Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Para una historia de espías
por el CAMARADA X
El terrible mal de Pepita Guerrero

Su vida fué tan delictuosa como la de otros espías, pero su mal fué bien explotado, al parecer, por el servicio de espionaje norteamericano en las islas Filipinas.

LOS norteamericanos figuran en este mundo como descubridores, además de otras cosas terribles, de ese mal perfeccionado que se llama propaganda, y que sirve entre ellos tanto para vender automóviles o mojarritas envasadas y con anzuelo, como para demostrar que el señor Truman tuvo la colección de sombreros más completa que pueda esperarse en un presidente de sus caracteres democráticos, cuando no sirve ella para traficar con el sentimiento de los que por cualquier motivo son tocados en su corazón por los medios de propaganda.
Así ellos han publicado la mejor fotografía de la pobrecita niña muerta por un automóvil en el preciso momento en que su padre alza entre lágrimas el pequeño cadáver. Ellos nos han inundado de llanto las mejores horas del cine, y nos han mostrado la maraña de huesudos huéspedes en los campos de concentración. Ellos han formado el trust del tráfico negro de la desdicha en sus películas de postguerra, o nos han, entregado, a través del Collier's, una supuesta invasión a Rusia, con una bomba atómica sobre Moscú y un final de tercer acto con Ocupied Zone, digno de sus fuerza de liberación envasadas en las latas de Hollywood.
Ellos, que parecen gozar con el sufrimiento de los demás, nos contaron una vez la historia de espías como Pepita, la guerrillera. No nos animamos a transcribirla en la letra del despiadado Thomas M. Johnson, que hizo con perfecto sentido publicitario un elogio estupendo de la lepra de Josefina Guerrero, espía al servicio de los norteamericanos en las Filipinas. No sólo del mal de Hansen de Pepita se ocupó el autor, sino también de establecer claramente la desdicha de su hijita de doce años, que la valiente espía no vería hasta el día de su cura total. Pero Pepita era amante de la estatua de la Libertad, y la lepra es lo de menos en estos casos.
La interesada versión de los norteamericanos explica que la diminuta e infeliz Josefina Guerrero llevaba un día impreso en las espaldas un mapa de las fortificaciones japonesas al norte de Manila y debió pasar por entre las líneas niponas con su peligrosa carga. Pero, ¡oh maravilloso descubrimiento de Hansen!, ella pronunció la palabra mágica, mostró las manchas que evidenciaban su mal en el pronunciado descote y no hubo japonés capaz de revisar su mochila.
Luego de ese éxito de la guerrillera de Manila, vieron ellos, los inteligentes del servicio secreto, que la joven era capaz de mantener a distancia a cualquier enemigo desprevenido. Así fué que en cierta ocasión y después de una disputa callejera en la que demostró gran valentía, Pepita fué llamada por una amiga para integrar un grupo de la resistencia filipina. Contó e la amiga que su organización estaba enviando informes al general Mac Arthur, quien se hallaba en Australia, para ayudarlo a planear la liberación de las islas.
Josefina Guerrero, que a los veintidós años apenas se había casado con un médico del que llevaba aquel apellido, que había sido tuberculosa en su primera edad, que más tarde, ya madre, había amanecido un día presentando el mal de Hansen, no creyó ser lo suficientemente fuerte como para afrontar aquel trabajo que iban a encomendarle. Pero en la historia de espías hay toda clase de historias, y esta de Pepita habría de tener un comienzo bien simple y por demás alentador. Por primera vez debía solamente espiar, para ello era espía, a través de una persiana todos los movimientos de un cuartel japonés que quedaba, por una de esas extrañas coincidencias del espionaje, justamente enfrente de su casa.
Tomó sus notas en un cuaderno y luego firmó un contrato. Dicen que en él juraba guardar secreto y lealtad. Después le puso un titulo: GUERRA SILENCIOSA, y siguió adelante.
Esa guerra debió seguir durante un largo período de tres años, en que la guerrillera salió de tras las persianas y se dedicó a otras labores algo más duras que la de contar soldados.
Los norteamericanas habrían de utilizarla muy bien, aunque luego lo contaron muy mal y creyeron que nos habíamos tragado la dorada píldora de su versión condensada en las páginas del Readers Digest.
Aquello de la canasta de manzanas con mensajes cifrados en el lugar en que suelen estar los gusanos, que llevada al brazo por la eficaz Pepita iba a despertar el apetito de un guardián nipón, tan infeliz el pobre que sólo dejó, por una casualidad muy cinematográfica, las frutas con doble fondo, no cuaja muy dentro de lo que verdaderamente pueda haber ocurrido, si pensamos que el mal de la guerrillera, visible ya, como explica la crónica, le permitía filtrarse entre los asqueados japoneses.
Parece ser que el poco adelantado espionaje yanqui en las Filipinas se valía aun por aquellos años, según los datos de la postguerra, de tan simples procedimientos como el de los zuecos con receptáculo para mensajes o las trenzas postizas con moño de colores, y entre los colores del moño el mapa de una fortificación. Lo cierto es que Josefina Guerrero hizo su papel. Representó bien su tragedia y sirvió, con su bien desarrollada inteligencia, a destruir material bélico y llevar mensajes dentro de su bien dotado meollo, ya que, dueña de una memoria extraordinaria, o valiéndose de algún sistema menos infantil que aquel de las manzanas, proporcionó a Mac Arthur inestimables datos que apresuraron en gran parte los acontecimientos de 1945. Ella pudo desarrollar su actividad pese a la probada eficacia del Kempey Tai, servicio de contraespionaje japonés, hasta cuyos miembros llegaron aquellas hojas impresas en mimeógrafo en las que se anticipaba la liberación, y que habían sido servidas en bandeja de plata por la enferma mensajerita.
Se cuenta que por los días desesperantes del desembarco en Luzón, ella sola, andando en medio de la noche, con su escaso peso, y su carga de documentos peligrosísimos, puso en contacto dos regimientos aislados nada menos que por una carretera minada por los japoneses. Ello evidencia el entusiasmo de Josefina Guerrero, que si bien no ha tenido una instrucción muy perfecta en estas cosas del espionaje, ha sabido, sí, demostrar un coraje un tanto alevoso o desesperado, próximo al suicidio, cercano a la meta ansiada de un mal implacable y asqueroso.
Terminada la guerra, la diminuta espía fué a dar de narices a un miserable leprosario de Manila. Desde allí reclamó a gritos el pago de sus trabajos. Sólo fué oída por Aurora Quezón, hija del entonces presidente de la República. Aurora se ocupó de dar a la prensa los antecedentes de la enferma y las condiciones de vida en el leprosario de Tala. Valiéndose de algunas amistades llegó a interesar al gobierno de los Estados Unidos. De allí en adelante se hicieron gestiones en favor de Pepita, y poco después se le concedía un desfachatado permiso para intentar su cura en una clínica de Carville.
A estar siempre a las crónicas interesadas de sus benefactores, ella está ahora perfectamente curada, lo que prueba la superioridad de los especialistas de Carville, y demuestra una vez más que en el campo del espionaje todo es material gastable. Incluso la lepra, sobre todo cuando se trata de la lepra de un hijo de Manila.
Revista PBT 29.05.1953

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