¿COMO SOMOS?
—¿Cuáles son los diez
defectos y las diez virtudes de los argentinos?
—Es una pregunta tan
difícil que, al menos así planteada, no puedo ni
quiero contestar.
—Bueno: digamos los
cinco y las cinco.
—No veo por qué
someterse a una rigidez numérica. Ni siquiera sé
si podría sintetizar, localizar las virtudes y
defectos que nos caracterizan. Eso y responder qué
es "lo" argentino es casi lo mismo. Todos sabemos
que el tema se caracteriza por ser un tembladeral
en el que se hunden casi todos los análisis
históricos y sociológicos. Casi siempre
abstracciones: tienen que ver con la realidad,
pero no son la realidad; del mismo modo que un
mapa guarda relación con un país, pero no es el
país.
—Por la misma razón
hemos decidido hacer la pregunta a un novelista,
no a un sociólogo, tampoco a un psicosociólogo.
Alguna vez usted escribió que "la verdad de una
nación debe ser buscada en las novelas, no en la
historia"; y mucho menos —decía usted— en los
ensayos sobre la historia. Sostenía que hoy
"sabríamos" — con comillas— lo que fue
verdaderamente la época de Rosas —y el propio Juan
Manuel— si tuviéramos tres o cuatro grandes
novelas de aquel tiempo. En cambio, son sus
palabras, estamos condenados a abstracciones en
favor y en contra.
—Eso dije, sí.
Abstracciones en pro y en contra. Pero no la
representación del hombre integral y ambiguo de la
época, y de la propia integridad y ambigüedad de
Rosas, como todo ser humano. Los seres humanos no
son blancos o negros; son blancos y negros.
Tampoco hay virtudes ni defectos metahistóricos:
el inglés de la época victoriana no es el mismo
inglés súbdito de la reina Isabel II, ni el
súbdito de Isabel I. Lo mismo ocurre aquí: no
somos los del 900.
Por otra parte, el
hombre es un ser esencialmente dual, oscila entre
la santidad y el pecado, entre la carne y el
espíritu, entre el bien y el mal. Por esta razón
me resisto a un análisis, a una disección del
argentino en caracteres tan netos como para
llamarlos "virtudes" y "defectos". Como ya lo
observó La Rochefoucauld —gran conocedor del
corazón humano—, toda virtud humana se convierte
en defecto. Por ejemplo: el individualismo puede
ser una virtud, pero al convertirse en exageración
nos da el egoísmo y la despiedad.
Aparte de este hecho,
la Argentina de hoy no es la misma que la del
centenario, cuando el proceso inmigratorio no
había sido asimilado. Ahora hay una Nueva
Argentina, y se han perdido muchos de los valores
positivos que tenía el argentino viejo: la
hospitalidad, la cortesía, etc. Por no hablar de
las diferencias que hay entre el porteño y el
provinciano. ¿De cuál Argentina, pues, deberíamos
hablar? ¿No serla injusto atribuir los mismos
defectos a un porteño y a un riojano?
—¿Tal vez usted nos
esté aconsejando leer una serie de novelas en vez
de responder a nuestra pregunta?
—Sí. Un poco así.
Porque, evidentemente, no bastaría con leer la
novela de un escritor de Buenos Aires. Habría que
leer la literatura provinciana.
LAS CONTRADICCIONES
—Lleguemos a un
acuerdo parcial. Conversemos, tratemos de ver qué
rasgos de nuestro país le gustan y cuáles le
disgustan. Aunque sean los de por aquí: los de
este Gran Buenos Aires que, en buena medida, está
fijando el tono del país. Para bien o para mal.
—Está bien. Hablaremos
un poco de algunos —"algunos", ¿eh?— de los
defectos y virtudes de los argentinos. Siempre con
la salvedad de que estamos en el terreno de la
opinión, de la simple opinión en el sentido
socrático. No estoy seguro de nada en lo que a
este problema se refiere, y tampoco mantendría la
misma opinión según las circunstancias. Pudiera
ser que lo que considero una virtud estando lejos
de la patria, aquí, sufriendo la realidad nuestra,
termine por irritarme y acabe considerándolo un
defecto; aun un defecto grave.
Hay aquí gente que
detesta el sentimentalismo del tango y en París o
en Estocolmo lo hace lagrimear. He visto a muchos
españoles quejarse de la España de toros y
panderetas que tienen los extranjeros; pero si les
prohíben luego algo de eso, verán lo que pasa.
Cuando estamos en familia nos disgustan —y hasta
nos repugnan — algunas características, pero
saltamos como tigres si esas características son
criticadas por extraños. Como se ve, todo es muy
fluido y contradictorio. Como el hombre, que es un
ser de contradicciones. De ahí —volviendo a| tema
inicial— la ventaja de la novela sobre el ensayo.
En el ensayo el escritor debe ser coherente y
unívoco, y por esto el ser humano se le escapa de
las manos. En la novela e| personaje puede ser
ambiguo como en la vida real, y la realidad
descripta por una obra de ficción es realmente
representativa. ¿Cuál es la Rusia verdadera? ¿La
del piadoso y sufriente y comprensivo Aliosha
Karamazov? ¿O la del canalla de Svidrigailov? Ni
la una ni la otra. O, mejor dicho, la una y la
otra. El novelista —Dostoievski, en este caso— es
todos y cada uno de sus personajes, con el total
de las contradicciones que esa multitud presenta.
Es a la vez, o en diferentes momentos de su
existencia, piadoso y despiadado, generoso y
mezquino, austero y libidinoso. Y cuanto más
complejo es un individuo, más contradictorio es.
Lo mismo ocurre con los pueblos. Con todo, es
cierto que a pesar de esas contradicciones
sentimos que una novela como Los Karamazov o La
Guerra y la Paz son rusas hasta la médula. Luego,
hay "algo" por ahí, en la atmósfera general
(apellidos y vodka aparte, claro), que caracteriza
a "lo ruso". No caben dudas. Pero ese "algo"
atmosférico es muy difícil —quizá imposible— de
dar en cinco o diez peculiaridades que puedan ser
marcadas como virtudes y defectos.
MALES PROPIOS Y AJENOS
—Sigue usted
resistiendo. Habrá que recomendar la lectura de
novelas. ..
—Hay que distinguir
entre los males nuestros y los que son males
universales. A menudo, el argentino que nunca ha
salido del país toma por calamidades nacionales lo
que está muy expandido, sobre todo por causa de la
civilización masificada en las grandes ciudades.
Así, por ejemplo el hombre metropolitano. Cualquiera
que ha vivido en Nueva York o París sabe que la
sacamos barato.
Pero, ciertamente, hay
males propios. Un ejemplo puede constituirlo
nuestra autodestructividad, nuestra incapacidad —
total o parcial— para el trabajo comunitario, para
la cooperación. No hablo de las excepciones. En
todo esto debe hablarse en un sentido general, con
tendencia nacional o racial. Un negro puede ser
alto o bajo, puede ser también grosero o delicado,
pero todos sabemos que esa raza tiene una
tendencia general hacia el ritmo. Este es un
ejemplo.
Nosotros tenemos,
también, algunas peculiaridades que acaso nos
vengan de italianos y españoles, a veces por
separado, a veces en desdichada combinación. Una
tensión espiritual —mezcla de españoles, italianos
y judíos—, una ansiedad de lectores que debemos
destacar no sólo por la cantidad de libros que se
editan, venden y leen, sino también por el nivel
de escritores que se divulgan incluso en los
quioscos. Hasta las novedades recién importadas
invaden las calles de la ciudad: Levi-Strauss se
compra en los subterráneos, y aun cuando la
mayoría puede no leerlo tiene noticias de su
existencia, lo divisa recostado junto a su diario
o su revista. Nuestras librerías están toda la
noche abiertas; y venden. La lista de conferencias
y exposiciones que incluye cualquier matutino es
impresionante. Eso somos nosotros; no veo que sea
justo minimizarnos. Aunque en medio de este anotar
cosas debo referirme a una de esas desdichadas
combinaciones que tal vez provenga de la raíz a la
que aludí: la descreencia en los valores
nacionales. Alternada, claro está (ya dije algo
sobre esta extraña pasión de autodestructividad,
dialéctica existencial o psicológica), con
arrebatos ultranacionalistas. Tanto más violentos
cuanto menos seguros nos sentimos.
—¿En qué sentido, o en
qué medida, esa característica es heredada de
españoles e italianos?
—Creo que en una
medida muy ostensible. Si se pregunta en un núcleo
intelectual italiano qué se piensa del cine de
allá, no queda títere con cabeza. Recuerdo un día
en que yo acababa de llegar a la casa de
Feltrinelli, en Milán, en momentos en que estaba
reunida gente del ambiente artístico y literario.
Se me ocurrió mencionar a Fellini, a Visconti.
Para qué. No quedó hueso sano. Ocurre que los
tienen demasiado cerca; y cuando a Fellini se lo
tiene al lado parece un poco el típico macaneador
napolitano o romano. Un gran pensador argentino
que exponía sus teorías en el teatro, hace unas
décadas, decía, refiriéndose con sorna a alguien
que estaba teniendo éxito en no sé qué cosa:
"¿Ese? Qué va a ser artista s¡ ése vive a la
vuelta de mi casa".
—¿Pepe Arias?
—Exacto. Tenía un gran
sentido de observación de la psicología porteña.
Y, es claro, puede verse hasta qué punto hay mucho
en esta psicología de romano o napolitano. Todo se
toma "in giro". Evidentemente, no es una virtud,
¿no?
LA RISA CRIOLLA: PRO Y
CONTRA
—¿Esto tiene
vinculación con la tradicional importancia del
humorismo en nuestro país?
—Ni qué hablar. El
humorismo es aquí una de las industrias nacionales
más importantes y, desde luego, de rango
internacional. Probablemente, una de las dos o
tres más importantes del mundo entero. Esto tiene
su lado positivo, sin duda, porque el humorismo
revela una gran capacidad de observación, de
fineza, de penetración, psicológica, de rapidez
mental. Pero recordemos |o que ya mencioné de La
Rochefoucauld: se trata de virtudes que tienen su
precio y son, justamente, el reverso dialéctico de
esas características. Un reverso negativo,
dispuesto a la destrucción de cuanto bicho
viviente existe. Con estos ingredientes
difícilmente se puede hacer una gran obra. La
creación de una obra (se trate de una novela, un
gran dique, una nación, una gran empresa) exige
imaginación, genio y sentido crítico. Pero también
—y sobre todo— una gran dosis de candor, aunque
parezca mentira.
El mágico candor del
niño. Sin esa dosis de candor no se hubiera
descubierto América: ningún "vivo" porteño se
hubiera lanzado a tan loca aventura, sobre todo
cuando estaba prácticamente demostrado que la
Tierra no tenía la dimensión que Colón pretendía.
Ningún teórico de café porteño habría autorizado
la empresa, y me imagino los chistes y las bromas
que se habrían hecho en nuestras revistas
humorísticas al "infeliz" ese, empezando por el
nombre de Cristóforo. Ese candor, al menos para
esta clase de empresas, lo tienen los rusos y los
norteamericanos.
Inútil aclarar
(tendría que estarlo haciendo en cada frase) que
todo esto son generalidades. Se me podría objetar,
en seguida y con razón, que los italianos han sido
capaces de formidables hazañas, empezando por el
propio genovés que era Colón. Y que, al revés, en
Rusia o los Estados Unidos hay espíritus burlones.
Lo sé, lo estoy diciendo desde el comienzo. Por
ello me negaba a hablar de virtudes y defectos
como de cualidades separadas y analizables. Todo
esto es enmarañado. Por ejemplo, esta misma
tendencia (es mejor hablar de tendencia que de
característica, pues es más fluido, menos rígido)
que se da mucho en la raza italiana, raza realista
y escéptica, se conjuga con una vieja tendencia
española hacia cierta incapacidad para la obra
comunal. No lo digo yo, lo dice un español ciento
por ciento como es Menéndez Pidal: "La invidencia
—escribió—, vicio eminentemente hispano,
entorpeció tenaz la obra del Cid, sin tener en
cuenta al daño colectivo que en la guerra
antiislámica se seguía al destierro del guerrero
superior; defecto típicamente español, acusado
bajo forma idéntica en el siglo XV por el autor de
la Crónica de don Álvaro de Luna y por don Pedro
Vélez de Guevara, que ven cómo la guerra de
Granada se entorpece y paraliza por la "invidia"
que enemista a los unos con los otros, que
debieran llevar la Reconquista adelante. Los reyes
de Aragón y los condes de Barcelona fueron por
mucho tiempo encarnizados rivales del Campeador;
Castilla, la Castilla oficial, ciega para las
dotes prodigiosas de su héroe, lo desterró, lo
estorbó cuanto pudo, le quiso anular toda su obra
bélica y política: "Esta es Castilla, que face los
omes e los gasta".
Más adelante, Menéndez
Pidal insiste: "Una desorganización semejante se
produce más a menudo en España que en otros
países, por abundar en los pueblos peninsulares la
escasa comprensión de la solidaridad, con la
envidia del que se siente inferior y la
tumefacción del que se cree superior. Ya Estrabón
caracterizaba a los íberos como orgullosos, torpes
para la confederación, más insociables que los
mismos helenos... En este caso la envidia, como
disolvente social, obró poderosísima. Envidiaron
al Cid muchos de sus iguales, hasta sus parientes;
lo envidiaron los mayores de la Corte y hasta el
mismo emperador. Con resentido despecho lo
rechazaron de sí, aun a costa del propio daño,
patentizado en graves derrotas. Claro es que la
palabra envidia, tan repetida por el historiador
latino, incluye toda incomprensión de valores:
«castellani invidentes». Cualesquiera que no tiene
discernimiento o abnegación para abrir paso al
mejor por delante del bueno o del mediocre, es un
incidente que ve con malos ojos, un envidioso que
estorba la irradiación de energía.
LA DISCONTINUIDAD
Nuestra historia es
una sucesión de insultos. Cada facción se ha
titulado dueña de la verdad y ha acusado a la
anterior de vender la Nación o de traicionarla. Lo
blanco y lo negro. Para unos, Rosas es un genio
virtuoso; para los otros, un tirano sanguinario
cuyas cenizas ni siquiera deben descansar en su
patria. Así se explica que, aquí, cualquier
concejal cuya opera magna haya sido una campaña
contra el tabaco tenga una calle con su nombre, y
no la tenga, por ejemplo, Facundo Quiroga.
Por eso decía, al
comienzo, que sólo la novela puede reivindicar al
hombre íntegro, de carne y hueso, que con virtudes
y fallas hizo, a su manera, algo por la Nación. En
Francia —como en cualquier país verdaderamente
adulto— los héroes tienen sus monumentos y sus
avenidas, cualesquiera y por encontradas que sean
sus opiniones. Napoleón, aún hoy, es execrado por
millones de franceses: pero
desde la calle
Bonaparte hasta el Panteón, por todas partes,
Francia honra a sus grandes muertos. El día que
seamos capaces de tener en la misma plaza una
estatua de Sarmiento y otra de su alter ego, de
ese Facundo que en el fondo es su inconsciencia de
caudillo argentino, ese día realmente nuestra
patria comenzará a ser grande y adulta.
Cuando Sartre
criticaba a De Gaulle implacablemente, éste no lo
ignoraba, no lo desestimaba: le respondía e
iniciaba su contestación diciéndole: "Chére
Maítre". A Herbert Read no sólo no lo hostiliza o
ignora el gobierno de Su Majestad, sino que el
embajador de la monarquía lo espera en el
aeropuerto y lo agasaja, como lo merece un
individuo de su nivel. Me temo que ni el menos
"sospechoso" de los intelectuales argentinos
(suponiendo que inteligencia no sea sinónimo de
suspicacia) pueda agradecer, salvo contadísimas
excepciones, similares muestras de deferencia para
con quienes dan lo mejor de sí.
PUEBLO Y GOBIERNO
Repito —una vez más—
que todo esto no constituye nada sistemático ni
exhaustivo ni exento de contradicciones. Estoy
haciendo algunas reflexiones a impulsos de las
preguntas que me formulan. Por ejemplo, y a
propósito de una cosa que en los últimos tiempos
me tiene amargado, voy a referirme a algo muy
característico en la relación del argentino con el
gobierno. No con este gobierno: con todos,
absolutamente con todos, cualquiera sea el color
político. ¿Ven esos árboles, al fondo? Pues bien:
un día viene un equipo de trabajadores y sin más
ni más (y gracias si le piden a uno permiso para
pasar) comienzan a hacharlos y, finalmente, a
desarraigarlos con una topadora. Si uno pregunta
qué están haciendo, generalmente se encogerán de
hombros y dirán que ellos se limitan a cumplir
órdenes del gobierno. De averiguación en
averiguación, uno termina por enterarse que se
trata de una línea de alta tensión, y se acabó. Y
como dice un popular dicho porteño: "Andá,
protestale a Magoya", personaje tan misterioso,
instancia tan kafkiana, que ni siquiera sé si
Magoya se escribe con ll o con y.
Es decir: aquí, mal o
bien, sabemos que existe algún artículo 14 de la
Constitución y que, al menos teóricamente, muy
teóricamente, todos los argentinos tenemos derecho
a reivindicar ciertos derechos fundamentales, como
el de la libertad de prensa. Pero nadie —o casi
nadie— cree tener derecho, por ejemplo, a la
conservación de un hermoso paisaje o de un bosque
o hasta de un modesto árbol.
Esto es una grave
falla de nuestra idiosincrasia. No sé si será
específico de nuestro país o si tal vez es propio
de todos los países latinos. Pero no es universal.
Y cualquiera que haya estado en los
países sajones —y,
sobre todo, en Inglaterra— sabe que allá esos
derechos son tan importantes que el trazado de una
línea de alta tensión puede postergarse un año
más, y puede cambiar bastante, por la protesta de
un solo ciudadano. Esto sucedió exactamente en
Inglaterra, donde hubo que alargar cosa de 50
millas un trazado después de la violenta discusión
que se produjo; discusión que empieza o puede
empezar por una carta al Times, seguir en
instancias municipales y llegar hasta el
Parlamento, ¡Por un solo árbol!
Hay en la comunidad un
sentimiento profundo de estos derechos —que
podemos llamar primarios o elementales— y hay en
el gobierno una receptividad adecuada. En estos
países sajones, y creo que también en los
escandinavos, hay una institución, el "hearing",
por la que el gobierno escucha a delegados de
grupos, clubes, organizaciones, etc., y discute
con ellos esta clase de problemas hasta llegar a
un acuerdo. Esto es lo que se hizo con el famoso
árbol. El contraste con lo que sucede aquí resulta
muy triste. Con nuestro criterio habría, para que
el problema del tránsito tuviera solución, que
arrasar con la plaza San Martín y en general con
todas las plazas de la ciudad. Esto es, sin duda,
otro gravísimo defecto de los argentinos. Salvo
una estricta minoría, aceptamos cualquier cosa con
una pasividad absoluta.
VIEJAS VIRTUDES
—El famoso "no te
metás"...
—El famoso "no te
metás" o el actual "quedate piola en el molde". A
veces pienso que entre las viejas virtudes del
argentino que se perdieron hay que contar el
coraje. La inmigración, el buen estándar de vida,
la formación de una vasta clase media, trajeron
ventajas indudables. Pero pienso, también, que
provocaren la desaparición de esa gran condición
de un pueblo grande: el coraje. Cuando se piensa
en lo que fueron aquellos pequeños ejércitos
improvisados que salían de Buenos Aires para
luchar por la libertad de América a miles de
kilómetros de distancia, entre altísimas montañas,
en tierras a veces indiferentes y hasta hostiles,
es inevitable que uno sea acometido por un
indefinible sentimiento de vergüenza.
Pero, volviendo a lo
anterior, a la relación ciudadano-gobierno, hay
que agregar todavía lo siguiente: no se trata de
un defecto del gobierno, cualquiera que sea, ni
siquiera de una clase; se trata de un defecto
nuestro, de todos nosotros, y tan profundo y al
parecer tan inevitable que cuando el ciudadano
desconocido que protestaba en vano desde abajo
llega a la intendencia, o a cualquier otro cargo,
se transforma automáticamente en un ser semejante
a aquel individuo todopoderoso y abstracto al que
antes protestaba en vano. Quizá sea una variante
de ese defecto básico, de ese individualismo
heredado de España, junto a la frase
correspondiente: "Yo hago lo que se me da la real
gana".
La real gana. Todos
nos sentimos reyes absolutos: lo contrario,
exactamente, del sentido comunitario que se da en
algunos países sajones. Mientras el individuo no
tiene algún poder, ese individualismo queda, por
así decirlo, tácito. Pero se hace manifiesto en
cuanto el señor tenga algo en la mano con qué
embromar a los demás; aunque sea un colectivo.
Otro ejemplo que
muestra el desprecio por los valores comunitarios,
y sobre todo por aquellos que no tienen valor en
dinero sino en belleza, es el de los loteos. De
nuevo el "hago mi real gana", cuando se tiene
poder; y, en este caso, el poder del dinero. Un
señor tiene un campo arbolado X, en el Gran Buenos
Aires. Como ese campo tiene ahora un valor
incalculable, resuelve lotearlo, para lo cual
llama a una compañía especializada cuya primera
tarea es la de poner en práctica ¡a política de
tierra arrasada, liquidando los bosques que
trabajosamente se levantaron en esta pampa
inhóspita a través de cien o ciento cincuenta
años. Cada vez que voy por el camino que lleva
desde Villa Tesei a Bella Vista y veo cómo los
hermosos árboles que cubrían la zona han sido
talados y reemplazados por horribles
construcciones, no puedo sino pensar en lo que
sucede, en cambio, en torno de París, Londres o
Berlín. Allá, donde los bosques abundan, nadie
puede tocar un solo árbol. Se me dirá que el señor
dueño de los campos —que acaso enfrenta problemas
económicos— tiene derecho a cometer esa atrocidad;
respondo que, en tales casos, la provincia debería
comprar esos campos y mantenerlos como parques
provinciales, del mismo modo que en una ciudad se
mantienen las plazas y los parques municipales. En
este hecho comprobamos algunas de las peores
fallas de nuestro carácter: por un lado,
prepotencia indiscriminada del que tiene algún
poder; por el otro, resignación y "no te metás".
En Inglaterra —para volver de nuevo a un país que,
en esto, constituye un ejemplo— ni siquiera el
propietario puede tocar uno de sus propios árboles
si ese árbol contribuye en algún modo al paisaje
comunal.
Otro defecto: nuestra
incapacidad para tomar la historia como una
continuidad. Aunque sea contradictoria (todo
proceso
histórico es
contradictorio). Aquí la historia, si dejamos de
lado nuestra etapa escolar, sólo nos interesa en
la medida en que es conflictiva, en tanto que
tenemos oportunidad de echar denuestos contra las
facciones que no nos gustan. Ya dije algo antes,
comparando lo que es —en cambio— la historia para
un francés. Pero se ve también, en forma más
modesta y cotidiana (y por eso más atroz), en la
absoluta insensibilidad para la conservación de
nuestro pequeño patrimonio monumental. Buenos
Aires no es Lima o México, donde hay tesoros del
pasado tan importantes que nadie se atreve a
tocarlos. Aquí tenemos algunas casas, algunos
barrios de cien o doscientos años, construidos,
para colmo, con barro. ¿Quién se preocupa de su
conservación, siquiera parcial, fuera de algún
loco suelto? En cuanto uno se descuida —y aquí
siempre nos descuidamos para estos asuntos— echan
abajo la casa de alguien que con sudor y lágrimas
contribuyó a darnos esta patria y, en su lugar, se
levanta algún horrendo edificio de cemento armado.
Cuando se produjo el
asunto de la casa de la SADE se originó una
discusión reveladora a causa, precisamente, de que
algunos locos sueltos como yo salieron a defender
la casa. Se dijo —en esa discusión— que la casa
había sido prostíbulo y carnicería, que no valía
nada, etc. A mí eso me tiene sin cuidado:
precisamente por ser una casa modesta necesita más
defensa. No es necesario defender algo como el
Coliseo, pero sí estos pequeños y encantadores
testimonios de nuestro pasado; pasado tan modesto
como esas casonas sin mayores pretensiones. Pero
que es lo único que tenemos.
Una cultura no se hace
con el solo progreso, con la sola novedad: se
hace, al mismo tiempo, con un sentido de
preservación. Es como el lenguaje: se renueva y
es, de alguna manera, siempre el mismo. O como la
persona. Una de las raíces de la tristeza del
porteño, al menos tal como intenté analizarlo en
mi ensayo sobre el tango, es esa sensación de que
aquí todo está en un tembladeral.
NUEVAS VIRTUDES
—Usted dijo que la
inmigración trajo la aniquilación de muchos
valores positivos del criollo viejo, pero que
también trajo virtudes. ¿Puede hablar algo de
ello?
—Claro que sí. La
formación de una clase media, la educación
primaria y secundaria prácticamente gratuitas, el
alto estándar de educación media que llegamos a
tener, aunque ahora eso se esté deteriorando,
trajo grandes ventajas para el país; ventajas que
en algún momento nos convirtieron en un auténtico
país de
élite en la América
latina, y aun en el mundo. Eso se advierte en
muchos aspectos. Hemos hablado bastante de
defectos y de defectos muy graves y desagradables
para que podamos ahora referirnos, con cierta
tranquilidad de conciencia, a las ventajas del
nuevo argentino. Es sabido el altísimo nivel que
tienen invariablemente los becarios argentinos en
el extranjero. En 1939, en el instituto técnico
más prestigioso de los Estados Unidos, el MIT, los
becarios argentinos ocupaban siempre los primeros
puestos entre centenares de estudiantes
privilegiados de todo el mundo. Hoy pasa lo mismo
en grandes universidades e institutos. El
estudiante nuestro se revela en Francia o en
Alemania o en los EE.UU. como muy inteligente,
serio, responsable, de rápida intuición y de mucha
imaginación para los problemas y la investigación.
No es extraño ver en cualquier país extranjero a
un muchacho nuestro que llegó allí con una bequita
convertido en un investigador de rango mundial que
el país adoptivo se resiste a dejar. Es el caso,
por ejemplo, de Puig en Francia, donde figura como
uno de los grandes investigadores de la biología
actual. O el ingeniero Macagno en Iowa. Así,
centenares de ingenieros, médicos, matemáticos,
astrónomos, arquitectos, economistas, fisiólogos.
Piensen, sin ir más lejos, en el ejemplo de
Liotta. Un caso típico que revela, al mismo
tiempo, nuestras virtudes y nuestros defectos
nacionales: un ejemplo casi didáctico del nuevo
argentino, tal vez hijo de inmigrantes,
modestamente educado en un rincón del país, que
con tenacidad e imaginación lleva adelante un
proyecto, quizá ante la burla de los que lo
rodeaban y, en todo caso, ante la indiferencia.
Cuando no frente a obstáculos envidiosamente
puestos delante de su obra.
—Alguna vez usted
elogió la alta calidad de la mecánica argentina.
—Sí. Un poco, también,
consecuencia de esa inmigración. Hay en Italia una
tradición artesanal, un orgullo por el trabajo
manual que hemos heredado en parte, conjugándose
aquí con la vivacidad del criollo. No sólo en los
más altos niveles, también en los niveles
inferiores. El doctor Zorzi me dijo una vez, en
Milán, que de todas las fábricas Olivetti del
mundo la Argentina tenía el índice más alto de
productividad. Cualquier ingeniero o técnico
extranjero que llega aquí para montar una fábrica,
ya sea de autos o de electrónica, queda asombrado
de la rapidez de adecuación del obrero argentino,
de su iniciativa, de su calidad. En pocos años
nuestro país está construyendo maquinarias que en
otras partes son el resultado de cien años de
tradición. El ejemplo del Torino debería llenarnos
de orgullo. La Argentina ha exportado o exporta
máquinas de calcular o tornos o productos atómicos
a los países más adelantados del mundo. En muchos
de los países latinoamericanos los jefes de taller
de las compañías aéreas son argentinos. Un campeón
como Juan Manuel Fangio no es una casualidad, y
constituye, al mismo tiempo, un arquetipo de lo
que podemos considerar el nuevo argentino: no sólo
coraje en la conducción sino perseverancia,
disciplina, espíritu de observación, tenacidad,
imaginación, sutileza. No se es cinco veces
campeón mundial sólo con apretar el acelerador.
El día en que logremos
que todos estos valores sean capaces de
reintegrarse a la patria y trabajar por su
grandeza, venciendo no sólo los problemas
económicos de una sociedad que no les da la
retribución debida sino los espirituales de una
sociedad disgregados y autodestructiva, en ese
momento realmente creo que podremos llegar a ser
una gran nación. Esos muchachos que vuelven deben
comprender que la historia aquí no se hizo ya que
no terminó con San Martín o Sarmiento, sino que la
estamos haciendo cada día, que la tenemos que
llevar a cabo en cada minuto, en la obra de cada
uno de nosotros. Y que la Nación es una comunidad
que no pertenece únicamente al gobierno, sino a
todos.
COMO NOS VEN
—Es por demás
interesante fijarse en qué es lo que piensan de
nosotros los otros países de América latina. En
general, no nos quieren demasiado, ¿no es así?
—Efectivamente, existe
mucho resentimiento contra nosotros. Nos
consideran prepotentes, fanfarrones y poseídos de
un sentimiento de superioridad. Habría que
examinar hasta qué punto esa actitud hacia
nosotros está determinada por defectos nuestros, y
hasta qué punto por superioridades reales que
acaso tengamos. Si un individuo se jacta de tener
una fortuna que no tiene es un mentiroso y un
fanfarrón, pero si verdaderamente la tiene, lo más
que se puede decir de él es fanfarrón, mentiroso
no. Creo que eso sucede con nosotros en el resto
del continente. O, por lo menos, sucedía, porque
todo ha empezado a cambiar desde hace unas
décadas. Lo cierto es que entre 1890 y 1930,
durante casi cincuenta años, la superioridad de la
Argentina era tan enorme —y, además, tan
manifiesta— que esa arrogancia del argentino (y
sobre todo del porteño) en el continente sólo
podía producir antipatía y resentimiento.
—Buenos Aires es,
todavía, la quinta ciudad del mundo y la primera
del mundo latino, incluyendo a París. Esto es un
hecho.
—En efecto. En todos
esos cuarenta o cincuenta años los demás países de
América latina —particularmente nuestros dos
grandes vecinos, Chile y Brasil—, humillados por
ese hecho, lucharon con todas sus fuerzas para
alcanzar el nivel de ese paradigma que era la
Argentina; y, si fuera posible, sobrepasarlo.
Mientras que nosotros n¡ nos ocupábamos del
problema, mirando simplemente hacia Europa. Esa
despreocupación nuestra, claro, aumentaba el
encono. A ese hecho real, producido por la gran
riqueza del país, por su nivel de instrucción, por
su nivel sanitario, por su cultura (hechos todos
positivos), se agregaba —y creo que se sigue
agregando— algo de lo que no podemos o no debemos
enorgullecemos, y mucho menos jactarnos: hay en
nosotros un racismo que a veces es oculto, pero
que suele llegar a ser descaradamente abierto.
"Aquí no hay indios n¡ negros", decimos a menudo,
dando por entendido que ser negro o indio es una
inferioridad. ¿Cómo en un continente casi dominado
por esas dos razas, y con los habituales
sentimientos de inferioridad que nuestra cultura
occidental produce, pueden mirarnos con simpatía?
—Para ser justos: ¿no
es una característica más porteña que nacional la
que usted menciona?
—Sí, claro. De ahí
también, un poco, el resentimiento clásico del
hombre del interior hacia Buenos Aires. Henríquez
Ureña decía que Latinoamérica empezaba al norte de
Córdoba. Ese menosprecio del porteño hacia el
interior del continente se manifestó crudamente
cuando el aflujo al Gran Buenos Aires de grandes
masas de peones norteños. Eran los "cabecitas
negras". El argentino de aquí olvidaba, al
parecer, que esos "cabecitas negras" eran los
mismos que habían formado los contingentes de los
ejércitos libertadores y que lucharon con coraje y
murieron con dignidad por una patria que ni
siquiera se sabía qué era y hasta dónde se
extendía.
—¿Usted los sintetizó,
tal vez, en el sargento Sosa de su novela?
—Sí, el sargento Sosa.
Cabecitas negras que tenían —y siguen teniendo—
muchas de las virtudes del viejo argentino que
aquí, en el Río de la Plata y en el Litoral, se
perdieron casi en general y probablemente para
siempre: el estoicismo en el infortunio, el coraje
físico y moral, la generosidad y el sentido de la
hospitalidad, el desinterés y la dignidad.
Calidades que he visto, emocionado, mil veces en
lugares apartados de la Nación y aquí mismo, en
este barrio modesto de obreros.
Admitamos, pues, que
en esa arrogancia de porteños muchas veces
vulgares y gritones se manifiesta, de modo
caricaturesco, lo que en el fondo tenemos la mayor
parte de nosotros en esta región del continente
hacia nuestros hermanos desfavorecidos. Ese encono
de los países pobres, entonces, nos está mostrando
un real defecto de nuestra manera de ser. Pero,
para ser enteramente justicieros, debemos decir
que todo este juego de sentimientos y
resentimientos es recíproco inevitablemente, y que
en esta dialéctica pasional y hasta
psicopatológica las virtudes se convierten en
defectos y los defectos en virtudes.
Es cierto que es malo
que nos consideremos superiores porque somos
blancos, pero también es malo que los
latinoamericanos se vuelvan resentidos y terminen
negando lo que pueden ser virtudes del argentino,
que provienen de su alto estándar de vida y de
cultura. Un ejemplo de esta naturaleza se produce
y se vuelve siempre a producir cada vez que se
habla de la pintura o de la literatura argentina.
Asturias sostuvo en un reportaje que los
escritores argentinos no somos representativos de
Latinoamérica como lo es, por ejemplo, un Rulfo.
Si con esa afirmación se quiere significar que no
representamos la América latina indígena y negra,
es rigurosamente exacto y nada tenemos que
objetar. Lo malo es que debajo de esa afirmación,
y al costado, se hacen reflexiones que revelan que
eso no es todo: se quiere decir que no somos
auténticos, que no representamos nada, que no
somos profundos, que somos europeístas, que
vivimos con una cultura prestada. Todas estas
connotaciones son falsas y no sólo están dictadas
por incapacidad mental: están dictadas por
resentimiento.
Que en nuestras
novelas no haya indios o negros o compañías
bananeras no quiere decir que esas obras sean
falsas o vivan en la Luna: representan, ni más ni
menos, cuando son buenas, esta realidad que
tenemos nosotros. ¿Cómo un habitante de Buenos
Aires como Borges o yo podría escribir sobre
negros o indios o la Fruit Company? Eso no
significa que nuestra literatura sea menos real
que la de Asturias. ¿Acaso un muchacho estudiante
y solitario, sentado en un banco de una plaza
porteña, es una abstracción porque tenga piel
blanca y porque sea hijo de italianos o judíos?
Sin grave perjuicio, ninguno de nosotros puede
escribir soslayando esta única realidad que
tenemos. ¿Qué? ¿Quieren que hagamos literatura
fantástica con indios del altiplano?
Lo que sucede es que
nuestro país, al menos en su parte hoy decisiva,
es una zona de fractura entre dos continentes: no
somos ni Europa propiamente dicha ni América
latina propiamente dicha. Millones de hombres
provenientes de Europa o descendientes de europeos
dan el tono de esta nueva cultura. Para bien y
para mal somos fundamentalmente europeos. Pero lo
grave es que si racialmente lo somos, geográfica e
históricamente pertenecemos a un nuevo continente,
con muchos problemas comunes y semejantes a los
que tienen los países de esta parte del mundo.
Empezando por el lenguaje, que es el español de
Latinoamérica, y el origen común en lo que a su
historia política se refiere, etcétera.
De ahí nuestra
condición, un poco angustiosa y en cualquier caso
terriblemente compleja. El color local, el
"carácter" de un indio ecuatoriano, es bien
definido y no es difícil describirlo en una novela
como Huasipungo. Pero ese carácter es sutilísimo,
complejo, de contornos muy complicados y ambiguos,
en un hombre de Buenos Aires, Rosario o Mendoza.
Que ese carácter sea complejo no quiere decir que
no exista. Cuando oímos por primera vez una música
como la de 'Nunca en domingo' nos sentimos
golpeados por una melodía muy marcada, muy
"visible". Cuando por primera vez oímos a Brahms
sucede todo lo contrario. ¿Quiere eso decir que
Brahms carece de "carácter"?
Que nos dejen en paz
haciendo nuestra propia literatura y que los
escritores de países como Guatemala hagan la suya,
que nosotros no diremos que Asturias no es
representativo porque resulta que no describe en
sus novelas gente como la de la calle Charcas, ni
aun como la de Villa Lugano. Es como si un búlgaro
se enojara por el tipo de literatura que hace un
francés. Terminemos con esta clase de sofismas y
digamos francamente que en el fondo esconden, casi
siempre, un resentimiento. Ya hacemos nosotros la
parte que nos corresponde al admitir que en
nuestras arrogancias hay un grave defecto. Que no
hagan ellos de sus arrogancias simples e
invariables virtudes.
Revista Gente y la
actualidad
8/11/73
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