Hay que tocar el
timbre, saludar a la anfitriona, pasar por el
living y el comedor, trasponer una puerta de rejas
y recién entonces se llega a las salas de
exposición. Es que la galería de arte que
regentean Elsa Legaspi y Clara Aranovich tiene muy
poco que ver con la ortodoxia de los marchand:
ubicada en un departamento conectado con el que
habita la Legaspi —al 1100 de la avenida Ingeniero
Huergo— la galería es, posiblemente, la más
original de Buenos Aires. Allí, enmarcados por el
puerto, la zona aduanera y los grandes depósitos
de cereales —una vista que inunda la vivienda—, se
exponen 20 óleos y 12 acuarelas de Roberto El
Negro Duarte, uno de los más lúcidos y
prometedores pintores argentinos contemporáneos.
Visitar esa muestra permite, claro, recorrer los
cuartos en los que la dueña de casa atesora juegos
de ajedrez medievales tallados a mano, insólitos
botellones con plantas en su interior, buenos
vinos y decenas de variedades de queso con las que
suele agasajar a los invitados y, por supuesto,
una completa colección de pintura argentina.
Cuando Siete Días
entrevistó a RD en la casa de Legaspi el redactor
se contagió del ambiente informal y le propuso al
pintor una experiencia poco usual en las páginas
de la revista: que contara en primera persona su
formación artística, sus gustos, sus motivaciones,
sin sufrir las interrupciones normales de un
reportaje convencional. Este es el resultado:
"Soy hincha de Boca
Juniors, intelectual —y a mucha honra—, fanático
del tango y un pintor que cree que en su obra el
20 por ciento se debe al talento y el 80 por
ciento restante a la transpiración. Fui, también,
pintor de brocha gorda (sé imitar muy bien el
mármol y la madera; tengo el oficio), imprentero,
alumno de la Academia Nacional de Bellas Artes —me
falta una materia para recibirme; creo que a los
39 años ya no la voy a dar— y un montón de cosas
más. Muchas veces me pregunté a mí mismo cómo hice
para sobrevivir durante tantos años, porque recién
ahora puedo arreglármelas para vivir de la
pintura. La respuesta puede parecer demagógica o
tonta, pero la verdad es que puchereé gracias a
los almaceneros que me aguantaron cuentas
kilométricas y a los carniceros que me fiaron
cuando ya no me quedaba ni un mango. Pese a todo,
durante esos años difíciles me negué siempre a
laburar en publicidad; no es que yo me haga el
estirado y esté en contra de los tipos que hacen
eso. Simplemente, no creo en la publicidad; no
creo que sea necesario convencer a la gente que un
producto es mejor que otro, así que no me gusta
usar mis herramientas de trabajo, que son los
colores y las formas, para esos fines. Los que
pueden hacerlo, macanudo, pero para mí no sirve.
Prefiero alquilar mi tiempo en otras cosas, que
nada tengan que ver con mi vocación, que es la
pintura.
"Como pintor creo
haber aprendido de todas las escuelas, pero ningún
artista significó tanto para mí como Vermeer.
Estando en Europa, un día vi un cuadro de él, nada
del otro mundo, en el sentido de que se trataba de
una pintura intimista, un cuadro chico, no
demasiado espectacular, pero que fue mi verdadero
descubrimiento, mi despertar. A partir de ese
momento comprendí que tenía un mundo por delante,
mi mundo de formas y colores y desarrollé lo que
podría llamarse mi estilo. Yo podría definirlo,
pero creo que la verdad está en mis cuadros: puedo
hacer tanto pintura intimista como temas sociales;
creo que eso no es lo verdaderamente importante.
Lo que sí importa es pintar lo que uno siente, ya
sea la rosa o el fusil. Y la verdad es que en eso
resulta bastante difícil conformar a todo el
mundo: cuando yo pinté un cuadro en homenaje a
Felipe Val ese, pues me había impresionado su
desaparición, no faltaron quienes me dijeron:
Flaco, entraste en la fácil, te estás haciendo el
revolucionario y te olvidas de la pintura. Y
cuando pinto escenas de mi taller, pequeñas cosas
cotidianas que yo siento, tampoco faltan quienes
se quejan diciendo: Flaco, cómo podés dedicarte a
esas pavadas mientras en la calle hay tipos que se
amasijan, mueren, pelean. Yo insisto en que lo
único realmente válido es hacer lo que uno siente,
agotar hasta los tuétanos la vocación. Por eso me
paso 8, 10 ó 12 horas en el taller, por eso pinto
sentado —se me cansan las piernas de estar
parado—; por eso ni sé la cantidad de cuadros que
pinté, de tantos que hice. Además, nunca rompí una
obra, porque creo que cada cuadro representa un
estado de ánimo, una manera de sentir a realidad
que en un momento tuvo valor. Si después no gusta,
es otra historia, pero pienso que con ese asunto
de romper los cuadros se ha mitificado al artista,
se lo ha representado como un ser fogoso agresivo,
medio loquito, que tiene arranques de genialidad
sin comprender que el artista es un tipo cuyo
laburo, cuya vocación son los pinceles.
"A veces me siento
como un tipo que protesta mucho, y eso me alegra,
porque creo que construir es protestar; no se
puede hacer nada sin chillar frente a las cosas
malas que hay. También sé que protestar es
construir; quejarse sentirse disconforme, no
aceptar lo que algunos dan por bueno así porque sí
son, también, formas profundas de creación. ¿Por
qué el seleccionado de fútbol de la Argentina, por
ejemplo, no viaja acompañado de una delegación de
artistas que muestren al mundo la potencial¡dad de
nuestro arte? Desde esa queja hasta otras más
profundas —metafísicas, tal vez— hay un rosario de
protestas que cada uno debe hilvanar de acuerdo a
su propia conciencia. Y hablando de conciencia: yo
jamás ilustré un autor cuyos textos no me
sugirieran imágenes. Hice ilustraciones para
Homero Manzi, a quien considero uno de los más
grandes poetas del mundo; para Oscar Wilde y para
Roberto Arlt, que son las acuarelas que estoy
exponiendo ahora, pero jamás podría ilustrar el
Quijote, por ejemplo. No digo que sea malo, por
favor. Sólo sucede que a mí no me despierta cosas.
"Ah, y antes de
terminar: es cierto que los colores que más me
gustan y que más uso en los cuadros son el azul y
el amarillo; pero no es cierto que eso se deba a
mi pasión por Boca Juniors."
Revista Siete Días
Ilustrados
10.06.1974
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