Las potencias
occidentales tenían sus problemas electorales, los
comunistas sus dificultades económicas. Privados
de la cooperación económica y técnica de la URSS,
los chinos necesitaban disipar la imagen
apocalíptica que se habían forjado de sí mismos, y
procurarse nuevos amigos. En cuanto al general de
Gaulle, desde que había aceptado en Bruselas un
acuerdo que consolida la colaboración económica de
Europa occidental, no se veía bien qué iniciativa
podría asumir, excepto el reconocimiento de Pekín,
acto que nada tenía de inesperado y cuyos efectos
serían solamente de alcance regional, limitados al
sudeste asiático.
Sin embargo, salta a
la vista la presencia de una crisis generalizada
de las relaciones internacionales. Menos dramática
que cualquier otra de las anteriores, implica, sin
embargo, un desafío más contundente a la capacidad
directiva de un mayor número de gobernantes.
Justamente, la
característica esencial de esta crisis es que no
concierne tan sólo al corto número de hombres que
tomaron todas las decisiones, en Washington y en
Moscú, durante las dos últimas décadas. Esta
situación inédita resulta del fin de la guerra
fría. En su transcurso, los miembros de cada
bloque debían subordinar sus intereses nacionales
a los intereses comunes de la alianza, que a
menudo se confundían con los intereses nacionales
del principal aliado. Finalmente estalló la paz y
ha puesto en libertad lo que en el siglo pasado se
llamaba el "egoísmo sagrado'' de cada país. En la
época en que las naciones tienden a integrarse
económicamente en conjuntos más
vastos, no sólo continúan negándose a delegar
parte de su soberanía sino que están
reconstruyendo un orden pluralista o, si se
quiere, una democracia de las naciones.
Hasta los precursores
medievales del derecho de gentes, que anunciaban
el advenimiento de una comunidad internacional,
hoy se mostrarían asombrados si pudieran ver hasta
qué punto su utopía se ha realizado, cuando
Albania denuncia la prepotencia soviética o cuando
Panamá amenaza al gobierno de Washington con
sentarlo en el banquillo de los acusados, ante una
asamblea donde los rostros de color son más que
los blancos.
Hace un año y medio
...
Si se recorren las
columnas de los principales diarios
norteamericanos, en 1964, se observará que ya
ninguno atribuye a un misterioso director de
orquesta instalado en el Kremlin, o en la Ciudad
Vedada (de Pekín), todas las calamidades del
mundo.
Las turbulencias que
azotan a los países subdesarrollados provocan
análisis en los cuales el comunismo —que servía,
hace poco, de explicación universal— no aparece
sino como un factor más, cuya importancia crece en
la medida en que otras cuestiones le sirven de
caldo de cultivo.
La reanimación de las
luchas tribales, en el Congo y sus vecinos, sería
un efecto de la insuficiencia de su estructura
social. En Chipre, en Zanzíbar, en Cachemira, se
comprueba una vez más la casi imposibilidad de que
convivan en un mismo suelo dos comunidades
separadas por la religión y la lengua. En las
nuevas nacionalidades del África Negra, el
fermento consiste en la impaciencia de los jóvenes
dirigentes autóctonos educados en universidades
europeas. El problema de Borneo deriva de la
voluntad indonesia de borrar las últimas huellas
de la presencia británica en Malasia. En Panamá,
es la arrogancia de los "Zonistas"
norteamericanos, para quienes su status personal
tiene más importancia que la política exterior de
su país. En el Vietnam, la incapacidad de los
líderes anticomunistas para oponer una alternativa
válida a las esperanzas que suscita el Vietcong
comunista.
En tiempos de la
guerra fría, una inflexible dialéctica —o una
propaganda simplificadora— convertía a cada cual,
automáticamente, en "agente comunista" o "agente
imperialista". Estas etiquetas ya no satisfacen a
nadie. No se descubren trazas de comunistas en
monseñor Makarios ni en el multimillonario
presidente Chiari, de Panamá, y la anécdota según
la cual un orador chino, para ser comprendido por
unos labriegos, calificó a de Gaulle como "el
Fidel Castro francés", es suficientemente
artificiosa para identificarla como una humorada
occidental. Del mismo modo, cuando Ian Gheorgiu
Maurer, primer ministro rumano, viaja a Pekín, la
prensa rusa prefiere no informar sobre ello antes
que descargar sobre su cabeza el clásico alud de
vituperios.
Hace un año y medio,
los más flemáticos observadores cedieron al
pánico: no se habían asustado cuando la guerra de
Corea, cuando la de Indochina estuvo a punto de
internacionalizarse, cuando el bloqueo de Berlín,
pero los cohetes soviéticos en Cuba equivalían a
un revólver apoyado en el corazón de los Estados
Unidos. Curiosamente, el drama del Caribe forjó la
coexistencia. Ambas partes se vieron obligadas a
reconocer los límites de su capacidad de acción.
Kruschev creyó que con una jugada de poker podía
forzar una concesión vital sin contrapartida; hubo
de admitir que se había equivocado acerca de la
determinación de su adversario. Pero, al mismo
tiempo, sintió la necesidad de agradecerle por no
haber tratado de convertir en desastre una
retirada táctica. El draw (empate) de Corea costó
un millón de muertos; el de Cuba, sólo la vida de
un piloto de U2 que fotografiaba el arsenal
atómico de Fidel Castro.
Pocas semanas después,
el Kremlin se definía entre la línea dura que
pretendía Pekín y la coexistencia que preconizaba
Belgrado. Desde entonces, todo fue muy rápido. No
es casual que la firma del tratado antinuclear
haya coincidido con la publicación, en el diario
moscovita Pravda, de un ataque en regla de
Kruschev contra las posiciones chinas, y que
inmediatamente el jefe soviético realizara un
viaje triunfal a Yugoslavia.
Cambian las reglas
A decir verdad, la
URSS no podía obrar de otro modo. Los Estados
Unidos disponen de un material nuclear llamado "de
segunda ola" que, gracias a su dispersión en bases
extranjeras y en submarinos, sobreviviría con toda
seguridad a un ataque por sorpresa. Los
científicos de ambas partes no vislumbran ninguna
revolución tecnológica, cuantitativa o
cualitativa, que pueda brindar al agresor una
ventaja decisiva, es decir que le permita eliminar
la aptitud de su adversario para las represalias.
Los norteamericanos inventaron cohetes
anticohetes; los rusos también los poseen. Con
todo, la protección de todos los centros
esenciales —bases militares, grandes fábricas,
principales urbes— está por encima de los medios de
cualquier Estado, así sea tan rico como USA o la
URSS. Para equipar diez ciudades norteamericanas
con esa arma absoluta —que, por otra parte, no es
tal—, se necesitarían 20.000 millones de dólares.
Como tampoco los rusos podrían pagarse la
seguridad necesaria para atacar impunemente, la
preocupación primordial de los dirigentes de
Washington y de Moscú no es la búsqueda de una
superioridad estratégica decisiva que pudiera
obligar al adversario a ceder sin combate.
El senador Barry
Goldwater o el mariscal Malinovsky pueden, si les
parece bien, soñar todavía con una política de
fuerza que permita al primero ganar algunos votos
y al segundo elevar la moral de sus soldados; pero
si los dos llegaran a la posición más eminente en
sus respectivos países, no podrían actuar sino
como lo hicieron Kennedy y Kruschev en octubre de
1962 a propósito de Cuba, o en agosto de 1963,
cuando concertaron el tratado antinuclear.
Verificada la
imposibilidad de otra política, no tardó en
manifestarse entre los líderes largo tiempo
indiscutibles de ambos campos una serie de
factores de convergencia que, cada día más
claramente, equilibran las tendencias antagónicas.
Pero la novedad de esta época —la que comienza con
la crisis de Cuba y se afirma con el tratado
antinuclear— es que, tanto en el Este como en el
Oeste, la potencias secundarias —Francia, China—
se rebelaron y descubrieron sus propios factores
de convergencia. Y que en los países de tercera
línea —Grecia, Turquía, Albania, Rumania— comenzó
a gravitar en forma incontrastable la noción a que
alude Time, en su edición del 13 de marzo, cuando
habla de la "Era of Self-Interest" (propio
interés).
"Muchos de los viejos
amigos de USA —escribe el semanario republicano—
ya no llaman a las puertas de este país con la
frecuencia de antes; y cuando lo hacen,
generalmente usan un nuevo tono de voz. Por
designio y por impulso, cada vez más siguen rutas
independientes, con referencia cada vez menor a la
política de USA. A veces —añade irónicamente—
parecen empeñados en desafiar nuestros deseos por
pura perversidad."
Enumera tres causas
para este cambio. Ya ayuda norteamericana vigorizó
la economía de muchos países, ensanchando su
margen de independencia. Los problemas intestinos
del mundo comunista "forzaron a la URSS a ablandar
algunas de sus viejas posiciones de la guerra
fría". Llegó más tarde el tratado anti-nuclear:
"Aunque USA niega que exista una verdadera
coexistencia, la presión que llevaba a las
naciones libres a unirse en busca de protección
¡mutua ha perdido fuerza". El articulista cita una
frase de Joao Augusto de Araújo Castro, canciller
del Brasil ("país que ha causado a USA cualquier
cantidad de dolores de cabeza"): "Con la marcada
relajación en los asuntos internacionales, las
reglas del juego están cambiando, nadie lo duda".
"Bajo las nuevas
reglas —añade Time—, casi todos los países parecen
sentirse libres para contraerse a sus propios
intereses nacionales y hacer de vez en cuando una
reverencia a las obligaciones de la alianza."
Les agravios contra de
Gaulle —que intenta "revivir las glorias de
Francia"— son conocidos: no sólo rehusó firmar el
tratado antinuclear, rechazó el plan
norteamericano para una fuerza multilateral en
Europa, mantiene a Gran Bretaña fuera de la
Comunidad Económica Europea y socava los esfuerzos
de Washington en Vietnam, sino que "en un solo y
atareado día volcó tres platos de potaje hirviendo
en la falda de USA". ¿De qué se trata? Anunció que
está negociando un nuevo y más cuantioso convenio
comercial con la URSS, insinuó que podría
torpedear las negociaciones sobre tarifas (Rueda
Kennedy) y aclaró que se propone respaldar la
admisión de China en la UN.
Por lo demás, el
reciente viaje del presidente francés a México y
el que lo llevará, en el último trimestre del año,
a Río. Buenos Aires, Santiago de Chile y Lima, han
sido interpretados en Washington no con una alarma
exagerada, pero sí con cierta amargura. Dice un
diplomático francés: "Esto dará a nuestros amigos
latinoamericanos una opción distinta, que no sea
la influencia norteamericana o la comunista",..
Durante la guerra fría, sólo se podía elegir entre
Washington y Moscú.
Los volcanes del Sur
Es en América latina,
precisamente, donde los Estados Unidos sufren los
tropiezos más frecuentes.
Cuba. Los Estados
Unidos acaban de disuadir a los voluntariosos
gobiernos venezolano y costarricense de su empeño
de convocar a seis gobiernos de es la región
(Brasil, Bolivia, Chile, México y Uruguay) ante un
tribunal de la OEA para que adopten nuevas
sanciones económicas contra el régimen de Fidel
Castro.
Esa insistencia
acarrea al sistema interamericano más
inconvenientes que satisfacciones. Tales países,
aunque necesitan angustiosamente de fondos
públicos e inversiones norteamericanas —con la
única excepción de México—, han indicado
claramente a Washington que no aceptan trabas en
su política exterior. Así como Gran Bretaña
defiende abiertamente su derecho a vender ómnibus
a Cuba en momentos en que USA vende trigo a la
URSS, el bloque interamericano —puesto que la
guerra fría se ha desvanecido— vuelve a pensar en
sí mismo como un sistema regional autorizado por
la carta de la UN y ya no como una alianza
militar.
Panamá. Después de
haber echado un balde de agua fría sobre la
comisión interamericana que había hallado una
fórmula para reanudar las relaciones entre ambos
gobiernos, el presidente Johnson —impresionada,
sin duda, por la reacción adversa de los círculos
de la OEA— convocó una conferencia de prensa y, en
una declaración unilateral, concedió mucho más de
lo que había rechazado antes ("Estamos dispuestos
a revisar cada una de las cuestiones que ahora nos
dividen y cada problema que el gobierno de Panamá
desee exponer"). También en este caso, una actitud
intransigente corría el riesgo de dividir a la
OEA.
Brasil. Pero, desde
luego, la situación pre-revolucionaria por que
atraviesa el subcontinente brasileño es,
potencialmente, la mayor amenaza contra el sistema
interamericano. Cuba ha pasado de un bloque al
otro y estuvo a punto de provocar una hecatombe
nuclear; aun sin llegar a ese extremo, la
dramática evolución brasileña hacia las posiciones
más radicales del Tercer Mundo arrastraría, sin
duda, a varios países limítrofes, creando las
condiciones para que América latina repita la
sangrienta aventura que llevó a un jefe
guerrillero, en treinta años, de las cuevas de
Yennan a la ciudad imperial de Pekín. Cuando un
país de 75 millones de habitantes —que serán 100
en 1975— entra en revolución nacional, afecta
evidentemente toda la estructura mundial.
El gobierno del señor
Goulart promulgó una ley que restringe la
exportación de utilidades y, por lo tanto, cierra
su país a los capitales extranjeros, sin perjuicio
de presentarse a sus acreedores internacionales
con un pedido de refinanciación que, si no se
concede, acabaría en una moratoria declarada
unilateralmente, con la consiguiente apelación a
la Tesorería soviética. El gobierno de Washington
presiona en favor de la prórroga, sin atender al
hecho de que Goulart, al mismo tiempo, exige al
parlamento la legalidad del partido comunista, en
un acto que muchos norteamericanos deben de
interpretar como una genuina provocación.
El mismo artículo de
Time, refiriéndose a la Alianza para el Progreso,
se decide a soltar la palabra que todos tienen en
mente: fracaso. Y otros órganos de prensa
coinciden en señalar que Washington no tiene una
política latinoamericana, sino que afronta
empíricamente cada problema según se presente. Los
amigos de USA en el continente ya no saben cómo
conducirse, cuáles son las normas, qué le espera a
América latina en la era de la coexistencia. El
self-interest es una expresión que tiene
traducción precisa también en castellano.
En este idioma se
acaba de leer —trasmitido por agencias
norteamericanas— un editorial del diario
falangista Arriba, de Madrid, según el cual "tanto
los detractores como los defensores de la
revolución comunista de Castro pronto tendrán que
reconocer el balance favorable de sus resultados.
La independencia cubana —prosigue— es un hecho, no
importa qué sendero haya tomado la revolución de
Castro, y es también un hecho que los líderes
actuales están haciendo un esfuerzo para hallar
una fórmula más justa para el bienestar común".
Bajo la censura de su gobierno, Arriba puntualiza
aun: "¿Es necesario agregar que la situación de
Cuba antes de Castro no nos satisfacía, y que
siempre habíamos deseado una independencia
efectiva y radical para la isla? Como Cuba es el
último pedazo desprendido del cuerpo de España,
nada cubano puede sernos ajeno".
A menos que USA pueda,
en breve plazo, formular una nueva política
latinoamericana, dentro de la cual quepan
perspectivas de rápido desarrollo para las veinte
repúblicas —el área de mayor crecimiento
demográfico en el mundo entero—, conceptos como
éstos no tardarán en expandirse como el vapor por
todo el continente.
La estrategia del oro
La semana pasada, el
semanario Newsweek informaba: "El secretario de
Comercio, Luther Hodges, lucha abiertamente por
incrementar el comercio norteamericano con la
URSS. Sin incurrir en la entrega de bienes
estratégicos o vinculados con la defensa, Hodges
cree que USA podría colocar allí decenas de
millones de dólares en maquinaria agrícola o
equipos de refinería de petróleo.
"La oposición
parlamentaria a esa expansión comercial
—continuaba— es por ahora puramente verbal; pero
Hodges señala que los aliados de USA comerciaron,
en 1962, por unos 4.700 millones de dólares con el
bloque chino-soviético, mientras que la
participación norteamericana no pasó de 125
millones." Indicaba también que los negociadores
rusos aceptan de buena gana la exigencia
norteamericana de que los embarques de trigo se
hagan en barcos de USA, y que se muestran ansiosos
de explorar nuevas posibilidades comerciales.
El fin de la guerra
fría, si ha relajado la disciplina entre los
miembros del mundo libre, favoreció, en la URSS y
en los demás países socialistas, la formación de
un ávido mercado interno que, a su vez, coacciona
a los planificadores estatales para que limiten
los gastos militares y aun las enormes inversiones
que antes insumía la industria pesada. La
obligación en que el Kremlin se encuentra, de
comprar cereales en el exterior, no sería tan
grave si sólo le costara una cuantiosa erogación
de divisas. Pero, además, revela que la
agricultura soviética, 47 años después de la
revolución de octubre, es el punto vulnerable del
sistema; y así como bajo el imperio de la fuerza
ella subsidió la creación de la industria, sin
consideración alguna de rentabilidad, ésta es la
que ahora se ve en la necesidad de subsidiar a la
agricultura, que produce a pérdida. Después de
haber experimentado en Kazakstan la inconveniencia
de los cultivos extensivos —que empobrecen
pavorosamente los suelos— Kruschev preconiza ahora
lo contrario, y otorga la primera prioridad
(42.000 millones de rublos de aquí a 1970, contra
5.300 en el anterior plan quinquenal) a la
industria química para corregir el déficit de
fertilizantes que padece la URSS, donde su uso por
hectárea no llega a un cuarto de los abonos que
emplean los Estados Unidos.
Para acometer ese
esfuerzo, Kruschev debió renunciar a la carrera a
la Luna, otorgar con parsimonia sus créditos al
Tercer Mundo y aun hacerse el sordo cuando los
militares le presentan sus cuentas. Según él,
gastar más en armamento es, para la URSS, la peor
manera de reforzar su poderío. Por otra parte, las
compras soviéticas de trigo comportan una lección
aún más sugestiva. En otra época, Stalin, ante una
mala cosecha, comprimía el consumo por la fuerza.
Que esta vez su sucesor haya optado por acudir a
los países capitalistas, es una prueba de que ya
no puede refrenar las demandas del pueblo ruso.
Pero, en realidad, no se necesitaba esta prueba
adicional para saber que la aspiración al
bienestar —y, por lo tanto, a la paz— es general
en la URSS, donde las exhortaciones chinas a la
austeridad y al fervor revolucionario tienen menos
posibilidades de ser escuchadas que en algunos
países capitalistas.
Quienes supongan que
los críticos del presidente Johnson —demócratas o
republicanos— aprovecharán a fondo, en la
inminente campaña electoral, el terna de las
ventas de trigo, perderían ciertamente su apuesta.
USA no encuentra nuevos mercados; sólo los de
África y América latina, subsidiados por
Washington. Los mercados del Este constituyen, tal
vez, un espejismo: ni Rusia ni China ni los países
de Europa central o balcánica están en condiciones
de asegurarse líneas permanentes de exportaciones,
única forma en que podrían sufragar las valiosas
compras que esos países proponen. Pero en esta
emergencia los negociadores comunistas pagan en
dólares y en libras, cuando no en oro. No es un
secreto que relucientes cargamentos de oro han
preservado a la libra esterlina de una
depreciación galopante, que ello contribuyó
indirectamente a sostener el curso del dólar, y
que de Gaulle, cuando mira hacia Moscú y Pekín,
cede también a la áurea seducción, la cual no
tiene nada de espejismo.
Si el trigo
norteamericano alivia la presión del pueblo ruso
sobre el Kremlin, el oro soviético garantiza las
monedas occidentales y aplaza, tal vez por alguna
década, ese derrumbe del capitalismo que mecía los
ensueños de Marx y que aún, de tarde en tarde,
embriaga a los oyentes aldeanos de Nikita
Kruschev.
En política, los
hechos consumados tienen la última palabra.
Ninguna fuerza en el mundo podría mover un hito en
los accesos a Berlín, en el paralelo 38 de Corea o
en el paralelo 17 del Vietnam. La coexistencia
tiene un contenido negativo: es un pacto para no
hacer estallar el planeta. Pero he aquí que, en el
orden económico, tareas concretas se ofrecen a los
gobiernos. Hacia ese campo se desplaza la
coexistencia para superarse a sí misma y
transformarse en clave del futuro.
En Ginebra, desde la
semana pasada, delegaciones de 122 naciones están
haciendo un esfuerzo supremo para transformar, por
decisiones políticas, la estructura del comercio
mundial. Los señores Luther Hodges, ministro de
Comercio norteamericano, y Nikolai Patolichev, su
colega soviético, son apenas dos de los 122 jefes
de delegación que deliberan a orillas del lago
Leman. No hay duda de que ambos entienden bien la
noción del self-interest; pero si no entendieran
también que tienen un interés común en detener la
rodada del Tercer Mundo por la pendiente del
subdesarrollo, tal vez comprobarían un día que no
sólo por la bomba H puede el mundo caer en la
cólera, en el espanto y en la muerte.
PRIMERA PLANA
31 de marzo de 1964
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