en la legislación penal ordinaria de Bélgica, Brasil, Costa Rica, Alemania Occidental, Luxemburgo, Holanda, Noruega, Grecia, Suiza, Portugal, Rumania, Italia, Inglaterra, la Unión Soviética, Mónaco, Uruguay y Venezuela. Francia por su parte mantiene en suspenso la aplicación de las sentencias, mientras que la Argentina ahora ha ingresado al grupo no abolicionista compuesto, entre otros, por los Estados Unidos, España, Canadá, México, Turquía, Chile, Perú, casi todo el grupo asiático y la mayor parte del bloque africano. La ejecución varía de acuerdo al método adoptado, Así, por ejemplo, en la totalidad de los países europeos se recurre a la horca, salvo Francia que en caso de aplicar la pena debe desempolvar su famosa guillotina. La decapitación se utiliza, todavía en el Asia, y el fusilamiento en Sudamérica, mientras que en los Estados Unidos se recurre a la silla eléctrica desde 1890, y en algunos Estados a la cámara de gas, a partir de 1924.
Para Beccaria, no existía ningún poder terreno ni ultraterreno que otorgara a un hombre la facultad de eliminar a otro. "¿Qué castigo puede cumplir su función social —reflexiona a su ves Juan Carlos Smith, penalista argentino— después de extinguida la existencia? ¿Qué corrección puede ser posible más allá de la vida misma?".


EL CASTIGO IRREPARABLE
por Antonio Quarracino
Obispo de Avellaneda
Establecida la discusión sobre la pena de muerte desde el punto de vista del derecho del Estado, admitido que éste posee poderes que no los tiene el individuo y que es función suya la custodia y defensa de los intereses fundamentales de la sociedad y de la persona humana, del bien común, el pensamiento tradicional de los filósofos y moralistas cristianos enseñó que el poder coercitivo del Estado —innegable si no se quiere una sociedad selvática o anárquica— llega hasta la pena de muerte.
Como suele suceder en tantas cuestiones, lo que parece claro en el orden de la doctrina abstracta se oscurece o complica cuando hay que determinar los casos que caerían bajo esa tremenda punición.
Prácticamente no se bajó nunca al campo de la "casuística", entendiendo que ello correspondía a una legislación coherente con las condiciones y situaciones de cada país. Lo que siempre se dio por supuesto es que en tales casos la justicia debería actuar con la rectitud, libertad y claridad extremas que exige una realidad en la que cualquier error es absolutamente irreparable.
Pero, sin embargo, existe algo que no se puede dejar de reconocer. Por un lado el hecho concreto de que los Estados modernos fueron suprimiendo esa pena; por otro, es indiscutible que la valoración positiva de la vida humana ha ido evolucionando. En nuestro tiempo un fusilamiento, por ejemplo, impacta con muchísima más fuerza que en siglos anteriores. (Lo que no impidió —dicho sea de paso— que en lo que va del siglo actual haya existido un buen número de aberraciones; piénsese en los hornos crematorios, en las cámaras de gas, en las purgas políticas...)
Esto implica que cuando un Estado suprime de su legislación la pena de muerte, en el consenso general se considera que ha dado un paso adelante en el orden de una justicia más humana y, por consiguiente, más cristiana. Lo contrario aparece como un retroceso.
No deja de argumentarse alguna vez con el ejemplo de que los dos grandes "colosos" del mundo contemporáneo —USA y URSS— la tienen y la mantienen. A mi vez respondería brevísimamente con dos preguntas. En el primer caso ¿es eficaz, vale decir, evita los males de los que, con esa gravísima pena, se desea preservar a la sociedad? En el segundo caso, ¿no es lamentablemente lógico, tratándose de un Estado totalitario, "patrón" de vida y muerte?
La moral cristiana tradicionalmente enseñó que el hombre ha de esforzarse por apartar —o apartarse— de las causas que lo inducen al pecado. De manera análoga diría que un Estado debe interrogarse seriamente y con lucidez por las causas que originan las culpas o los males que se quiere castigar o evitar con la pena capital, entendida como ley, no como respuesta pasajera a una gravísima y determinada emergencia,
Si un drogado mata o un resentido coloca una bomba, por ejemplo, primera preocupación de los poderes públicos debe ser la de arbitrar los medios para poner fin a un infame comercio o a las condiciones de un estado de cosas que han creado un resentimiento tan radical.
Pienso que siempre tiene vigencia aquello de que "removidas las causas se quitan los efectos" y que "más vale prevenir que curar".
Copyright Panorama, 1971

Revista Panorama
23.03.1971

 

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