A DIEZ ANOS DE LA DESAPARICION DEL MAS
QUERIDO DE LOS MEDIOS DE TRANSPORTE
PORTENOS
Nostalgias del último
tranvía
El 19 de
febrero de 1963 dejaron de circular por
Buenos Aires. Poco tiempo después, también
desaparecieron de otras ciudades
argentinas. Sólo perduran kilómetros de
vías y añosas vocaciones, en tanto algunos
tranvías, ya quietos, sobreviven como
aulas o viviendas
Es hermoso, de noche, ver huir,
calle abajo, los tranvías, con un polvo de
estrellas en las ruedas y en la punta del trole
una estrellita. B. Fernández
Moreno: "San José de Flores"
Durante casi
un siglo formaron parte del paisaje ciudadano. En
las brumosas mañanas de frío, con sus luces
pálidas y sus vidrios empañados, parecían
invernáculos que, súbitamente locos, hubieran
echado a rodar. En la alta noche, sobre todo en
los barrios inhóspitos, era tranquilizante atisbar
su lucecita, cada vez más cerca, hasta que
estallaba en mil ruidos, como un brillante,
fantasmal salón de fiesta surgido de la nada. El
tintineo de su veintena de cristales, el crujido
estertoroso de la vieja armazón, el tañido de una
campana que el motorman accionaba con el pie y el
largo quejido exhalado en las curvas cerradas
conformaba su sonoro y a menudo exasperante modo
de expresión. Hace ya diez años que esos ruidos
cesaron en Buenos Aires: el 19 de febrero de 1963
las grandes estaciones de la vieja Corporación de
Transportes (Las Heras y Ocampo, Montes de Oca y
Río Cuarto, Loria y Carlos Calvo, Rivadavia y
Lacarra) abrieron sus fauces y se tragaron para
siempre a los últimos tranvías. Nunca más se los
vio. A veces, esporádicamente, como una tozuda
aparición, chirriaba alguno que otro, rumbo a sus
nuevos, estáticos destinos de aula, salón o
vivienda. Unos 24 se resistieron a la muerte:
quedaron en el vecino pueblo bonaerense de Lanús,
en poder de la cooperativa obrera de la estación
Villa Mauricio, circulando en las líneas locales
51 y 52. Otros emprendieron un viaje más largo,
rumbo a ciudades de provincia. Pero también
estaban sentenciados: La Plata, Rosario, Mar del
Plata, Paraná, Santa Fe, Tucumán, Córdoba y
Mendoza —Bahía Blanca se les adelantó en casi 20
años— se contagiaron de los aires progresistas de
la metrópoli y firmaron la sentencia de muerte de
los añosos tramways o tranguáy, como traducía la
irreverente fonética porteña. Así se desvaneció
un dilatado imperio —su inactividad podía
paralizar a Buenos Aires tan eficazmente como una
huelga general— cuyos años de gloria comenzaron en
1897, a partir de la electrificación de los
servicios y se extendieron, sin atisbar ningún
signo de ocaso, hasta los años 50. Pero los más
veloces ómnibus y colectivos —y el extraviado
ensayo de los trole-buses— comenzaron a socavar su
hasta entonces monolítica grandeza. Cuando fueron
borrados de la geografía urbana, se desmoronó un
imperio de 43 líneas, 1.800 coches (tasados en
1963 a razón de 1.200.000 pesos cada uno y
vendidos a la irrisoria suma de 20 ó 33 mil por
cada unidad), alrededor de 800 millones en
cablerío y una vasta infraestructura de usinas,
talleres, fábricas, estaciones y playas. Las
líneas más renuentes a morir fueron la 38
(Constitución-Barrancas de Belgrano), la 3
(Constitución-Villa Mauricio) y la 20
(Retiro-Lanús Oeste). Pero por encima de cifras no
demasiado relevantes o de vanas planificaciones
para fluidificar el tránsito urbano, la
desaparición del último tranvía importa un hecho
nostálgico, como todos los adioses, para nada
emparentado con el show que los comerciantes del
barrio Belgrano urdieron para despedirlo. Con ese
tranvía que entró en la vía muerta —propiamente
dicha— se fue todo un tiempo de Buenos Aires: una
minúscula y hermosa historia de mayorales,
compadritos y postillones; otra, menos hermosa, de
obreros con sueño, pálidos ladrones, pregones
olvidados, veloces canillitas, prostitutas
heroicas, grises empleados, fabriqueras prontas a
ingresar a un tango o al hospital Tornú, poetas
hambrientos, todos hermanados y obedientes a la
consigna: "¡De a dos en el pasillo...!".
Nací en el novecientos, año de los
taquitos, del clavel en la boca, del tranvía a
caballo, de la faja, el chambergo, el pañuelo
galleta y el mayoral travieso silbando La Morocha.
El piropo tenia frescura de sandia, miel de breva
y perfume de azahar en un libro.
José Portogalo: "Letra para Juan Tango"
En
la Argentina el tramway es hijo —o mejor, quizás,
entenado— del 'raiway'. Dicho en otras palabras,
que los avispados capitalistas británicos
propietarios de los ferrocarriles advirtieron bien
pronto que era una lástima que el negocio
concluyera en la estación. Así entonces, los
primeros tranvías porteños —tirados por caballos—
surgen como un apéndice del servicio ferroviario:
en 1867 una línea trepa desde Constitución, por
Lima, hasta Belgrano. Otra, que suele reclamar la
primogenitura, discurría entre las estaciones
Belgrano C y Belgrano R a lo largo de la calle
Pampa. Densamente concurrida por los adictos al
turf —cuando el hipódromo estaba en su antigua
sede belgranense— dio lugar a la expresión "Pampa
y la vía" como sinónimo de perdedora pobreza. Por
fin una más parte desde Retiro y expira en
Rivadavia y Paseo de Julio (hoy Paseo Colón). Al
margen de estos ensayos primigenios —especies de
seudo-podios ferroviarios—, recién en 1869, el 23
de mayo, los hermanos Agustín, Teófilo y Nicanor
Méndez inauguran la primera línea urbana: se la
llama indistintamente 11 de Septiembre, Caridad o
"de Cuyo" y transita desde Cuyo (hoy Sarmiento) y
25 de Mayo hasta la Plaza de Miserere. Ni por
asomo se piense que los porteños estaban contentos
con semejante adelanto: el tendido de los rieles
debe hacerse en medios de aguerridas batallas
campales, protagonizadas por obreros y vecinos que
buscan impedir el recorrido de semejante máquina
infernal. El gobierno organiza un acto en Plaza
Once para explicar las ventajas del tramway: la
oposición popular continúa —los vecinos huían
despavoridos al paso de los armatostes— y el
Ejecutivo, mediante un decreto, establece que los
vehículos serán precedidos, a cien metros, por un
jinete con cornetín. Los más encarnizados
opositores —propietarios de carruajes,
comerciantes del centro —no alcanzan a vislumbrar
la tremenda revolución económica que protagonizará
el tramway, al valorizar zonas alejadas y crear
nuevos y populosos centros. Es la Argentina de
Sarmiento, que acaba de asumir el poder: el primer
censo informa que la ciudad tiene 19.903 casas y
187.346 habitantes. El terrible cartelito de
"completo" es por ese entonces una insensata,
delirante hipótesis. Un nuevo personaje íntegra
así la fauna de los seductores porteños: el
postillón y más tarde el mayoral — cuyo cornetín
pergeña rudimentarias melodías, convertidas en
santo y seña para que las mozas se animen a la
puerta— se rodean de un hálito legendario,
seductor y aventurero y, a la par del cuarteador,
encargado de que el vehículo trepe las
pronunciadas cuestas, ingresan para siempre en la
leyenda, en ese pinchudo limbo que Borges suele
denominar "vaga mitología de puñales". De
pronto, en 1871, la crónica registra el primer
accidente tranviario: un pasajero poco diestro se
mata al descender del vehículo para perseguir al
tren. El público, enardecido, casi quema el
tranvía y al día siguiente los hermanos Lacroze,
que ya cuentan con una línea, se apuran a avisar
en los diarios que el vehículo de marras no
pertenece a su empresa. Pero el país no está para
tragedias chicas: la fiebre amarilla inmola 13.614
muertos desde que se localiza su foco en el Bajo
Belgrano. Algunos tranvías, convertidos en
improvisados coches fúnebres, inaugurarán las
instalaciones de un flamante cementerio: la
Chacarita. Un año después, en 1872, otra
legendaria línea crece en Buenos Aires: la que
partiendo de la Plaza de la Victoria remonta
Rivadavia hasta Flores. En 1880 el tranvía es
un servicio fundamental: en ese año —en que Buenos
Aires, con 300 cuadras empedradas, se convierte en
Capital de la República— los tranvías trasportan
13.617.846 pasajeros, y, lo que es más importante,
se convierten en escenario de interesantes lances,
según testifica el inefable poeta Carlos Guido y
Spano: "Suplicante hasta el tramway / Fui tras
ella. En este mundo / placeres tan vivos hay / que
eternizan un segundo; / uno de ellos fue aquel
¡ay!". Tras lo cual, el barbado vate informaba:
"Vive mi dama gentil / en la calle Cochabamba /
cerca del número mil / con su tío ya senil / un
chinito y una zamba".
La
humillación de un almacén cerrado es lo más
triste que un domingo ofrece. En una curva,
lejos, aparece la danza de un tranvía
iluminado. Horacio Rega Molina:
"Letanías del domingo"
Y un buen día —del
año de gracia de 1897— aconteció el milagro: desde
la intersección de las calles Ministro Inglés (hoy
Canning) y Las Heras comenzó a desplazarse,
diabólico y espectral", un tranvía sin caballos,
rumbo a Los Portones de Palermo. Hubo quien se
santiguó y aseguró que eso era "cosa 'e Mandinga".
Otros — y eran bastantes— afirmaron que con "esa
velocidad vertiginosa el nuevo tramway mataría a
media ciudad" y algunos más señalaron la amenaza
de esos cables electrizados que pendían sobre las
desprevenidas —aunque no descubiertas— cabezas
porteñas. Pero el pionero, llamado Carlos Bright,
con británica flema fleta la nueva línea el 22 de
abril, con una sola concesión a la seguridad
peatonal: instala en sus vehículos el miriñaque,
un artefacto destinado a impedir que alguien caiga
bajo las ruedas. Otra empresa, La Capital,
electrifica sus servicios hasta la vecina
localidad de Flores, o sea en pleno campo. Viejas
ediciones de Caras y Caretas muestran fotografías
de los flamantes coches con imperial descubierto
—Palace Car— poblados por niñas de la sociedad,
embarcadas en la aventura de un picnic en
Floresta. Sobre el epígrafe —que reza, lacónico,
"un día de sol"— se ve al grupo de niñas de la
'high' firmemente decididas a obstruir toda
posibilidad de contacto entre el sol y sus
pálidas, cloróticas epidermis. Esta insospechada
aportación del tranvía al turismo es incentivada
por una de las empresas, el Anglo Argentino, quien
solía fletar, rumbo a Quilmes, una prehistórica
versión del charter: de cada una de sus 16
estaciones urbanas partían 40 coches con acoplados
para uso exclusivo de su personal y familiares.
Allí, en el balneario, su propia banda ejecutaba
tarantelas y pasodobles, bailados entusiastamente
por guardas, motormen y los siempre denostados
"chanchos", un mote que desde tiempo inmemorial
sirve para designar a los inspectores. Corridas
por la electrificación, las viejas líneas a sangre
emprenden la retirada hacia los suburbios: las
calles de Tigre, Adrogué o Turdera sienten por
última vez su trote fatigado antes de que se
pierdan, para siempre, en las negras bocas de los
corralones. En la Capital, mientras tanto, la
libre competencia entre las variadas empresas
británicas favorece los servicios, sin perjuicio
de protagonizar, frente al gobierno nacional,
ciertos insolentes desplantes. Tal lo que
aconteció en febrero de 1924, cuando el gobierno
autorizó a los Eléctricos del Sud a prolongar su
recorrido hasta Retiro, por Madero: la firma The
Town & Docks Tramways Lted., que alega tener
exclusividad sobre esos rieles, envía una
cuadrilla junto con su representante legal a fin
de inutilizar un cruce en Cangallo y Rosales. Los
Eléctricos del Sud no pueden pasar. Interviene la
autoridad y el desperfecto debe ser subsanado por
los culpables. Cuando los coches han avanzado un
trecho, los díscolos de la Town cortan la
corriente. Entonces unos y otros, para llegar a
Retiro, deben emplear, ¡legalmente, las vías de la
firma Anglo Argentino, tendidas a lo largo de
Leandro Alem. Cuando despunta el nuevo siglo,
Buenos Aires tiene 11 compañías de tranvías, con
un recorrido conjunto de más de 400 kilómetros. Es
el medio de trasporte más popular y el único no
deficitario. Durante 1905 los trasportados por el
tranvía suman 225.040.746. Un movimiento
importante si se considera que Buenos Aires
alberga apenas 1.025.653 almas. Pocos recuerdan
hoy que, a despecho de la vocación inauguradora de
la gran metrópoli, de su ya desorbitada fuerza
centrípeta, no fue la primera en enorgullecerse
con los servicios eléctricos de tranvías. Le ganó
La Plata por cuatro años al hacer correr su
tramway en 1893.
Pienso en
dónde guardaré los kioscos, los faroles, los
transeúntes, que se me entran por las pupilas. Me
siento tan lleno que tengo miedo de estallar.
Necesitaría dejar algún lastre en la vereda... Al
llegar a una esquina, mi sombra se separa de mí, y
de pronto, se arroja entre las ruedas de un
tranvía. Oliverio Girando: "20
poemas para ser leídos en el tranvía"
De
pronto el bondi (un brasileñismo que sirvió para
denominar popularmente al tramway y más tarde al
ómnibus) debe enfrentar a un artero, subterráneo
enemigo: el tren bajo tierra, inaugurado en 1913,
que circula, en su primera etapa, entre Plaza Mayo
y Once. Los coches AEG alemanes de 30
toneladas, puertas corredizas, muy iluminados, con
16 metros de largo, asustan todavía a los porteños
por su velocidad vertiginosa: 45 kilómetros por
hora. Sin embargo, unos 17 mil pasajeros por hora
comienzan a deambular por las entrañas de la urbe.
El dinero, claro, tiene una estabilidad
monolítica: en 1916 hay manifestaciones en Plaza
Congreso en contra de un aumento del boleto
tranviario. Los porteños, invariablemente tocados
con rancho, bigote y traje oscuro, aparecen en las
fotos de la época junto a las del insólito,
desmesurado nuevo boleto. El aumento es de dos
centavos. El tranvía es el eje de muchas
conquistas: el coche para obreros (servicios que
circulaban entre las 3 y las 7 de la mañana, con
boletos a mitad de precio), el coche para damas,
el boleto de ¡da y vuelta y el abono mensual. Más
tarde, en épocas del gobierno peronista,
unificadas todas las líneas en la Corporación de
Transportes de la Ciudad de Buenos Aires (creada
en 1939), se experimenta la llamada "combinación":
un boleto que sirve para vincular al subterráneo
con cualquier línea a nivel, incluidos los
tranvías. Desde las 6 de la mañana del 10 de
junio de 1945, cuando el tránsito de Argentina
cambia de mano, los tranvías quedan solos
circulando por la Izquierda: una costumbre de los
tiempos de cocheros y mayorales instaurada para
evitar que los latigazos de los aurigas cayeran
sobre los peatones. Cuando estalla la Segunda
Guerra Mundial el tramway se resarce con creces de
su insinuada declinación: hay escasez de gomas, de
nafta, de repuestos mecánicos. Se echa mano a
recursos desesperados: el filosófico tranvía
contempla con estupor al otrora zigzagueante
colectivo, sin gomas, traqueteando embretado por
su propio, exclusivo carril. En 1941 se ensaya un
prototipo de dos pisos, que circula durante cinco
años entre Primera Junta y Liniers. Se decía por
ese entonces que la idea no fue muy brillante ya
que, después de construidos, los técnicos de la
Corporación se dieron cuenta de que el engendro no
pasaba, debido a su altura, por debajo del puente
de la avenida General Paz, en Liniers, donde todos
los demás daban vuelta para enfrentar el regreso
hacia Plaza de Mayo o Primera Junta. Pero fue una
habladuría: bien o mal, pero pasaban. La
administración peronista, en un postrer intento
por modernizar la red, también inauguró un coche
enorme, de ocho ruedas y gran velocidad,
denominado El Libertador: con el escudo
justicialista en su proa, transita entre Liniers y
Primera Junta hasta que, después del 55, comienza
a ser invadido por las telarañas, la corrosión y
el olvido en la estación Floresta, en Ramón Falcón
y Lacarra. Color vainilla suelo primero, gris
plateado después, el viejo bondi sólo admitió unas
pocas variantes cromáticas. La más recordada es
verde, que ostentaban los rumorosos coches de los
Lacroze, activísimos pioneros de la industria y
ejecutores de ideas insólitas. Tal, la del tranvía
rural, que inauguraron entre la Capital y Zárate.
Cuando llega la electricidad, se aplica al tramo
entre Chacarita y Campo de Mayo, aún hoy en activa
circulación. Es posible que hoy, a 10 años de
su definitiva desaparición, pueda urdirse una
amable ecología del tramway, más evocativa que
rigurosa, a fin de fijar en el recuerdo la
clientela predominante en ciertas líneas: así como
el 61 y el 63 se enriquecían con la estudiantina
desperdigada sobre Callao, el 49 volcaba sobre los
Mataderos un público casi rural —peones y
matarifes— cuyos cuchillos no desdeñaban a veces
ensangrentar las esterillas de los asientos. El
10, que discurría por Piedras, Esmeralda y
Arenales, adentrándose en el Barrio Norte,
rebosaba de viejecitas elegantes, de negro
canotier, que solían bajar en Libertad para tomar
el té en la confitería París. O en tren de deberes
piadosos, se las veía en el 63 rumbo a la iglesia
del Salvador, o en el 17, que las depositaba en la
Recoleta, aún como amateurs. Los sábados a la
noche el 16 recolectaba a los juerguistas de la
calle Corrientes, los que, ahítos de café, pizza y
melancolía se ufanarían después, ante sus pares,
sobre las nocturnales e improbables andanzas por
las garras del vicio. Estaban también el tranvía
de los ladrones: el número 9, según el vate
lunfardo Carlos de la Púa, quien, en su Crencha
engrasada versifica: "Era un boncha boleao, un
chacarero / que se piyó aquel 9 en el Retiro: /
nunca vieron esparo ni lancero / un gil a la
acuarela más a tiro!". El frustrado robo es
imputado por el trovador a las características del
9: "Era un bondi de línea requemada / y guarda
batidor, cara de rope...". Estaban, en fin, los
tranvías obreros: el 1, el 2, el 3, el 22,
atestados de trabajadores del Dock Sud el mismo 16
que se internaba en la intimidad fabril de Parque
Patricios. Todos ellos dormirán ahora un largo
sueño de silencio en alguna estación celeste,
habitados por pálidos fantasmas. En ese cielo de
los tranvías— que sin duda lo hay— redimirá el
horror de su infierno terrestre el espectral
tranvía de la muerte: ese que a las 5.17 de la
madrugada del 17 de octubre de 1930, con la Parca
de motorman, se precipitó en las aguas del
Riachuelo, ahogando a sus pasajeros. Desde ese
limbo silencioso, sin horarios ni cambios, desde
su vía muerta celestial, seguirán insistiendo
inútilmente en que es prohibido fumar y escupir. Y
como quería Fernández Moreno, podrán pedir desde
allí ese pasito más adelante que era la
interminable letanía de sus guardas. Carlos
Norberto Achával Revista Siete Días Ilustrados
5/3/1973
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