Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

América
El salto mortal de Chile
El viernes pasado, todo el mundo volvió sus ojos hacia un fragmento de América del Sur: en la tarde de ese día gris, nublado, algunos bocinazos en el tradicional Paseo Alameda —inusitadamente solitario— anunciaron que el pecho de Eduardo Frei, un abogado chileno de 55 años, padre de 7 hijos, ceñirá, exactamente dentro de dos meses, la banda presidencial de su país. Después de la victoria, llevado por los brazos de sus partidarios hasta la sede demócrata cristiana, en el barrio Santa Lucía, el hombre recién elegido por mayoría absoluta dio libre curso a su emoción: "Seré fiel, no lo duden —dijo—, a esa generación sacrificada"
Frei estaba aludiendo a todo un bloque de intelectuales Católicos de izquierda, empeñado desde hace 30 años en dar a Chile un gobierno activo, que comprendiese los dolores del pueblo y estuviese impregnado del ideal iberoamericano de hermandad. Es probable que Frei sea el primer presidente que aplique, en esta parte del mundo, la "apertura a sinistra", acuñada ya por los democristianos de Italia durante el pontificado de Juan XXIII. Sin mayoría propia en las Cámaras, y a seis meses de una elección que renovará el Parlamento —donde los conservadores son ahora mayoría—, Frei se enfrenta desde ya a la disyuntiva de formar gabinete con la derecha (liberales, radicales) o con su derrotado del viernes, Salvador Allende. Un enviado de PRIMERA PLANA, Fernando Mas, que en junio auscultó en Chile la puja política, regresó para observar la última semana del proceso electoral He aquí el informe remitido desde Santiago:

En Chile —uno de los pocos países latinoamericanos que comparte con Uruguay el curioso destino de ser una democracia estable—, no hay hombre o mujer que, cada seis años, no esté convencido de que su voto abre las puertas a un cambio. Es eso, cambio, lo que la inmensa mayoría del pueblo reclama desde hace más de un cuarto de siglo. Sin embargo, ninguna metamorfosis se produjo hasta ahora, y el pueblo tuvo que debatirse continuamente entre la frustración y el miedo, entre la miseria y la desesperanza.
En 1939, el país tuvo un comienzo de gobierno popular con Pedro Aguirre Cerda, y no fue casualidad que entonces se quebrara la continuidad institucional y el presidente acabara derribado. En 1946, Gabriel González Videla también constituyó una esperanza. Pero nada más que una esperanza, porque el hombre que llegó al Palacio de la Moneda enancado en un movimiento de masas, prefirió aliarse con la derecha. Luego vinieron Carlos Ibáñez y Jorge Alessandri, un ex dictador y un solterón de la rancia oligarquía, radical el primero, independiente el otro. Ambos compartieron el mérito de trazar sus campañas y sus gobiernos únicamente sobre la base de su prestigio personal. Al irse, Ibáñez dejó a la república con los mismos problemas con los cuales la había recibido. Alessandri —de quien se afirma que hoy sería reelecto, si la Constitución lo permitiera— no haría sino repetir la historia.
Claro que, de alguna manera, la historia no se repitió en este caso. Nunca quizá como ahora, el pueblo chileno tuvo la seguridad de que había llegado el momento crucial que esperaba. Nunca quizá como ahora se sintió en el papel del trapecista obligado a dar su salto mortal: necesitó elegir entre lanzarse, sin recaudos, a lo imprevisible, o crear una red, tenderla como garantía del salto, pero no de la muerte. Optó por la segunda solución.

La hora de la definición
Desde hace meses, al mundo entero se le presentan los comicios del viernes como disyuntiva entre las fuerzas de inspiración comunista y las que responden a Occidente. Sobre el alargado mapa chileno se volcaron todos los esquemas en vigencia durante la Guerra Fría. Votar por Allende, era votar por Moscú; votar por Frei, era votar por la democracia. Así lo habían decidido los corresponsales extranjeros de habla inglesa, las agencias noticiosas, la propaganda de las organizaciones anticomunistas. Así lo habían querido, inclusive, algunos sectores chilenos. Y así se presentó la situación para un alto porcentaje de electores.
Sin embargo, sería inexacto decir que la batalla se libró entre derecha e izquierda, o que el dilema fue solamente democracia o comunismo. Hasta que, en marzo pasado, el plebiscito de Curicó (ver PRIMERA PLANA, número 72) dejó, frente a frente, a la Democracia Cristiana y al marxismo, sus objetivos eran, básicamente, los mismos: realizar una revolución económica y social que cambiase el rostro de Chile. Salvador Allende y Eduardo Frei son hombres sobresalientes que podrían muy bien haberse repartido las responsabilidades de un gobierno.
Pero Curicó varió fundamentalmente el panorama político, inauguró inusitadas perspectivas electorales, torció bruscamente las líneas de fuerzas, y el resultado fue una polarización que inevitablemente endureció las posiciones. Desde entonces, la campaña freísta se fue tiñendo, día a día, con el tinte del anticomunismo negativo, y a pesar de la inquietud personal del candidato y de los dirigentes del PDC, la fabulosa maquinaria propagandística puesta en marcha no modificó en un ápice su tónica [Repitamos el triunfo del mundial: Chile (Frei) 2, Rusia (Allende) 1, gritaba uno de sus afiches menos agresivos]; desde entonces, el allendismo se abalanzó sobre un país atosigado por las pasiones, con viejas tretas, tácticas arcaicas, retórica sin fundamento (el poeta Pablo Neruda aludió a "la propaganda totalitaria de tipo hitleriano, pagada por la embajada norteamericana", de Frei),
Hay constancia de que unos y otros lo lamentan. "Esto es lo peor que podría haber pasado", le dijo Augusto Olivares, cerebro periodístico de Allende, a Rodomiro Tomic, jefe virtual de la poderosa ala izquierdista del PDC. Tomic asintió. Para él y para muchos de sus camaradas, en Chile se daba una posibilidad única en Latinoamérica: una Democracia Cristiana fuerte y una izquierda poderosa que, juntas, habrían podido terminar con la derecha y ejecutar un programa común de transformación de las estructuras económicas y sociales.
Pero esto resultó pura teoría y expresión de deseos, y las circunstancias se encargaron de que las cosas fueran distintas. En primer lugar, Allende no previo —o no calibró bien— el crecimiento impetuoso que, en los últimos tres años, convirtió a la Democracia Cristiana de Frei en el primer partido del país. Por otra parte, un entendimiento de índole electoral con ella le hubiera obligado a terminar con su vieja alianza con los comunistas, los únicos que hoy le ofrecían una posibilidad concreta de llegar al poder.
Y, finalmente, ambas agrupaciones poseían candidatos propios de gran estatura personal y política, y en el caso de un hombre como Allende, que se presenta por tercera vez ("Mi hobby es ser candidato", señaló con humor ante las cámaras de televisión), es evidente su ambición por coronar una exitosa carrera proselitista de treinta años. En 1952, salió tercero; en 1958, segundo, y entonces vio cómo la irrupción en el escenario político de un personaje ridículo le quitaba el triunfo de las manos (el "cura" de Catapilco, un sacerdote que había abandonado los hábitos, consiguió en aquella oportunidad los 50.000 votos que seguramente habrían consagrado al candidato del FRAP). Allende es ambicioso, pero no un líder natural. Es un hombre hecho a pulso, elevado por sobre sus compañeros nada más que gracias a su capacidad y a su tesón, no a su condición de caudillo de masas. Frei, que es un intelectual, tiene un carisma y una influencia sobre las masas mucho mayores. En el caso de Allende, pues, se daba la circunstancia de que si no ganaba ya, difícilmente pueda intentarlo con éxito mañana.
Claro que no todo lo hicieron las circunstancias, Chile se polarizó alrededor de movimientos y figuras cuyas concepciones ideológicas son, sí, diferentes. Chile busca una solución a problemas angustiosos, y en esto sigue fielmente el camino de todas las comunidades políticas latinoamericanas, todas las cuales han fracasado al intentar vías de desarrollo y transformación distintas de las adoptadas por Fidel Castro, el único que, desde 1959, se brinda al continente como modelo. Contra esta perspectiva histórica se desarrolló el drama chileno. Chile refleja actualmente mejor que ningún otro país el dilema del hemisferio, al tener que resolverse a tomar caminos tan distintos y, al mismo tiempo, tan definitivos. No cabe duda de que la decisión de cambio de este pueblo es la respuesta a esa profunda inquietud general que un periodista sintetizó así en Santiago: "América espera otro modelo."
El modelo podía ser marxista o demócrata cristiano, una revolución a la cubana pero sin sangre, sin paredón; o una revolución en libertad, con todas las garantías para el individuo. Eduardo Frei tendré a su cargo el experimento.

La cara de la desgracia
Frei comenzó su campaña un año y medio atrás, y ha recorrido el país, de extremo a extremo, una docena de veces. En junio pasado, cuando PRIMERA PLANA lo entrevistó, ya parecía un hombre agotado. Dos meses y medio después, sorprende comprobar que sus energías son inagotables. Estuvo enfermo, pronunció miles de discursos, habló con intelectuales, obreros, campesinos, niños, mujeres, periodistas, mineros. Hace tres semanas, su hermana Irene, su más importante colaboradora, murió trágicamente cuando se dirigía a un acto político en si que él la esperaba. Iba en un pequeño Citroën y se encontró, de pronto, con un camión. Falleció en diez minutos.
Frei desesperó. "Yo tengo la culpa, yo soy responsable de su muerte", se habría lamentado, agobiado por el dolor. Irene era una mujer excepcional, una trabajadora incansable, dedicada con alma y vida a su misión social (hospitales, guarderías infantiles). Candidata a regidora (concejal), reunió sin proponérselo los votos necesarios para alcanzar una senaduría.
Su deceso fue como un presagio. "A esta larga campaña tan cargada de sorpresas desde que se inició con un Frente Democrático desafiante y luego disuelto, le faltaba la majestad dolorosa de una muerte de jerarquía, como aquella de Don Raúl Marín Balmaceda", escribió el semanario Ercilla.
Balmaceda expiró repentinamente, en agosto de 1957, mientras pronunciaba un mensaje en apoyo de la candidatura de Jorge Alessandri. Su desaparición impresionó profundamente a 4 sus compañeros conservadores, y el partido no dudó en respaldar a quien luego sería presidente. Una muerte selló, así, el destino chileno. Esta vez posiblemente se reeditó esa dura señal. El pueblo de Chile quedó sobrecogido con la muerte de Irene Frei. A partir de ese instante, los ánimos se calmaron y el país consiguió llegar a las elecciones sin que se produjese el desborde de violencia que muchos temían. Irene trajo la paz. Salvador Allende y Julio Durán (el candidato radical) volvieron a abrazarse con el viejo amigo; los dirigentes de los partidos ordenaron que cesara la guerra. Pero la campaña de Frei quedó desquiciada por el momento. Los actos se suspendieron, los demócratas cristianos se inquietaron por su salud y su presencia de ánimo. El martes 1º a tres días de los comicios, Eduardo Frei hizo su entrada triunfal en Santiago, en el último acto de la campaña. Fue algo patético.
Frei y su familia (esposa y cinco de sus siete hijos) vestían de negro sobre el Carro de la Victoria, un escenario gigantesco sobre ruedas, de cinco metros de altura, que necesitó una hora y media para recorrer las nueve cuadras que separaban la estación de ferrocarril del palco donde esperaban políticos y periodistas. Ese día, Santiago presenció el acto de masas más imponente de la historia chilena.
Trescientas mil personas —más, tal vez— recibieron a Frei. Por momentos, la multitud se tornó involuntariamente amenazadora y estuvo a punto de provocar una catástrofe. Hubo decenas de desmayados, heridos y un parto prematuro. "¡Fantastic!", exclamó Gavin Scott, corresponsal del semanario neoyorquino Time en el Cono Sur. No cabe duda de que la multitud que atiborró 18 cuadras de la Alameda repitió el fenómeno de la fidelidad popular a un caudillo. En esos momentos, la candidatura de Allende pareció comenzar a derrumbarse.

El fin del principio
Pero si bien Santiago iba a votar aún bajo la impresión de esa demostración de fuerza, Salvador Allende no perdía sus esperanzas. El se adjudicaba, lógicamente, los pronósticos más halagüeños. La encuesta que publicaron sus diarios afirmaba que, como mínimo, obtendría el 51,1 por ciento de los votos, aunque todos los sondeos daban la victoria al PDC por un margen holgado. Conviene recordar que Allende, un abanderado popular, contó con el respaldo de medio país, y tuvo a su lado una organización política y una maquinaria electoral que sólo el dinamismo de la joven Democracia Cristiana logró igualar.
A Salvador Allende lo apoyaron su partido —el Socialista— y el comunismo, pero también consiguió que hombres de todas las filas se le unieran, y esto debe anotarse como uno de sus mejores triunfos. Allende, políticamente, pertenece a la izquierda, pero no se deja encasillar ideológicamente. "He repetido hasta el cansancio que no soy marxista", afirma. Es verdad; y ello no sólo le permite ir del brazo de izquierdistas radicales que abandonaron su partido para promoverlo, sino también auspiciar la creación de comités de "católicos allendistas" y abrir sus brazos, gozoso, a Gregorio Amunátegui, senador liberal derechista, uno de los exponentes más típicos de la alta burguesía.
Hay una explicación: Allende, desde un comienzo, tuvo su punto débil en su presunta o eventual afiliación comunista. ¿Cómo convencer a la opinión pública de que aquí, en Chile, no resurgiría la experiencia castrista, que se mantendrían los derechos del ciudadano, que se respetaría la libertad de cultos? Tarea difícil; esta inquietud angustiante del candidato del FRAP explica que ninguna de sus huestes saliese a la calle, hace semanas, cuando el presidente Alessandri rompió relaciones con Cuba.
La polarización de la lucha electoral colocó a ambos candidatos en situaciones parecidas. Hoy, en tanto algunos sectores recelan de las reformas que Eduardo Frei introducirá desde su gobierno (en la conferencia del miércoles 2, los periodistas norteamericanos redundaron con preguntas sobre la nacionalización del cobre, las relaciones con el mundo comunista, la denuncia de pactos militares, etc.), muchos observadores se preguntan hasta qué punto la derecha no ha conseguido comprometer al líder demócrata cristiano para el futuro. Sin el control del parlamento, ¿no se verá obligado a negociar cada una de sus medidas? "Sólo aceptaremos en el gobierno la colaboración de aquellos dispuestos a que se realice la revolución demócrata cristiana", aclaró enfáticamente Rafael Gamucio, dirigente de primera línea del PDC.
Sin embargo, las dudas subsisten. En junio, Frei no contestó el cuestionario escrito que PRIMERA PLANA le sometió. "Como usted comprenderá —expresó entonces al enviado especial— sus preguntas son muy delicadas y debemos estudiarlas con mucho cuidado." Actitud comprensible, sobre todo conociendo la prudencia y el extremado tino político de Frei. Pero ello no obsta. Cuando, hace dos años, el PDC invitó a Robert Kennedy a tomar parte de un congreso mundial demócrata cristiano que se realizaba en Santiago, el hermano del presidente norteamericano concurrió: era una prueba palpable de la enorme afinidad política que unía a los demócratas cristianos de América latina con el equipo de la Nueva Frontera. Frei, Tomic y los principales dirigentes del PDC solían desayunar en la Casa Blanca, invitados por John Kennedy. ¿Cómo piensa ahora realizar su revolución un movimiento político de izquierda (aunque sea democrática) sin Kennedy en el poder? ¿Cómo piensa que podrá hacerlo si gana Barry Goldwater las elecciones de noviembre próximo?
Con Frei en el Palacio de la Moneda —y con Allende hubiera sido igual —, la derecha sale políticamente liquidada de esta campaña, y con pocas esperanzas de mantener sus privilegios económicos. De los radicales, podría decirse otro tanto. Es muy probable que, de aquí en adelante, se mantenga a la población atenaceada entre las dos opciones que se le presentaron él viernes y que son las que se van concretando en varios rincones del hemisferio. Chile no aspira a obtener soluciones a medias.
"Este pueblo —exclamaba Frei—no está dispuesto a esperar mucho más." Y coincidía con su rival. También coincidían en una premisa: "Todo esto no termina el 4 de setiembre. Empieza el 4 de setiembre."
PRIMERA PLANA
8 de setiembre de 1964

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