WITOLD MALCUZYNSKY EN BUENOS AIRES
INTRODUCCION Y RONDO DEL MAESTRO HECHICERO

Blanco de la más encarnizadas críticas y de la adhesión incondicional de una extensa colonia de melómanos, el célebre pianista polaco develó ante Siete Días ciertos rincones de su enigmática personalidad Desde hace más de treinta años, cuando llegó sin un céntimo de la convulsionada Polonia y ofreció su primer concierto para el público argentino en el antiguo teatro San Martín, nunca pudo pasar demasiado tiempo alejado de Buenos Aires.

Incluso hoy, a pesar de sus múltiples compromisos artísticos en todo el mundo, Witold Malcuzynsky (59, dos hijos) vuelve periódicamente al país que eligió para naturalizarse con el objeto de ofrecer conciertos en el teatro Colón, realizar giras por el interior del país y pasearse despreocupadamente por esas calles porteñas que tanto lo fascinan. Una larga seguidilla de idas y venidas que, invariablemente, agitan la nutrida colonia de melómanos cada vez que se anuncia un nuevo retorno del divo.
Es que Witeck —así le llaman sus íntimos— es, acaso, el pianista más discutido que haya transitado por la escena del primer coliseo local. Para algunos, en efecto, no es más que un dudoso intérprete que lucra con sus almibaradas ejecuciones de Chopin o Schubert, arranca el aplauso de las plateas merced a recursos demagógicos o bien provoca la admiración reverencial de impresionantes matronas que se extasían ante su porte varonil y su cautivante melena blanca. Otros, en cambio, sostienen que se trata de uno de los máximos virtuosos de la época contemporánea; un mérito que estaría sobradamente probado por el verdadero fervor popular que acompaña cada una de sus presentaciones y que, lejos de tratarse de una moda pasajera, se perpetúa desde hace casi tres décadas. Para desentrañar, precisamente, la personalidad del enigmático músico, Siete Días lo acompañó la semana pasada en uno de sus refrescantes paseos —allegro ma non troppo, tal como él mismo los define— por la Boca y el centro de
la ciudad. Durante el periplo, el maestro adelantó que viajará dentro de pocas semanas a Suiza para reencontrarse con su mujer —la no menos afamada pianista Colette Gaveau—, se explayó ampliamente sobre su arte y se definió —esta vez un poco más reticentemente— sobre diversos temas de actualidad. Lo que sigue son los tramos más significativos de dicho reportaje.

—¿Por qué casi todas las obras que componen su repertorio pertenecen a compositores no contemporáneos? Muchos le critican su exclusiva especialización en obras de los grandes autores del siglo XIX . . .
—Bueno, yo no tengo la culpa de que los más grandes compositores hayan vivido en esa época. Yo interpreto a Beethoven, Chopin, Schuman y Schubert porque los considero lo mejorcito que hay.
—Y después, ¿no hubo otros creadores talentosos?
—No sé cómo explicar el fenómeno: seguramente, se deba a que en ese tiempo hubo algo así como un apogeo del piano como instrumento. Actualmente, en cambio, parecería existir menos interés en los recítales pianísticos. Es algo que no logro entender.
—¿Qué opina de las modificaciones que se han introducido recientemente en el instrumento? ¿Admite que se lo cambió para buscar nuevos efectos?
—No, no me parece correcto. Creo que es el instrumento más completo que existe, y que aún hay mucho por descubrir en él. No hay otro que permita alargar tanto los sonidos —un recurso que se debe a los pedales— ni que tenga tanta variedad de sonidos. El piano es una verdadera orquesta: si hay quienes pretenden modificarlo o creen que golpeando con las manos sobre el teclado o encordado aumentan sus
posibilidades, bueno, que se inventen un nuevo instrumento. Es de lo más sencillo ...
—O sea que a usted no le interesa experimentar.
—Yo diría que busco nuevos efectos, pero siempre tocando las teclas
—¿Alguna vez compuso?
—No, prefiero no hacerlo a hacerlo mal. No tengo vocación para eso.
—Y en cuanto a su estilo, ¿cómo lo definiría?
—¿Está seguro de que tengo un estilo? No sé, yo no me animaría a afirmarlo. Es algo que debe decidir el público, no yo. Lo que sí puedo decir es que no tengo, como algunos, un maestro en especial en quien me inspiro.
—Pero es de suponer que admira a otros intérpretes.
—Por supuesto, claro. Pienso que Sviatoslav Richter, por ejemplo, es el pianista más significativo de nuestro tiempo. Además, me gustan Arturo Benedetti, Michelangeli y Serge Rachmaninoff, a quien tuve el gusto de ver en su último concierto, poco antes de morir, en 1943.
—¿A qué se debe el hecho de en los países sudamericanos se lo admire más que en otras partes del mundo?
—No estoy muy seguro de que eso sea cierto. De cualquier manera, no se olvide que yo empecé mi carrera aquí, y que siento una gran predilección por este país y, en general, por toda América latina.
—¿Cómo calificaría al público argentino?
—Sin duda alguna, es uno de los más sensibles que conozco. Es difícil explicar, uno lo siente así, una cosa misteriosa, una especie de electricidad en el ambiente. Percibir todo esto influye muchísimo en el intérprete.
—¿Y en comparación con los auditorios de otros países?
—Es bastante original. El público norteamericano, por ejemplo, es
mucho más tímido. No está seguro de cómo recibir o aplaudir al ejecutante: antes de definirse, los estadounidenses prefieren esperar una confirmación "objetiva" de lo que vieron, como ser la crítica de la prensa o el comentario de un "entendido". No es una actitud para nada espontánea. En cada país la gente reacciona de otra manera ...
—Siga, por favor...
—Bueno, en Francia muchas veces tropecé con el problema de la falta de disciplina: la gente habla, tose y se pone nerviosa durante los primeros minutos del concierto. Hay que saber muy bien imponerse en esas circunstancias. En Rusia, en cambio, reciben al intérprete con un
silencio total: uno se encuentra ante una barrera de frialdad. Al final, claro, terminan demostrando su entusiasmo con mucha sinceridad.
—En Polonia, supongo, lo reciben como a un héroe nacional...
—Sí, algo de eso hay. Me siento muy bien cada vez que regreso a mi país natal, especialmente por los recuerdos de infancia.
—¿Usted proviene de una familia adinerada?
—No tanto. Mi padre era director de la bolsa, pero no poseía una gran fortuna. Hasta que nos mudamos a Varsovia cultivábamos campos.
—¿Y cómo fue que incursionó en la música?
—Mis tres hermanos estudiaban con maestros particulares, y yo también comencé a recibir lecciones de piano a los diez años. Confieso que al principio el aprendizaje me resultó algo pesado, pero pronto empecé a entusiasmarme. A tal punto, que a los 14 años pedía a mi padre que me hiciera entrar en el conservatorio, cosa que admitió con la condición de que terminara el colegio secundario. Después, entré en la universidad para estudiar Derecho y Filosofía, pero dejé la carrera a los 20 años para dedicarme íntegramente a la música. En realidad, me decidí un poco tarde.
—Pero no le ha ido nada mal. ¿Cuánto cobra, si se puede saber,
por cada uno de sus recitales?
—No se puede saber. ¿Alguna vez escuchó hablar de los réditos?
—¿En qué gasta el dinero que gana?
—Mire, en mi profesión existen muchos gastos de avión, hoteles y estadías en el extranjero.
—¿Tiene algún hobby?
—No, ninguno. Ni siquiera toco el piano para divertirme. Solo leo, visito amigos.
—¿Cuáles son sus lecturas predilectas?
—Ahora estoy leyendo un libro buenísimo: Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke. Es realmente apasionante los pensamientos que desliza sobre el amor, la guerra y muchísimos otros temas. Sobre todo, porque yo amo la verdad. Por esa misma razón admiro muchísimo a Dostoievski: es un escritor enorme, casi diría incomparable.
—¿Y qué películas le agradan?
—Estoy entusiasmadísimo con un film que está prohibido en Argentina. Se llama La naranja mecánica, y es de Stanley Kubrick. Es la película más cruel que he visto en mi vida y uno no puede menos que quedarse boquiabierto ante la lucidez de Kubrick. Es realmente extraordinaria.
—¿Es usted nihilista?
—No, de ninguna manera. Me parece fabuloso el talento y la coherencia intelectual de Kubrick, lo que no significa que esté de acuerdo con él. Tengo otra visión del mundo.
—¿Cuál?
—Yo veo a la Humanidad con una pizca de esperanza, calor humano y, sobre todo, con mucho humor. Pero, volviendo al cine, también sigo con mucho fervor a otros realizadores. Buñuel, por ejemplo, no tiene la fuerza de un Kubrick pero en cambio ofrece una poesía riquísima. En cuanto a Fellini, no me entusiasma tanto como a muchos de mis amigos: creo que tiene un par de cosas buenas, pero también muchas bastante mediocres. En Roma, por ejemplo, sólo se puede valorar la escena del desfile de modas eclesiástico. El resto es bastante elemental, se limita a mostrar cosas obvias.
—¿Acaso la misión del artista no es mostrar las cosas como él las ve?
—Sí, pero además debe sugerir algo. Con explicar y nada más no se crea nada.
— Trasladándonos a la música, ¿usted sugiere algo en cada una de sus interpretaciones?
—Creo que sí? Por lo menos, suelo renovar mi manera de tocar cada pieza: nunca ejecutaría una obra tal como lo hice hace diez años. Siempre cambio la interpretación. Cuando incluyo un tema en mi repertorio, lo estudio corno si fuera la primera vez, porque siempre se encuentran nuevas cosas.
—¿Cuántas horas practica por día?
—Cuando estoy de gira, como ahora, el horario es muy irregular. Normalmente, suelo dedicar alrededor de seis horas diarias a tocar el piano. No es mucho...
—¿Es cierto que nunca toca si la sala no está completamente oscura, con un solo reflector que lo ilumina intensamente a usted? Hay quienes ven en esto un truco efectista...
—Mire, lo hago así porque no me gusta ver al público. Muchos piensan que es para hacer resaltar mi melenita o para parecer omnipotente. No es así: ocurre que me intimido muchísimo sabiendo que tengo una multitud enfrente. No podría mirar a la platea y encontrarme con un amigo o una persona conocida. El público, para mí, es un ente abstracto.
—¿Cómo explica eso?
—Me resulta más fácil tocar en el Colón o en el Carnegie Hall que
en una fiesta familiar con diez personas mirándome. No sé a qué se debe eso.
—¿Alguna vez se lo preguntó a un psicoanalista?
—No, no tengo ganas ni necesidad de acudir a un psicoanalista. Es algo demasiado complicado y costoso. En todo caso, como terapia, considero mucho más efectiva la hipnosis.
—¿Se hipnotizó alguna vez?
—Yo no, pero mucha gente amiga lo ha hecho y con bastante éxito. En cuanto a mí, puede decirse que más que un hipnotizado soy un hipnotizador: capto al público en cada uno de mis recitales, impongo mi interpretación personal al auditorio.
—¿Cómo se definiría políticamente?
—Ahhh, un momentito, ésas son cosas mías. No tienen por qué interesarte al público.
—¿Usted piensa realmente que a sus admiradores no les interesaría saber por quién votó en las últimas elecciones, por ejemplo?
—Escuche, no sé si les importaría o no. me hago la idea de que existe un pacto tácito entre mi auditorio y yo. De la misma manera en que no quiero verles la cara, ser consciente de que están observando, quienes están sentados en tía platea también deben considerarme como un ente, alguien que ejecuta música —bien o mal— y punto. De otra manera, me mirarían de otra forma, interferirían en su apreciación una serie de factores ajenos a la música. En otras palabras, quiero que el público pida de mí lo mismo que yo pido de él.
—No es, lo que se dice, una postura comprometida..,
—Sólo puedo decir que lo he meditado durante muchos años, casi desde que empecé a tocar, y que llegué a la conclusión de que es una actitud correcta.
—¿Un proceso de maduración pianíssimo?
—Eso mismo, pianissimo.
Revista Siete Días Ilustrados
06.06.1973

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