Incluso hoy, a pesar
de sus múltiples compromisos artísticos en todo el
mundo, Witold Malcuzynsky (59, dos hijos) vuelve
periódicamente al país que eligió para
naturalizarse con el objeto de ofrecer conciertos
en el teatro Colón, realizar giras por el interior
del país y pasearse despreocupadamente por esas
calles porteñas que tanto lo fascinan. Una larga
seguidilla de idas y venidas que, invariablemente,
agitan la nutrida colonia de melómanos cada vez
que se anuncia un nuevo retorno del divo.
Es que Witeck —así le
llaman sus íntimos— es, acaso, el pianista más
discutido que haya transitado por la escena del
primer coliseo local. Para algunos, en efecto, no
es más que un dudoso intérprete que lucra con sus
almibaradas ejecuciones de Chopin o Schubert,
arranca el aplauso de las plateas merced a
recursos demagógicos o bien provoca la admiración
reverencial de impresionantes matronas que se
extasían ante su porte varonil y su cautivante
melena blanca. Otros, en cambio, sostienen que se
trata de uno de los máximos virtuosos de la época
contemporánea; un mérito que estaría sobradamente
probado por el verdadero fervor popular que
acompaña cada una de sus presentaciones y que,
lejos de tratarse de una moda pasajera, se
perpetúa desde hace casi tres décadas. Para
desentrañar, precisamente, la personalidad del
enigmático músico, Siete Días lo acompañó la
semana pasada en uno de sus refrescantes paseos
—allegro ma non troppo, tal como él mismo los
define— por la Boca y el centro de
la ciudad. Durante el
periplo, el maestro adelantó que viajará dentro de
pocas semanas a Suiza para reencontrarse con su
mujer —la no menos afamada pianista Colette
Gaveau—, se explayó ampliamente sobre su arte y se
definió —esta vez un poco más reticentemente—
sobre diversos temas de actualidad. Lo que sigue
son los tramos más significativos de dicho
reportaje.
—¿Por qué casi todas
las obras que componen su repertorio pertenecen a
compositores no contemporáneos? Muchos le critican
su exclusiva especialización en obras de los
grandes autores del siglo XIX . . .
—Bueno, yo no tengo la
culpa de que los más grandes compositores hayan
vivido en esa época. Yo interpreto a Beethoven,
Chopin, Schuman y Schubert porque los considero lo
mejorcito que hay.
—Y después, ¿no hubo
otros creadores talentosos?
—No sé cómo explicar
el fenómeno: seguramente, se deba a que en ese
tiempo hubo algo así como un apogeo del piano como
instrumento. Actualmente, en cambio, parecería
existir menos interés en los recítales
pianísticos. Es algo que no logro entender.
—¿Qué opina de las
modificaciones que se han introducido
recientemente en el instrumento? ¿Admite que se lo
cambió para buscar nuevos efectos?
—No, no me parece
correcto. Creo que es el instrumento más completo
que existe, y que aún hay mucho por descubrir en
él. No hay otro que permita alargar tanto los
sonidos —un recurso que se debe a los pedales— ni
que tenga tanta variedad de sonidos. El piano es
una verdadera orquesta: si hay quienes pretenden
modificarlo o creen que golpeando con las manos
sobre el teclado o encordado aumentan sus
posibilidades, bueno,
que se inventen un nuevo instrumento. Es de lo más
sencillo ...
—O sea que a usted no
le interesa experimentar.
—Yo diría que busco
nuevos efectos, pero siempre tocando las teclas
—¿Alguna vez compuso?
—No, prefiero no
hacerlo a hacerlo mal. No tengo vocación para eso.
—Y en cuanto a su
estilo, ¿cómo lo definiría?
—¿Está seguro de que
tengo un estilo? No sé, yo no me animaría a
afirmarlo. Es algo que debe decidir el público, no
yo. Lo que sí puedo decir es que no tengo, como
algunos, un maestro en especial en quien me
inspiro.
—Pero es de suponer
que admira a otros intérpretes.
—Por supuesto, claro.
Pienso que Sviatoslav Richter, por ejemplo, es el
pianista más significativo de nuestro tiempo.
Además, me gustan Arturo Benedetti, Michelangeli y
Serge Rachmaninoff, a quien tuve el gusto de ver
en su último concierto, poco antes de morir, en
1943.
—¿A qué se debe el
hecho de en los países sudamericanos se lo admire
más que en otras partes del mundo?
—No estoy muy seguro
de que eso sea cierto. De cualquier manera, no se
olvide que yo empecé mi carrera aquí, y que siento
una gran predilección por este país y, en general,
por toda América latina.
—¿Cómo calificaría al
público argentino?
—Sin duda alguna, es
uno de los más sensibles que conozco. Es difícil
explicar, uno lo siente así, una cosa misteriosa,
una especie de electricidad en el ambiente.
Percibir todo esto influye muchísimo en el
intérprete.
—¿Y en comparación con
los auditorios de otros países?
—Es bastante original.
El público norteamericano, por ejemplo, es
mucho más tímido. No
está seguro de cómo recibir o aplaudir al
ejecutante: antes de definirse, los
estadounidenses prefieren esperar una confirmación
"objetiva" de lo que vieron, como ser la crítica
de la prensa o el comentario de un "entendido". No
es una actitud para nada espontánea. En cada país
la gente reacciona de otra manera ...
—Siga, por favor...
—Bueno, en Francia
muchas veces tropecé con el problema de la falta
de disciplina: la gente habla, tose y se pone
nerviosa durante los primeros minutos del
concierto. Hay que saber muy bien imponerse en
esas circunstancias. En Rusia, en cambio, reciben
al intérprete con un
silencio total: uno se
encuentra ante una barrera de frialdad. Al final,
claro, terminan demostrando su entusiasmo con
mucha sinceridad.
—En Polonia, supongo,
lo reciben como a un héroe nacional...
—Sí, algo de eso hay.
Me siento muy bien cada vez que regreso a mi país
natal, especialmente por los recuerdos de
infancia.
—¿Usted proviene de
una familia adinerada?
—No tanto. Mi padre
era director de la bolsa, pero no poseía una gran
fortuna. Hasta que nos mudamos a Varsovia
cultivábamos campos.
—¿Y cómo fue que
incursionó en la música?
—Mis tres hermanos
estudiaban con maestros particulares, y yo también
comencé a recibir lecciones de piano a los diez
años. Confieso que al principio el aprendizaje me
resultó algo pesado, pero pronto empecé a
entusiasmarme. A tal punto, que a los 14 años
pedía a mi padre que me hiciera entrar en el
conservatorio, cosa que admitió con la condición
de que terminara el colegio secundario. Después,
entré en la universidad para estudiar Derecho y
Filosofía, pero dejé la carrera a los 20 años para
dedicarme íntegramente a la música. En realidad,
me decidí un poco tarde.
—Pero no le ha ido
nada mal. ¿Cuánto cobra, si se puede saber,
por cada uno de sus
recitales?
—No se puede saber.
¿Alguna vez escuchó hablar de los réditos?
—¿En qué gasta el
dinero que gana?
—Mire, en mi profesión
existen muchos gastos de avión, hoteles y estadías
en el extranjero.
—¿Tiene algún hobby?
—No, ninguno. Ni
siquiera toco el piano para divertirme. Solo leo,
visito amigos.
—¿Cuáles son sus
lecturas predilectas?
—Ahora estoy leyendo
un libro buenísimo: Cartas a un joven poeta, de
Rainer María Rilke. Es realmente apasionante los
pensamientos que desliza sobre el amor, la guerra
y muchísimos otros temas. Sobre todo, porque yo
amo la verdad. Por esa misma razón admiro
muchísimo a Dostoievski: es un escritor enorme,
casi diría incomparable.
—¿Y qué películas le
agradan?
—Estoy
entusiasmadísimo con un film que está prohibido en
Argentina. Se llama La naranja mecánica, y es de
Stanley Kubrick. Es la película más cruel que he
visto en mi vida y uno no puede menos que quedarse
boquiabierto ante la lucidez de Kubrick. Es
realmente extraordinaria.
—¿Es usted nihilista?
—No, de ninguna
manera. Me parece fabuloso el talento y la
coherencia intelectual de Kubrick, lo que no
significa que esté de acuerdo con él. Tengo otra
visión del mundo.
—¿Cuál?
—Yo veo a la Humanidad
con una pizca de esperanza, calor humano y, sobre
todo, con mucho humor. Pero, volviendo al cine,
también sigo con mucho fervor a otros
realizadores. Buñuel, por ejemplo, no tiene la
fuerza de un Kubrick pero en cambio ofrece una
poesía riquísima. En cuanto a Fellini, no me
entusiasma tanto como a muchos de mis amigos: creo
que tiene un par de cosas buenas, pero también
muchas bastante mediocres. En Roma, por ejemplo,
sólo se puede valorar la escena del desfile de
modas eclesiástico. El resto es bastante
elemental, se limita a mostrar cosas obvias.
—¿Acaso la misión del
artista no es mostrar las cosas como él las ve?
—Sí, pero además debe
sugerir algo. Con explicar y nada más no se crea
nada.
— Trasladándonos a la
música, ¿usted sugiere algo en cada una de sus
interpretaciones?
—Creo que sí? Por lo
menos, suelo renovar mi manera de tocar cada
pieza: nunca ejecutaría una obra tal como lo hice
hace diez años. Siempre cambio la interpretación.
Cuando incluyo un tema en mi repertorio, lo
estudio corno si fuera la primera vez, porque
siempre se encuentran nuevas cosas.
—¿Cuántas horas
practica por día?
—Cuando estoy de gira,
como ahora, el horario es muy irregular.
Normalmente, suelo dedicar alrededor de seis horas
diarias a tocar el piano. No es mucho...
—¿Es cierto que nunca
toca si la sala no está completamente oscura, con
un solo reflector que lo ilumina intensamente a
usted? Hay quienes ven en esto un truco
efectista...
—Mire, lo hago así
porque no me gusta ver al público. Muchos piensan
que es para hacer resaltar mi melenita o para
parecer omnipotente. No es así: ocurre que me
intimido muchísimo sabiendo que tengo una multitud
enfrente. No podría mirar a la platea y
encontrarme con un amigo o una persona conocida.
El público, para mí, es un ente abstracto.
—¿Cómo explica eso?
—Me resulta más fácil
tocar en el Colón o en el Carnegie Hall que
en una fiesta familiar
con diez personas mirándome. No sé a qué se debe
eso.
—¿Alguna vez se lo
preguntó a un psicoanalista?
—No, no tengo ganas ni
necesidad de acudir a un psicoanalista. Es algo
demasiado complicado y costoso. En todo caso, como
terapia, considero mucho más efectiva la hipnosis.
—¿Se hipnotizó alguna
vez?
—Yo no, pero mucha
gente amiga lo ha hecho y con bastante éxito. En
cuanto a mí, puede decirse que más que un
hipnotizado soy un hipnotizador: capto al público
en cada uno de mis recitales, impongo mi
interpretación personal al auditorio.
—¿Cómo se definiría
políticamente?
—Ahhh, un momentito,
ésas son cosas mías. No tienen por qué interesarte
al público.
—¿Usted piensa
realmente que a sus admiradores no les interesaría
saber por quién votó en las últimas elecciones,
por ejemplo?
—Escuche, no sé si les
importaría o no. me hago la idea de que existe un
pacto tácito entre mi auditorio y yo. De la misma
manera en que no quiero verles la cara, ser
consciente de que están observando, quienes están
sentados en tía platea también deben considerarme
como un ente, alguien que ejecuta música —bien o
mal— y punto. De otra manera, me mirarían de otra
forma, interferirían en su apreciación una serie
de factores ajenos a la música. En otras palabras,
quiero que el público pida de mí lo mismo que yo
pido de él.
—No es, lo que se
dice, una postura comprometida..,
—Sólo puedo decir que
lo he meditado durante muchos años, casi desde que
empecé a tocar, y que llegué a la conclusión de
que es una actitud correcta.
—¿Un proceso de
maduración pianíssimo?
—Eso mismo,
pianissimo.
Revista Siete Días
Ilustrados
06.06.1973
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