El mundo
1964, un año de crisis generalizada

Pocas veces la escena internacional estuvo tan agitada como a principios de 1964. Todo, sin embargo, parecía anunciar un año sereno.

Las potencias occidentales tenían sus problemas electorales, los comunistas sus dificultades económicas. Privados de la cooperación económica y técnica de la URSS, los chinos necesitaban disipar la imagen apocalíptica que se habían forjado de sí mismos, y procurarse nuevos amigos. En cuanto al general de Gaulle, desde que había aceptado en Bruselas un acuerdo que consolida la colaboración económica de Europa occidental, no se veía bien qué iniciativa podría asumir, excepto el reconocimiento de Pekín, acto que nada tenía de inesperado y cuyos efectos serían solamente de alcance regional, limitados al sudeste asiático.
Sin embargo, salta a la vista la presencia de una crisis generalizada de las relaciones internacionales. Menos dramática que cualquier otra de las anteriores, implica, sin embargo, un desafío más contundente a la capacidad directiva de un mayor número de gobernantes.
Justamente, la característica esencial de esta crisis es que no concierne tan sólo al corto número de hombres que tomaron todas las decisiones, en Washington y en Moscú, durante las dos últimas décadas. Esta situación inédita resulta del fin de la guerra fría. En su transcurso, los miembros de cada bloque debían subordinar sus intereses nacionales a los intereses comunes de la alianza, que a menudo se confundían con los intereses nacionales del principal aliado. Finalmente estalló la paz y ha puesto en libertad lo que en el siglo pasado se llamaba el "egoísmo sagrado'' de cada país. En la época en que las naciones tienden a integrarse económicamente en conjuntos más vastos, no sólo continúan negándose a delegar parte de su soberanía sino que están reconstruyendo un orden pluralista o, si se quiere, una democracia de las naciones.
Hasta los precursores medievales del derecho de gentes, que anunciaban el advenimiento de una comunidad internacional, hoy se mostrarían asombrados si pudieran ver hasta qué punto su utopía se ha realizado, cuando Albania denuncia la prepotencia soviética o cuando Panamá amenaza al gobierno de Washington con sentarlo en el banquillo de los acusados, ante una asamblea donde los rostros de color son más que los blancos.

Hace un año y medio ...
Si se recorren las columnas de los principales diarios norteamericanos, en 1964, se observará que ya ninguno atribuye a un misterioso director de orquesta instalado en el Kremlin, o en la Ciudad Vedada (de Pekín), todas las calamidades del mundo.
Las turbulencias que azotan a los países subdesarrollados provocan análisis en los cuales el comunismo —que servía, hace poco, de explicación universal— no aparece sino como un factor más, cuya importancia crece en la medida en que otras cuestiones le sirven de caldo de cultivo.
La reanimación de las luchas tribales, en el Congo y sus vecinos, sería un efecto de la insuficiencia de su estructura social. En Chipre, en Zanzíbar, en Cachemira, se comprueba una vez más la casi imposibilidad de que convivan en un mismo suelo dos comunidades separadas por la religión y la lengua. En las nuevas nacionalidades del África Negra, el fermento consiste en la impaciencia de los jóvenes dirigentes autóctonos educados en universidades europeas. El problema de Borneo deriva de la voluntad indonesia de borrar las últimas huellas de la presencia británica en Malasia. En Panamá, es la arrogancia de los "Zonistas" norteamericanos, para quienes su status personal tiene más importancia que la política exterior de su país. En el Vietnam, la incapacidad de los líderes anticomunistas para oponer una alternativa válida a las esperanzas que suscita el Vietcong comunista.
En tiempos de la guerra fría, una inflexible dialéctica —o una propaganda simplificadora— convertía a cada cual, automáticamente, en "agente comunista" o "agente imperialista". Estas etiquetas ya no satisfacen a nadie. No se descubren trazas de comunistas en monseñor Makarios ni en el multimillonario presidente Chiari, de Panamá, y la anécdota según la cual un orador chino, para ser comprendido por unos labriegos, calificó a de Gaulle como "el Fidel Castro francés", es suficientemente artificiosa para identificarla como una humorada occidental. Del mismo modo, cuando Ian Gheorgiu Maurer, primer ministro rumano, viaja a Pekín, la prensa rusa prefiere no informar sobre ello antes que descargar sobre su cabeza el clásico alud de vituperios.
Hace un año y medio, los más flemáticos observadores cedieron al pánico: no se habían asustado cuando la guerra de Corea, cuando la de Indochina estuvo a punto de internacionalizarse, cuando el bloqueo de Berlín, pero los cohetes soviéticos en Cuba equivalían a un revólver apoyado en el corazón de los Estados Unidos. Curiosamente, el drama del Caribe forjó la coexistencia. Ambas partes se vieron obligadas a reconocer los límites de su capacidad de acción. Kruschev creyó que con una jugada de poker podía forzar una concesión vital sin contrapartida; hubo de admitir que se había equivocado acerca de la determinación de su adversario. Pero, al mismo tiempo, sintió la necesidad de agradecerle por no haber tratado de convertir en desastre una retirada táctica. El draw (empate) de Corea costó un millón de muertos; el de Cuba, sólo la vida de un piloto de U2 que fotografiaba el arsenal atómico de Fidel Castro.
Pocas semanas después, el Kremlin se definía entre la línea dura que pretendía Pekín y la coexistencia que preconizaba Belgrado. Desde entonces, todo fue muy rápido. No es casual que la firma del tratado antinuclear haya coincidido con la publicación, en el diario moscovita Pravda, de un ataque en regla de Kruschev contra las posiciones chinas, y que inmediatamente el jefe soviético realizara un viaje triunfal a Yugoslavia.

Cambian las reglas
A decir verdad, la URSS no podía obrar de otro modo. Los Estados Unidos disponen de un material nuclear llamado "de segunda ola" que, gracias a su dispersión en bases extranjeras y en submarinos, sobreviviría con toda seguridad a un ataque por sorpresa. Los científicos de ambas partes no vislumbran ninguna revolución tecnológica, cuantitativa o cualitativa, que pueda brindar al agresor una ventaja decisiva, es decir que le permita eliminar la aptitud de su adversario para las represalias. Los norteamericanos inventaron cohetes anticohetes; los rusos también los poseen. Con todo, la protección de todos los centros esenciales —bases militares, grandes fábricas, principales urbes— está por encima de los medios de cualquier Estado, así sea tan rico como USA o la URSS. Para equipar diez ciudades norteamericanas con esa arma absoluta —que, por otra parte, no es tal—, se necesitarían 20.000 millones de dólares. Como tampoco los rusos podrían pagarse la seguridad necesaria para atacar impunemente, la preocupación primordial de los dirigentes de Washington y de Moscú no es la búsqueda de una superioridad estratégica decisiva que pudiera obligar al adversario a ceder sin combate.
El senador Barry Goldwater o el mariscal Malinovsky pueden, si les parece bien, soñar todavía con una política de fuerza que permita al primero ganar algunos votos y al segundo elevar la moral de sus soldados; pero si los dos llegaran a la posición más eminente en sus respectivos países, no podrían actuar sino como lo hicieron Kennedy y Kruschev en octubre de 1962 a propósito de Cuba, o en agosto de 1963, cuando concertaron el tratado antinuclear.
Verificada la imposibilidad de otra política, no tardó en manifestarse entre los líderes largo tiempo indiscutibles de ambos campos una serie de factores de convergencia que, cada día más claramente, equilibran las tendencias antagónicas. Pero la novedad de esta época —la que comienza con la crisis de Cuba y se afirma con el tratado antinuclear— es que, tanto en el Este como en el Oeste, la potencias secundarias —Francia, China— se rebelaron y descubrieron sus propios factores de convergencia. Y que en los países de tercera línea —Grecia, Turquía, Albania, Rumania— comenzó a gravitar en forma incontrastable la noción a que alude Time, en su edición del 13 de marzo, cuando habla de la "Era of Self-Interest" (propio interés).
"Muchos de los viejos amigos de USA —escribe el semanario republicano— ya no llaman a las puertas de este país con la frecuencia de antes; y cuando lo hacen, generalmente usan un nuevo tono de voz. Por designio y por impulso, cada vez más siguen rutas independientes, con referencia cada vez menor a la política de USA. A veces —añade irónicamente— parecen empeñados en desafiar nuestros deseos por pura perversidad."
Enumera tres causas para este cambio. Ya ayuda norteamericana vigorizó la economía de muchos países, ensanchando su margen de independencia. Los problemas intestinos del mundo comunista "forzaron a la URSS a ablandar algunas de sus viejas posiciones de la guerra fría". Llegó más tarde el tratado anti-nuclear: "Aunque USA niega que exista una verdadera coexistencia, la presión que llevaba a las naciones libres a unirse en busca de protección ¡mutua ha perdido fuerza". El articulista cita una frase de Joao Augusto de Araújo Castro, canciller del Brasil ("país que ha causado a USA cualquier cantidad de dolores de cabeza"): "Con la marcada relajación en los asuntos internacionales, las reglas del juego están cambiando, nadie lo duda".
"Bajo las nuevas reglas —añade Time—, casi todos los países parecen sentirse libres para contraerse a sus propios intereses nacionales y hacer de vez en cuando una reverencia a las obligaciones de la alianza."
Les agravios contra de Gaulle —que intenta "revivir las glorias de Francia"— son conocidos: no sólo rehusó firmar el tratado antinuclear, rechazó el plan norteamericano para una fuerza multilateral en Europa, mantiene a Gran Bretaña fuera de la Comunidad Económica Europea y socava los esfuerzos de Washington en Vietnam, sino que "en un solo y atareado día volcó tres platos de potaje hirviendo en la falda de USA". ¿De qué se trata? Anunció que está negociando un nuevo y más cuantioso convenio comercial con la URSS, insinuó que podría torpedear las negociaciones sobre tarifas (Rueda Kennedy) y aclaró que se propone respaldar la admisión de China en la UN.
Por lo demás, el reciente viaje del presidente francés a México y el que lo llevará, en el último trimestre del año, a Río. Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima, han sido interpretados en Washington no con una alarma exagerada, pero sí con cierta amargura. Dice un diplomático francés: "Esto dará a nuestros amigos latinoamericanos una opción distinta, que no sea la influencia norteamericana o la comunista",.. Durante la guerra fría, sólo se podía elegir entre Washington y Moscú.

Los volcanes del Sur
Es en América latina, precisamente, donde los Estados Unidos sufren los tropiezos más frecuentes.
Cuba. Los Estados Unidos acaban de disuadir a los voluntariosos gobiernos venezolano y costarricense de su empeño de convocar a seis gobiernos de es la región (Brasil, Bolivia, Chile, México y Uruguay) ante un tribunal de la OEA para que adopten nuevas sanciones económicas contra el régimen de Fidel Castro.
Esa insistencia acarrea al sistema interamericano más inconvenientes que satisfacciones. Tales países, aunque necesitan angustiosamente de fondos públicos e inversiones norteamericanas —con la única excepción de México—, han indicado claramente a Washington que no aceptan trabas en su política exterior. Así como Gran Bretaña defiende abiertamente su derecho a vender ómnibus a Cuba en momentos en que USA vende trigo a la URSS, el bloque interamericano —puesto que la guerra fría se ha desvanecido— vuelve a pensar en sí mismo como un sistema regional autorizado por la carta de la UN y ya no como una alianza militar.
Panamá. Después de haber echado un balde de agua fría sobre la comisión interamericana que había hallado una fórmula para reanudar las relaciones entre ambos gobiernos, el presidente Johnson —impresionada, sin duda, por la reacción adversa de los círculos de la OEA— convocó una conferencia de prensa y, en una declaración unilateral, concedió mucho más de lo que había rechazado antes ("Estamos dispuestos a revisar cada una de las cuestiones que ahora nos dividen y cada problema que el gobierno de Panamá desee exponer"). También en este caso, una actitud intransigente corría el riesgo de dividir a la OEA.
Brasil. Pero, desde luego, la situación pre-revolucionaria por que atraviesa el subcontinente brasileño es, potencialmente, la mayor amenaza contra el sistema interamericano. Cuba ha pasado de un bloque al otro y estuvo a punto de provocar una hecatombe nuclear; aun sin llegar a ese extremo, la dramática evolución brasileña hacia las posiciones más radicales del Tercer Mundo arrastraría, sin duda, a varios países limítrofes, creando las condiciones para que América latina repita la sangrienta aventura que llevó a un jefe guerrillero, en treinta años, de las cuevas de Yennan a la ciudad imperial de Pekín. Cuando un país de 75 millones de habitantes —que serán 100 en 1975— entra en revolución nacional, afecta evidentemente toda la estructura mundial.
El gobierno del señor Goulart promulgó una ley que restringe la exportación de utilidades y, por lo tanto, cierra su país a los capitales extranjeros, sin perjuicio de presentarse a sus acreedores internacionales con un pedido de refinanciación que, si no se concede, acabaría en una moratoria declarada unilateralmente, con la consiguiente apelación a la Tesorería soviética. El gobierno de Washington presiona en favor de la prórroga, sin atender al hecho de que Goulart, al mismo tiempo, exige al parlamento la legalidad del partido comunista, en un acto que muchos norteamericanos deben de interpretar como una genuina provocación.
El mismo artículo de Time, refiriéndose a la Alianza para el Progreso, se decide a soltar la palabra que todos tienen en mente: fracaso. Y otros órganos de prensa coinciden en señalar que Washington no tiene una política latinoamericana, sino que afronta empíricamente cada problema según se presente. Los amigos de USA en el continente ya no saben cómo conducirse, cuáles son las normas, qué le espera a América latina en la era de la coexistencia. El self-interest es una expresión que tiene traducción precisa también en castellano.
En este idioma se acaba de leer —trasmitido por agencias norteamericanas— un editorial del diario falangista Arriba, de Madrid, según el cual "tanto los detractores como los defensores de la revolución comunista de Castro pronto tendrán que reconocer el balance favorable de sus resultados. La independencia cubana —prosigue— es un hecho, no importa qué sendero haya tomado la revolución de Castro, y es también un hecho que los líderes actuales están haciendo un esfuerzo para hallar una fórmula más justa para el bienestar común". Bajo la censura de su gobierno, Arriba puntualiza aun: "¿Es necesario agregar que la situación de Cuba antes de Castro no nos satisfacía, y que siempre habíamos deseado una independencia efectiva y radical para la isla? Como Cuba es el último pedazo desprendido del cuerpo de España, nada cubano puede sernos ajeno".
A menos que USA pueda, en breve plazo, formular una nueva política latinoamericana, dentro de la cual quepan perspectivas de rápido desarrollo para las veinte repúblicas —el área de mayor crecimiento demográfico en el mundo entero—, conceptos como éstos no tardarán en expandirse como el vapor por todo el continente.

La estrategia del oro
La semana pasada, el semanario Newsweek informaba: "El secretario de Comercio, Luther Hodges, lucha abiertamente por incrementar el comercio norteamericano con la URSS. Sin incurrir en la entrega de bienes estratégicos o vinculados con la defensa, Hodges cree que USA podría colocar allí decenas de millones de dólares en maquinaria agrícola o equipos de refinería de petróleo.
"La oposición parlamentaria a esa expansión comercial —continuaba— es por ahora puramente verbal; pero Hodges señala que los aliados de USA comerciaron, en 1962, por unos 4.700 millones de dólares con el bloque chino-soviético, mientras que la participación norteamericana no pasó de 125 millones." Indicaba también que los negociadores rusos aceptan de buena gana la exigencia norteamericana de que los embarques de trigo se hagan en barcos de USA, y que se muestran ansiosos de explorar nuevas posibilidades comerciales.
El fin de la guerra fría, si ha relajado la disciplina entre los miembros del mundo libre, favoreció, en la URSS y en los demás países socialistas, la formación de un ávido mercado interno que, a su vez, coacciona a los planificadores estatales para que limiten los gastos militares y aun las enormes inversiones que antes insumía la industria pesada. La obligación en que el Kremlin se encuentra, de comprar cereales en el exterior, no sería tan grave si sólo le costara una cuantiosa erogación de divisas. Pero, además, revela que la agricultura soviética, 47 años después de la revolución de octubre, es el punto vulnerable del sistema; y así como bajo el imperio de la fuerza ella subsidió la creación de la industria, sin consideración alguna de rentabilidad, ésta es la que ahora se ve en la necesidad de subsidiar a la agricultura, que produce a pérdida. Después de haber experimentado en Kazakstan la inconveniencia de los cultivos extensivos —que empobrecen pavorosamente los suelos— Kruschev preconiza ahora lo contrario, y otorga la primera prioridad (42.000 millones de rublos de aquí a 1970, contra 5.300 en el anterior plan quinquenal) a la industria química para corregir el déficit de fertilizantes que padece la URSS, donde su uso por hectárea no llega a un cuarto de los abonos que emplean los Estados Unidos.
Para acometer ese esfuerzo, Kruschev debió renunciar a la carrera a la Luna, otorgar con parsimonia sus créditos al Tercer Mundo y aun hacerse el sordo cuando los militares le presentan sus cuentas. Según él, gastar más en armamento es, para la URSS, la peor manera de reforzar su poderío. Por otra parte, las compras soviéticas de trigo comportan una lección aún más sugestiva. En otra época, Stalin, ante una mala cosecha, comprimía el consumo por la fuerza. Que esta vez su sucesor haya optado por acudir a los países capitalistas, es una prueba de que ya no puede refrenar las demandas del pueblo ruso. Pero, en realidad, no se necesitaba esta prueba adicional para saber que la aspiración al bienestar —y, por lo tanto, a la paz— es general en la URSS, donde las exhortaciones chinas a la austeridad y al fervor revolucionario tienen menos posibilidades de ser escuchadas que en algunos países capitalistas.
Quienes supongan que los críticos del presidente Johnson —demócratas o republicanos— aprovecharán a fondo, en la inminente campaña electoral, el terna de las ventas de trigo, perderían ciertamente su apuesta. USA no encuentra nuevos mercados; sólo los de África y América latina, subsidiados por Washington. Los mercados del Este constituyen, tal vez, un espejismo: ni Rusia ni China ni los países de Europa central o balcánica están en condiciones de asegurarse líneas permanentes de exportaciones, única forma en que podrían sufragar las valiosas compras que esos países proponen. Pero en esta emergencia los negociadores comunistas pagan en dólares y en libras, cuando no en oro. No es un secreto que relucientes cargamentos de oro han preservado a la libra esterlina de una depreciación galopante, que ello contribuyó indirectamente a sostener el curso del dólar, y que de Gaulle, cuando mira hacia Moscú y Pekín, cede también a la áurea seducción, la cual no tiene nada de espejismo.
Si el trigo norteamericano alivia la presión del pueblo ruso sobre el Kremlin, el oro soviético garantiza las monedas occidentales y aplaza, tal vez por alguna década, ese derrumbe del capitalismo que mecía los ensueños de Marx y que aún, de tarde en tarde, embriaga a los oyentes aldeanos de Nikita Kruschev.
En política, los hechos consumados tienen la última palabra. Ninguna fuerza en el mundo podría mover un hito en los accesos a Berlín, en el paralelo 38 de Corea o en el paralelo 17 del Vietnam. La coexistencia tiene un contenido negativo: es un pacto para no hacer estallar el planeta. Pero he aquí que, en el orden económico, tareas concretas se ofrecen a los gobiernos. Hacia ese campo se desplaza la coexistencia para superarse a sí misma y transformarse en clave del futuro.
En Ginebra, desde la semana pasada, delegaciones de 122 naciones están haciendo un esfuerzo supremo para transformar, por decisiones políticas, la estructura del comercio mundial. Los señores Luther Hodges, ministro de Comercio norteamericano, y Nikolai Patolichev, su colega soviético, son apenas dos de los 122 jefes de delegación que deliberan a orillas del lago Leman. No hay duda de que ambos entienden bien la noción del self-interest; pero si no entendieran también que tienen un interés común en detener la rodada del Tercer Mundo por la pendiente del subdesarrollo, tal vez comprobarían un día que no sólo por la bomba H puede el mundo caer en la cólera, en el espanto y en la muerte.
PRIMERA PLANA
31 de marzo de 1964

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