Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Pianista
Sylvia Kersenbaum
Adiós a los Reyes Magos
No sólo cambió de ámbito; también de vida. Ahora, mientras cosecha triunfos en Europa, la pianista argentina más importante de su generación olvida las ilusiones derrumbadas "porque gané un mundo más mío"

El timbre sonó junto con la última nota del Vals Mefisto de Liszt. "Al menos esta vez esperaron hasta el final", pensó. Con la resignación que suele acompañar a interrupciones demasiado frecuentes, abandonó el piano y se dirigió hacia la puerta del departamento. Tuvo que contenerse para no reír cuando vio la cara de sorpresa de los dos jóvenes carabinieri: "Disculpe, señorita, pero tenemos una queja de sus vecinos por ruidos molestos", tartamudea uno de ellos. Sylvia Kersenbaum los invitó a pasar. "Estoy acostumbrada a estos planteos —les dijo, mientras preparaba café—, pero no puedo complacerlos: tengo que estudiar diariamente algunas horas y ahora me estoy preparando para un concierto. Además, no tienen motivos para protestar porque todavía no son las once". Tenía razón. Las leyes romanas permiten hacer música entre las 9 y las 23. Algo avergonzados, los policías saludaron militarmente y se despidieron.
Los problemas con los vecinos comenzaron para Sylvia la misma semana de su llegada a Roma —octubre de 1966—, y motivaron muchas mudanzas de domicilios "hasta que encontré este departamento en Monte Mario, un suburbio romano bastante tranquilo. Hasta anoche nunca había tenido conflictos y algunos de los que viven en el edificio vinieron a escuchar mis conciertos cuando se enteraron que estaba becada por el gobierno de Italia", recordó, al día siguiente, al enviado de SIETE DIAS.
Le cuesta poco reírse, pero se pone bruscamente seria mientras mira como distraída los primeros anuncios de la primavera en Piazza Navona, y a unos muchachones que juegan a la pelota. Tiene apenas 25 años pero siente como si hubiera vivido muchos más. "Antes de viajar a Europa, mis padres se ocupaban de todo, rodeándome de cuidados y atenciones, poniendo una barrera entre el mundo exterior y yo." Ahora su vida dio un giro de 180 grados, pero no se queja; aprendió a confiar en sus fuerzas: "Es como si, de pronto, supiera que los Reyes Magos no existen; perdí la ilusión, pero gané un mundo más real, más concreto", confiesa sin amargura. Y la risa vuelve a retozar en su cara, cuando recuerda que "después de todo no es tan tremendo preparar milanesa con puré y ensalada, mientras plancho el vestido minutos antes de un concierto".

Mimada por la crítica
El plano musical anduvo, desde un comienzo, mejor que el afectivo. Ganó por concurso la admisión en la Academia Santa Cecilia y, gracias a la renovación de la beca, está a punto de terminar los cursos de perfeccionamiento para graduados, que generalmente duran tres años. La tarea no es fácil: el examen final consta de tres recitales completos y dos conciertos acompañados por orquesta. En 1967 asistió a los cursos de verano de la Academia Chigiana de Siena, y aprovechó para dar dos conciertos. En la temporada 1968 fue contratada para varios recitales en Zurich, Berna y Ginebra (Suiza). A su regreso a Roma, encontró en el buzón una carta de la radio-televisión oficial italiana (RAI TV), ofreciéndole sus espacios para una audición.
Las críticas son invariablemente elogiosas. En Suiza se admiraban de la capacidad argentina para producir pianistas de primera línea: "A Martha Argerich, Daniel Baremboin y Bruno Leonardo Gelber, se agrega ahora Sylvia Kersenbaum, una esbelta, espiritual y sin embargo muy temperamental pianista de Buenos Aires", escribió en el Unterhaltungs Blátter el crítico Werner Halle. Luego de su intervención en el ciclo cultural organizado por el Instituto Italo-Latinoamericano, de Roma, Vittorio Minardi, uno de sus funcionarios, opinó: "Es, sin duda, la pianista argentina más importante de su generación". Tiene autoridad para decirlo: Minardi vivió muchos años en Buenos Aires, y además de ser un melómano vocacional, fue director de relaciones públicas del Teatro Nacional Cervantes durante la administración de Omar del Carlo, que, precisamente abundó en conciertos.
"No me puedo quejar —se enorgullece Sylvia—. Además de la satisfacción espiritual, no me viene nada mal recibir de cuando en cuando un buen cachet". Cuando se le pregunta cuánto es para ella un buen cachet, no contesta. Apenas murmura: "Mejor que en Buenos Aires". Su experiencia demuestra que no es fácil la vida de un becario sudamericano en Europa: "Las 90.000 liras mensuales —alrededor de 54.000 pesos argentinos— alcanzan para poco". Pero igual se las arregla. Y vuelve a reír cuando recuerda que un crítico italiano con veleidades poéticas, luego de elogiar su actuación, dedicó varias columnas a describir su belleza, el porte digno de una valkiria, su peinado y la elegancia del vestido: "Si supiera que lo compré en una liquidación, por el equivalente de 17.000 pesos ... Es preciso cuidar mucho las liras".

Sylvia... ¿Recuerdas todavía?
Cuando piensa en sus primeras semanas en Roma, Sylvia Kersenbaum cree asomarse a un lejano pasado: "Los primeros días no hice más que llorar. Muchas veces levanté el teléfono dispuesta a marcar el número de Aerolíneas Argentinas para preguntar a qué hora salía el próximo avión a Buenos Aires. Sólo quería volver". Como había que quedarse, optó por encerrarse en un mundo habitado sólo por ella. Su melancolía tocó fondo a fines de 1967. Fue entonces cuando, de repente, se puso a escribir poesías por primera vez en su vida ... y en italiano. Apenas terminaba de copiarlas, las enviaba a sus padres. "Me extrañó que durante una semana no contestaran mis cartas. Pero una tarde recibí una encomienda: contenía remedios para superar la depresión nerviosa".
El furor poético terminó tan de repente como había comenzado. Unos amigos italianos tienen intención de hacer publicar sus versos. "No sé si sirven para algo —se autocrítica Sylvia— pero me sirvieron para superar el mal momento, para desahogarme." Salió entonces de su encierro, y empezó a frecuentar amigos argentinos e italianos, a compartir sus alegrías y tristezas. No sólo cambió de vida; también de peinado: "Lo primero fue cortarme el flequillo".
Ahora vive rutinariamente feliz, se levanta a las ocho, estudia un poco, luego va al mercado a hacer compras ("A veces me conformo con un sandwich; es triste comer sola"), a la tarde otra vez piano. Sale muy seguido a caminar ("Estoy deslumbrada por Roma") y se ve frecuentemente con sus amigos. "Los italianos son muy simpáticos. Invariablemente, cuando me presentan a algún desconocido, lo primero que hacen es recitarme el poema de Leopardi que comienza: Sylvia, rimembri ancor ...? Nunca pude saber cómo sigue. Pasa lo mismo que con la Divina Comedia: todos conocen sólo el principio".
En este cielo, ahora feliz, apareció hace poco una nube: "Me puso muy triste la noticia del fallecimiento de mi maestro, Vicente Scaramuzza —el 24 de marzo, en Buenos Aires, a los 83 años—. Todo lo que sé me lo enseñó él". Un mes antes había recibido una carta del legendario maestro de tantos concertistas, felicitándola por su actuación europea, y recordándole que ella era la alumna que mejor representaba su escuela pianística.
Sylvia, rimembri ancor ... ?
S. M.
Revista Siete Días Ilustrados
14/5/1968

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