Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Spilimbergo
'Panorama" rinde homenaje a un hombre que se ha ¡do, a un pintor que presidió durante años el arte argentino

La noche del 16 de marzo era tibia. La luz de la luna se deslizaba sin ganas hasta el suelo cordobés. Muy cerca de Unquillo (un pueblo con sed de turistas, que crece sin pausa a pesar de la proximidad de Río Ceballos), Spilimbergo se arrebujó en un poncho prestado y encogió los hombros. ¿Eran sus 67 años, o hacía frío, realmente? Meneó la cabeza y comentó:
—No me quedan más que cuarenta y cinco días para trabajar. Después me va a frenar el invierno. . .
Se echó en la cama, vestido, y sus ojos grises se fueron apagando de a poco. Al rato, estaba muerto. Durante algunas horas solo recibió el homenaje de los grillos y el responso del arroyo cercano. Después, la mañana se llenó de voces y de lamentos.
Así terminó su vida, no hace todavía cinco meses cabales, el maestro indiscutido de la pintura moderna argentina.
Al día siguiente, los diarios buscaron afanosamente en sus archivos el sobre "Lino Enea Spilimbergo", y el país recordó —o supo, solamente— que el viejo maestro había nacido en el barrio de Palermo; que fue lavacopas, carrero y peón de campo y que a los 21 años se recibió de profesor de dibujo en la Academia de Bellas Artes. Que en 1925 se fue a Europa y que tres años más tarde volvió maduro para iniciar su propia obra, que continuó hasta el día de su muerte.
Sin embargo, en la madrugada del 17 de marzo, la Argentina perdió bastante más que un Gran Premio del Salón Nacional (1937), y algo más que un hombre bueno. Con Spilimbergo desapareció un hombre capaz de formar hombres, tanto como discípulos. Su paso por la Dirección del Instituto Superior de Artes de la Universidad Nacional de Tucumán no puede ser olvidada, ni pueden pasarse por alto sus años como profesor en el Instituto Argentino de Artes Gráficas y en la Academia Nacional de Bellas Artes. Pero tan perdurable como sus enseñanzas y sus obras es el recuerdo de su amistad enorme para con todos los seres vivientes.
Spilimbergo trabajaba en su taller de Buenos Aires, o en la cocina de su casa de Unquillo. Jamás iniciaba una obra, ni retomaba un trabajo, si no sentía a su alrededor un ambiente de tranquilidad absoluta. Pero cuando empezaba a pintar, hubiera podido decirse que caía en trance. No oía nada de cuanto sucedía en torno de él y se mantenía ajeno a todos los temas y volúmenes de conversación. Sentado en su silla baja de paja, iba dejando su alma en las telas, de a pinceladas. A veces trabajaba en varias obras al mismo tiempo: llegó a tener empezadas quince o veinte, y elegía cada día la que mejor se adaptaba a su humor.
Friolento, no era raro verlo sobrecargado de ropas. Se levantaba temprano, y aún soñoliento, llamaba a los pájaros de los alrededores, para darles de comer.
—¡Vení!... ¡Vení!... — repetía.
Entonces aparecían todos, por turno. Primero, un benteveo, vistoso y torpe, al que hartaba de comida para que no molestara a los otros más pequeños. Spilimbergo no comía carne, pero compraba para los perros de los amigos y para el benteveo. Cuando este se marchaba ahíto, surgían saltando desde el follaje los chingolos, los gorriones y las palomitas de la Virgen. Para ellos tenía alpiste y granos chicos. Les daba de beber en recipientes individuales, y les cambiaba el agua cuando se bañaban. Luego los miraba, complacido.
Spilimbergo fumaba sin cesar. Y bebía. Solamente vino, pero mucho y barato. Como un chico travieso, se resistía a los cuidados y a las reprimendas de su esposa francesa, Germaine Caubria, a la que sin embargo adoraba. Muy a menudo rodeado de adulones y de parásitos, las repetidas rondas vineras (jamás se lo vio ebrio) terminaron por arruinarle el hígado y la salud, y tuvo que internarse en la clínica de un viejo amigo, para una cura de desintoxicación que tuvo pleno éxito.
Spili (así lo llamaban sus amigos) era travieso, modesto, romántico. Le encantaba dar el esquinazo a los asuntos protocolares. Una vez llegó una comisión a su retiro cordobés, para pedirle que concurriera a la inauguración de una galería céntrica en la que se expondrían obras suyas. Spilimbergo los convidó con vino y los acompañó
hasta la puerta como un avezado diplomático. Luego se volvió hacia sus amigos:
—El próximo martes estos señores van a venir a buscarme —les dijo—. Háganme acordar, para escaparme a tiempo...
Seguramente, también tenía algo de travesura y de romanticismo su pretendida ideología comunista.
En 1960, Lino Spilimbergo se marchó a Europa.
—Es mi último viaje —afirmó a sus amigos, en la despedida—. Quiero volver a las fuentes de la pintura. Me quedaré dos años.. . A los mejor, cinco. Y si puedo, para siempre...
Quería morir en Italia. Su padre, Antonio Enea Spilimbergo, italiano, reposaba en tierra argentina; y Lino sentía que sus propios huesos tenían que pagar la deuda paterna con su terruño. Pero volvió. Nunca explicó muy bien las razones de su retorno. Se justificó diciendo que tenía que ordenar sus asuntos en la Argentina; que estaba reuniendo otra vez lo mejor de su producción para dejarlo en herencia a su hijo Tito... Pero lo cierto es que, poco antes de su vuelta a la Argentina, sus cartas parecían las de un viajero feliz.
Un mes antes de su muerte, en Unquillo, refugiado en la tibia cocina, habló en rueda de amigos de sus experiencias en Europa. Estaba fascinado por Grecia, por Florencia, por París y por España toda. Adoraba a Francisco de Goya y no se cansaba de relatar su asombro ante los tesoros del museo del Prado. Sus gestos eran simples y primitivos. Cerraba el puño y lo lanzaba hacia adelante, con vigor, para recogerlo en seguida en ademán de fuerza. Su rasgo más expresivo era el mentón, que traducía, con igual fidelidad, suavidad y ternura o rabia y severidad.
A veces, mientras hablaba, acariciaba distraídamente con los dedos una de las paredes del fondo de su casa, donde a pesar de las fallas del revoque había dibujado el rostro de Yolanda Giotto, una joven enfermera, empleada de un médico amigo.
—Los abstractos —añadía— han perdido la batalla. En Europa, ese movimiento se encuentra en retirada, pero quedan algunos grupos de calidad que pueden mantenerse, a pesar de la competencia de los figurativos. Lo bueno no mata a lo bueno. . .
Durante su estada en la Argentina, en los meses anteriores a su desaparición, Spilimbergo trabajó muy poco. Apenas un par de dibujos de cabezas femeninas. Extrañaba a Germaine, que había quedado en Europa atendiendo a su madre anciana. Además, había comprado una propiedad en París, y le urgía volver allá para ocuparla, porque "en Francia, si uno deja la casa vacía y alguien lo denuncia, pueden obligarlo a vender la propiedad...Pero también deseaba la vuelta a Europa por otras razones. En cartas a sus amigos más cercanos, se mostraba embelesado por la idea de volver a Grecia. El Partenón y el Acrópolis lo fascinaban.
Uno de sus mejores amigos, el grabador Albino Fernández, cuenta:
—Cuando Lino estuvo en España, yo me encontraba también allí, trabajando. Lo encontré muy desmejorado. Apenas podía caminar. Pero en muy pocos días fue recuperándose, y al cabo de una semana dábamos juntos largas caminatas hasta los museos, o en busca de los lugares pintorescos. Spili se entusiasmaba como un chico. Parecía descubrir recién entonces a Goya y a Velázquez...
Aparentemente, las "fuentes de la pintura" que buscaba Spilimbergo en Europa, eran también para él fuentes de salud: su regreso a la Argentina lo desmejoró, de una manera o de otra. Llegó a Buenos Aires en silencio, y antes de marcharse a Unquillo saludó por teléfono a un solo amigo: el portero de la Academia de Bellas Artes.
Una vez en Córdoba, Spilimbergo intentó trabajar al ritmo de otrora, pero no fue posible.
—Lino me escribió —cuenta Juan Carlos Castagnino— pidiéndome que lo acompañara al Norte, a pintar. Naturalmente, accedí, y fui a buscarlo a Unquillo, pero lo encontré muy mal. Tanto, que el viaje al Norte quedó en la nada y me quedé acompañándolo durante un par de semanas. Lo dejé algo repuesto, pero flojo...
La flojedad provenía de algunas fallas en el ritmo cardíaco. En la mañana del 16 de marzo, Spilimbergo se sintió mareado. El médico del pueblo diagnosticó "corazón agotado". Pero "Spili" no demostró en ningún momento que los temores del galeno eran fundados. Bromeó con sus parientes hasta que cayó la noche y, poco antes de quedar solo, se trenzó en una discusión acerca de marcas de automóviles. De vez en cuando levantaba las solapas de su abrigo y encogía los hombros, o se frotaba las manos. Por fin se envolvió en el poncho que le había dejado algunos días antes su amigo y discípulo, el pintor Enrique Mónaco; y al despedir a sus sobrinos, que le hacían compañía desde algunas horas atrás, comentó:
—No me quedan más que cuarenta y cinco días para trabajar. Después...
Pero ya nunca volvería a tocar un pincel. Algunas tardes, Lino Spilimbergo se había detenido a mirar la modesta serranía que lo rodeaba, y entonces se lo había oído murmurar: "Podría pintar esas lomas con los ojos cerrados, sin equivocarme en un solo arbolito, en una sola mata de pasto..
Se durmió junto al paisaje amado. Los árboles, los pájaros y la hierba le dijeron adiós.
Eduardo Guibourg
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Retrato del artista
Ha desaparecido con Spilimbergo uno de los principales representantes de una generación de artistas argentinos que bien merece el calificativo de heroica por la temeridad con que afrontó una ardua lucha para dar actualidad al arte nacional cuando este aparecía estando en aguas provincianas. Nacido en 1896, formado desde 1915 en la Academia Nacional de Bellas Artes, que a la sazón dirigía Pío Collivadino, empezó a hacerse conocer mediante sus envíos a los salones oficiales a partir de 1920. Sus cuadros y sus grabados obtuvieron discretos éxitos en los años siguientes, hasta que, en 1925, logró un reconocimiento más amplio al conquistar el premio único "al mejor conjunto", que había de proporcionarle los medios materiales para realizar un ansiado y necesario viaje a Europa, Spilimbergo era un talento. Lo había revelado en su pintura y, más aún, en sus dibujos, Pero el joven pintor y grabador aún no había conquistado su lenguaje propio ni es de suponer que pudiera conquistarlo en el ambiente artístico en que actuaba,
El viaje de Spilimbergo se imponía, pues, como algo indispensable. Y, en efecto, de Europa volvió el pintor completamente transformado y puesto al día merced a la frecuentación del taller libre de la Grande Chaumiére, en París, a las lecciones de aquel gran teórico e inspirado maestro que fue André Lhote y —por qué negarlo— al contacto con otros jóvenes argentinos, integrantes del llamado Grupo de París, que en los mismos años estaban formándose en la capital francesa, Ellos —Badi, Butler, Bigatti, Basaldúa, Raquel Forner, Norah Borges, Sibellino, Curatella Manes y acaso algunos más— fueron con Spilimbergo los integrantes de aquella generación que hemos calificado de heroica.
En cuanto a Spilimbergo se refiere, es importante señalar que, mientras absorbía la enseñanza de los maestros contemporáneos, meditaba la lección de grandes artistas del pasado, y muy especialmente la de Carpaccio, Beilini, Mantegna y Signorelli, que dieron su tónica profunda a muchos de sus cuadros tratados con los recursos expresivos modernos. Así se explica ese "clasicismo" subyacente en una obra que sorprendió por su modernidad cuando el pintor, ya decididamente orientado, regresó a la Argentina en 1928,
En una valoración de su obra, preciso es decir que su personalidad recia y apasionada se manifestó con particular fuerza en su dibujo ceñido, expresivo, enérgico y sintético, y que las cualidades de dibujante capaz de estructurar una forma y una composición en breves y significativos trazos también se encuentran en sus grabados originales, los que destinó a la ilustración de libros como los que constituyen "series" y desarrollan ternas a menudo audaces y siempre profundamente patéticos.
En su pintura, nunca se aparto de un naturalismo renovado por un tratamiento de las formas que las construye mediante una sutil geometría y cuyo origen lejano está en el constructivismo de Cézanne, retomado tanto por los cubistas como por los miembros de la Escuela de París y también algunos Novecentistas italianos, Sabía captar el carácter esencial de un árbol, de una casa, de un personaje, y lo acentuaba con rasgos fuertes, descartando todo detalle insignificante y logrando imágenes de ruda y vital elocuencia, Su colorido era rico y solía tornarse estridente cuando lo requería el motivo tratado, pero, en general, manifestó preferencia por las armonías más sordas de los grises y los dorados, con que realizó algunos lienzos admirables, Hubo siempre en él una pugna entre lo sensual y lo espontáneo, que se traduce en la materia pictórica suntuosa y en la insistencia en destacar los volúmenes, y lo mental, que impone rigurosas disciplinas estructurales, Y en esa pugna, el rigor intelectual solía ceder a las seducciones del apasionado desorden expresivo. La evolución de su arte, en el curso de los años, puso en evidencia esa dualidad y, a partir de 1940, más o menos, comprobamos que la fuerza del instinto se sobrepone en sus cuadros a la de la razón, cuando el artista es presa de crecientes inquietudes y se desgarra en un conflicto interno de graves proporciones.
Su complejo temperamento, su aguda sensibilidad, su cordialísima humanidad le inspiraron en sus mejores años un conjunto de obras —paisajes y figuras— del mayor significado en la historia de las artes argentinas contemporáneas. Entre sus mejores aciertos están los retratos femeninos, con sus característicos ojos enormes, y las figuras de niños en que volcó su especial ternura, presentándolos como la promesa de un mañana lleno de pureza y de dignidad. En esos cuadros demostró lo que valía, alcanzando con la vitalidad de un artista muy moderno el incomparable equilibrio de los clásicos.
Julio E. Payró

Revista Panorama
07/1964

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