Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Vida Moderna
Restaurantes de moda: Gloria por poco tiempo

Buenos Aires es una ciudad difícil para los dueños de los lugares de la moda. Pequeños restaurantes, cantinas típicas, lugares más o menos inesperados, más o menos alegres, nacen, brillan y mueren con la rapidez de las más débiles especies zoológicas. De pronto, un nombre corre entre los "habitués", y un lugar se repleta de gente: play-boys, artistas, gerentes en trance de relaciones públicas, burgueses curiosos. A los dos años (tres parece ser el máximo), el mismo sitio languidece, frecuentado solamente por descuidados transeúntes, alguno que otro personaje aquejado de nostalgia y, tal vez, parejas atrasadas de noticias. Luego cierra.
Pero algunos de estos lugares permanecen invariables o salen victoriosos de prolongadas épocas de crisis. Han logrado "enganchar", como se dice en la jerga gastronómica. ¿Cuáles son las sutiles reglas que regulan estos sorprendentes ciclos?, ¿qué es lo que decide el éxito, la desaparición, o el "enganche"? A primera vista, parecían no existir mas reglas que el capricho de los "arbiters" bonaerenses, pero sin embargo, de una recorrida a fondo por los lugares actualmente en auge surgieron ciertas claves.
Por ejemplo, el amor a lo barroco, la combinación del "fin de siècle" con el jazz moderno, el placer por el contraste, los discretos toques de absurdo.
En Moustache, por ejemplo (Libertador al 14.500), parece haberse conseguido una combinación ideal de esos elementos. Su dueño, Christian Kellens (39 años, casado), toca el trombón detrás de sus inmensos bigotes dorados (Kellens es considerado el mejor trombonista europeo) mientras su mujer, una decoradora argentina, se mueve entre dos viejos gramófonos, lámparas compradas en remates y un gran samovar repleto de aguardiente.
Bengt Oldemburg, administrador y amigo, es un sueco de 33 años, ex bailarín, ex pintor, dos veces comerciante en la India y aventurero en Medio Oriente: con precisión define al restaurante como "diferente, poco convencional y exótico". Y es esta palabra, "exótico", la que señala mejor el gusto del público. En Moustache se ha extendido el exotismo también a las comidas. Allí, el senador Alfredo Palacios o la escritora Silvina Bullrich, los embajadores árabes y el ubicuo actor Vittorio Gassman (de creerse a los dueños, come en todos lados al mismo tiempo), junto a cualquier jovencita, se someten a un extraño régimen de alimentación: cada 15 días, comida típica hindú, rusa, del Caribe, china o "anterior a Jesucristo".

El esplendor de lo cursi
Otro lugar que satisface sutilmente la inclinación a la extravagancia es Once al Sur. El matrimonio Sayons alquiló en complicidad con el matrimonio Seguí una casa vieja, al sur de Buenos Aires. El restaurante fue montado con desechos de remates. El criterio, según uno de los clientes habituales, "tiene que haber sido el de equilibrar lo cursi con lo increíble". Este mismo señor fue el que ofreció a los Sayons cualquier cantidad de pesos por un imposible busto de mujer abrumado de flores y lamparitas. El yeso, bautizado por la clientela "la opa iluminada", costó 300 pesos y es uno de los sostenes máximos del lugar, como las mesas, instaladas sobre antiguas máquina de coser, o el cuadro que suspira sobre el escritorio: "Toro, hombre y frutas verdes embalsamados en una tumba roja", firmado por Rubio "en la era del informalismo". En este caso, el fondo es el tango.
Lo cursi, lo increíble, lo antiguo. También influye lo típico, el ceremonial y el absurdo.
En el Mesón Español, los clientes tienen que cumplir el rito de pasar por la Tasca y beber vino directamente de una bota (que en realidad es de vidrio y puede ser higiénicamente lavada por el cliente mismo). Lo típico y lo ritual están cumplidos. Pero la cosa se complica: el absurdo es un automóvil blanco que al sonar "la campana de las 11" penetra en el patio central, ornado de carruajes antiguos, y del que desciende "Gaucho", un personaje que en los menús figura como socio de Guillermo Macro (soltero, 45 años). Pero "Gaucho" es un caballo. Pasea por las mesas, responde con relinchos o afirmaciones rotundas a las preguntas de su dueño. Luego, las mesoneras cantan ante una heterogénea y burguesa concurrencia.

Comer es una empresa
Pero el éxito no sólo se reduce a estos rasgos. Otra característica del "enganche" —quizá la menos prescindible— es, según la mayoría de entrevistados, la solícita presencia de los dueños en el lugar. O, por lo menos, de un maitre antiguo, tan antiguo y conocido, que de por sí mismo atraiga y reúna a la clientela.
Un maitre conocido y un ambiente rememorador de viejas tradiciones; por ejemplo, el comedor de una vieja estancia: esas son las cartas jugadas por Nicolás Osvaldo D'Onofrio, dueño de La Posta del Plata y, además, del Hotel Provincial de Mar del Plata y del Internacional de Ezeiza. D'Onofrio es el representante de otro tipo de empresario: el profesional, el industrial de la gastronomía, el especialista en grandes banquetes, el que sirve los langostinos en montañas de hielo iluminadas desde adentro con bombitas que se prenden y se apagan.
La Posta del Plata, como Moustache, es principalmente visitada por extranjeros, industriales, hombres de negocios que comen y discuten. Pero, además, gracias a León, maitre durante 23 años en el desaparecido Jockey Club, es un sitio homenajeado por elementos de la sociedad argentina, quienes lo besan en las dos mejillas. Conoce el gusto de todos. El ambiente es sobrio y acogedor. Faroles coloniales, pulpería, todas las primeras marcas de hacienda que se usaron en el país sobre una auténtica chimenea de leños, los vitrales de la desaparecida escuela de "Provincias Unidas", un portón de la residencia de Rosas en San Benito de Palermo. El nuncio, monseñor Mozzoni concurre por la placidez, "por la serenidad del ambiente". Los políticos Alsogaray y Zavala Ortiz, para conversaciones tranquilas.
En estos casos, es otro el estilo, otra la clave, pero permanece, sin embargo, la seducción de los elementos evocativos. Coma si el estricto público de estos lugares extrañara o tuviera la necesidad de extrañar un pasado. D'Onofrio lo sabe y combina con inteligencia esa necesidad con una gran industria, desde la preparación de la especialísima comida de los Jets, hasta el envío de su personal a estudiar a Europa. La Kaiser, la Ford, las Fuerzas Armadas, lo llaman para la organización de sus banquetes.

Política al uso árabe
Exotismo, tradición, presencia de los dueños: nada de eso parece suficiente en este mundo interminable. Otro elemento: las relaciones personales. Ejemplo de lo último es Alfredo Jozami (55 años, casado), alto personaje del mundo árabe, uno de los autores de la rebelión que en el 43 liberó al Líbano del dominio inglés. Embajador y enviado especial de su país muchas veces, amigo de presidentes y de reyes, está siempre sentado ante alguna mesa del Horizonte, su restaurante de Junín y Melo.
Apacible hasta las 11 de la noche, de pronto se repleta de gente. Los generales Rauch, Rawson, la actriz Mirtha Legrand y el animador Antonio Carrizo, grandes mesas de gente divertida a las que constantemente él saluda con cortesía oriental. Su público es prácticamente el mismo desde que en 1953 instaló el Sahara. "Todos los ex diplomáticos, los ex políticos o los exiliados terminamos, en cualquier lugar del mundo, instalando un restaurante."
Ibrahim Dezuki, el más conocido de los músicos árabes, instruido personalmente por Jozami, toca el laúd y canta. En este caso, el elemento exótico está mezclado con las relaciones políticas y sociales de un hombre hábil. Allí comía un día el general Pedro Eugenio Aramburu arroz a la turca con un joven árabe que lo aconsejaba paternalmente cómo invertir mejor (en sus propias empresas) 300.000 pesos que poseía. Jozami escuchaba regocijado la conversación. A la semana, Aramburu subía a la presidencia de la Argentina y el joven árabe era encerrado en la cárcel por quiebra fraudulenta. Es que bajo la frívola apariencia de los decorados, la gente concurre a un restaurante —y ésa es una costumbre bien argentina— a discutir negocios o a preparar revoluciones. Cada político tiene sus sitios preferidos. Y muchas veces, inclusive, es bueno mostrarse.
El dirigente conservador Julio C. Cueto Rúa y el demoprogresista Horacio Thedy son clientes, por ejemplo, de Jacqueline, en Canning al 1300, típica cantina francesa, equivalente a las dos o tres que, cada tanto, están de moda, con grandes afiches de turismo en las paredes. Hortensia Pedrón, su dueña, tiene conciencia de lo efímero de su éxito: "El mejor restaurante no dura más de tres años, lo mejor es venderlo y abrir otro." Opuesta en ideas y vocación a los otros entrevistados, le molestan los clientes cotidianos, que "se toman demasiada confianza y se vuelven exigentes". Jacqueline es el ejemplo de restaurante "sin gancho". Otro ejemplo de negocio pasajero, y encarado como tal, es Elizabeth, una whiskería de avenida Figueroa Alcorta que regentean el cantante Antonio Prieto y los dos hermanos La Mota. Uno de ellos declaró que no podía llamar "personalidades" a sus clientes; que, en último término, ninguno de ellos le interesaban más que como consumidores "de paso".
Los altos precios han dejado ya de ser motivo de una paradójica selección y concurrencia de público. Los lugares nocturnos, como La Tuerca, por ejemplo, cobran a los clientes 50 pesos por whisky. Y en esos sitios es también la presencia del dueño, un dueño como Pedro González, ex industrial petroquímico, lo que cohesiona y selecciona el ambiente. Por otra parte, en todos los restaurantes mencionados se puede comer por un promedio de 500 pesos por persona, mientras —claro está— se supriman el caviar o el pato del Caribe cocinado con leche de coco.

El culto de la originalidad
La "dedicación exclusiva" y el afán por lo raro que obligatoriamente deben cargar sobre sí los propietarios están, sin embargo, bien compensados. Instalar un pequeño restaurante cuesta en la actualidad seis millones de pesos, pero las ganancias diarias netas oscilan entre los 30.000 y los 50.000 pesos. Duran, mientras la moda dura.
Pero para que dure nada es tan imprescindible como la invención. Lo mismo que atrae al principio —la especialidad y la originalidad, o la sumisión general a un estilo —es lo que finalmente cansa. El riesgo está solamente centrado en la capacidad para descubrir ese cansancio y prevenirlo a tiempo. La contradicción de la sorpresa consiste en que si perdura, deja de serlo. Tal vez sea ésta la principal causa de la muerte de los locales de moda. De una moda que se aburre de sí misma.
Otro problema es el de la inevitable herencia y expansión del gusto: cuando un pantalón ancho se comienza a usar en un suburbio, ha dejado de usarse en los barrios elegantes. Lo mismo ocurre con un restaurante. Un público ahuyenta a otro. Pero el público que ahuyenta no es estable; es, como declaró uno de los entrevistados, "el público tardío; los que van a la cola de la clientela que me interesa", el público de "los que oyen hablar. Cuando ellos vienen, es nuestra sentencia de muerte".
Un local cierra, por lo tanto, por ausencia de público, o por un cambio de público que es como el anuncio de esa ausencia. Por eso, la perdurabilidad es casi siempre más una cuestión de fantasía literaria y dedicación profesional, que un asunto de pericia comercial. Perduran o los grandes empresarios o los hábiles imaginativos. Los demás son solamente transitorios hijos de la moda.
PRIMERA PLANA
30 de junio de 1964

ir al índice de Mágicas Ruinas

Ir Arriba