Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

El pimpinela escarlata en el Vaticano
El mes próximo, las librerías de París pondrán en circulación un título promisorio: "L'Espion du Pape". Por lo pronto, la versión inglesa — "Scarlet Pimpemel of the Vatican"—, escrita por el periodista Joseph Peter Gallagher, constituye un sólido best-seller, y no menos de diez productores cinematográficos de Europa y los Estados Unidos se disputan sus derechos para trasladado a la pantalla. El libro cuenta la historia de un hombre que, durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, manejó una organización de ayuda a los prófugos de los campos de concentración nazis. Ese hombre era monseñor Hugh O'Flaherty, y su organización funcionaba en la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Ex boxeador, excelente jugador de golf, huésped apreciado de la aristocracia romana, reunía todos tos atributos para convertirse en una leyenda viva, en uno de los más molestos enemigos de la Gestapo. Siendo miembro de la Congregación del Santo Oficio, a los 46 años, O'Flaherty aprovechó la inmunidad que le otorgaba el neutralismo de la Santa Sede para desarrollar una labor a menudo cuestionada por sus pares. El relato que sigue, ofrecido por primera vez en castellano, es una síntesis del trabajo del periodista Gallagher, y esboza las más arriesgadas peripecias de este príncipe de la Iglesia, fallecido en 1963.

Una fría mañana de marzo de 1944, un enorme automóvil negro se detuvo frente a la basílica de San Pedro, junto a la blanca línea de demarcación que separa al Estado del Vaticano de Roma. Cuatro paracaidistas alemanes armados de metralletas ¡montaban guardia. Del vehículo descendieron dos hombres enfundados en impermeables negros y el propio coronel Kappler, jefe de las S. S. de Roma.
—Obsérvenlo bien; es aquél.
Y el jerarca nazi señaló la alta figura de un prelado de negras vestiduras, con ornamentos rojos, parado sobre las escalinatas del templo. Los dos esbirros, a pesar de a distancia de 300 metros, trataron de no perder detalle de la peculiar fisonomía de monseñor O'Flaherty. Kappler les explicó detalladamente su desesperado plan: "Mañana, ustedes asistirán a la misa en San Pedro. Habrá mucha gente y pasarán inadvertidos. Al salir, se colocarán junto a O'Flaherty y cuando descienda las escalinatas lo tomarán de ambos brazos y lo arrastrarán hacia la línea de demarcación. Una vez fuera de los límites del Vaticano, lo conducirán hasta una de las calles laterales y lo dejarán en libertad. El cura echará a correr y nuestros guardias lo ametrallarán como a cualquier prófugo sospechoso. No podemos correr más riesgos. No lo queremos vivo. . .
Esa misma noche, un pequeño hombrecillo de grueso abdomen, vestido con un saco negro, pantalón gris, cuello palomita y corbata oscura, advertía al prelado:
—Monseñor, nuestros informes nos han enterado de que el coronel
Kappler abriga contra usted propósitos sumamente descorteses. Sencillamente, pretende secuestrarlo. Por uno o dos días, usted no tendría que aparecer en las escalinatas. . .
El pequeño hombrecillo era John May, mayordomo de Sir Francis Godolphin d'Arcy Osborne, ministro de Gran Bretaña ante el Vaticano.
Al día siguiente, dos hombres enfundados en impermeables negros, que hipócritamente simulaban seguir la misa en la capilla de La Piedad, una de las tantas naves de San Pedro, se dieron vuelta al sentir unas palmadas sobre sus espaldas. Cuatro robustos guardias suizos los rodearon e invitaron a salir. Pasaron junto a monseñor O' Flaherty, quien levantó por un instante la vista de su breviario, mientras una expresión burlona asomó en sus ojos azules. Una vez pasado el límite, los dos agentes nazis fueron conducidos a una calle lateral, donde se hizo cargo de ellos un "comité de recepción" integrado por prófugos yugoslavos. Magullados y humillados, comunicaron poco después el fracaso de su misión al enfurecido Kappler.
Este fue sólo uno de los tantos intentos que realizó el jefe de las S. S. para acabar con las actividades de monseñor O'Flaherty, pero ninguno dio resultado. El prelado continuó paseando por las escalinatas de San Pedro y su organización funcionó hasta el fin de la guerra.

¡ABAJO INGLATERRA!
Hugh Joseph O'Flaherty, nacido en Killarney, en el condado irlandés de Kerry el 28 de febrero de 1898, era el mayor entre cuatro hermanos, tres varones y una niña. Decidido a ser cura, ingresó a la escuela apostólica del Sagrado Corazón, más conocida como Mungret College, en Limerick, pero descolló más en las disciplinas atléticas que en los estudios. Se convirtió en un consumado golfista, en un temible boxeador y en un eficaz jugador de handball y hockey.
Desde pequeño simpatizó ardientemente con la causa de la independencia irlandesa y una vez se lo escuchó gritar en el refectorio del colegio: "Lástima que los alemanes no hayan ganado la última guerra, así habríamos podido ver a Lloyd George y todos los ministros ingleses colgados de los faroles de Whitehair. Este antibritánico furioso, animado por un odio apasionado, fue años más tarde el que salvó a millares de prisioneros ingleses de las garras alemanas.
Ordenado en 1925,ocupó al poco tiempo el cargo de vicerrector del Colegio de la Propaganda, en Roma, una situación extraordinariamente elevada para un sacerdote de 28 años. Fue también el primer irlandés que tuvo un puesto tan alto en el Vaticano. En enero de 1938, después de cumplir varias misiones especiales en Africa, Haití y los países de Europa Central, fue llamado a Roma e incorporado a la Congregación del Santo Oficio, organismo que desciende en línea directa de la Inquisición y qué sigue siendo, bajo la autoridad del Papa, el árbitro supremo en cuestiones de fe y moral. El cuerpo estaba dirigido por el cardenal Ottaviani, considerado como uno de los más estrictos príncipes de la Iglesia, pero que siempre tuvo en alta estima al exuberante y anticonformista irlandés. O'Flaherty supo granjearse rápidamente la simpatía de las personalidades más destacadas de Roma y en los links del Golf Club se lo veía en compañía de princesas, duques, ministros, funcionarios, diplomáticos extranjeros, militares.

AYUDA PARA PRISIONEROS
Cuando Italia entró en la Segunda Guerra, en junio de 1940, el Papa Pío XII se apresuró a construir refugios antiaéreos, guardar los objetos de arte y manuscritos en cajas fuertes y tratar por todos los ¡medios de preservar la neutralidad del Vaticano. Asimismo, organizó una red de agentes por toda Europa, para que se ocuparan de la situación de los prisioneros de guerra, los refugiados, los deportados y las otras víctimas del conflicto. En 1941, el enérgico O'Flaherty fue designado para visitar los campamentos de prisioneros británicos en Grecia, Creta y Africa. Logró tener contacto, así, con centenares de soldados, marineros y aviadores, cuyo paradero era generalmente desconocido para las propias familias. El prelado transmitió sus mensajes y se convirtió en un verdadero Corriere di Dio, el correo de Dios.
De regreso en el Vaticano, los acontecimientos lo llevaron nuevamente a la acción. Los aliados desembarcaron en Africa del Norte en noviembre de 1942, y la guerra se fue aproximando a Roma. Alemanes y fascistas intensificaron la persecución de personas "peligrosas", judíos y antifascistas. Al mismo tiempo, centenares de prisioneros aliados, fugitivos, comenzaron a buscar asilo en Roma. Allí, trataban de llegar generalmente a la embajada británica. Otros se dirigían a la legación suiza, y un gran número, finalmente, se acogía en la basílica de San Pedro al tradicional derecho de asilo eclesiástico.
Puede decirse que el primer grupo de catorce prisioneros ingleses rechazados por los guardias suizos del Vaticano fue el origen de la particular actuación de monseñor O'Flaherty. Admitidos por un monje del convento de Santa Mónica, éste solicitó la ayuda del prelado irlandés, quien de inmediato concibió la idea de ocultarlos en un abandonado cuartel de los carabineros italianos. Allí permanecieron hasta la ocupación de Roma por los alemanes, el 14 de setiembre de 1943. Después de esa fecha, la ciudad se vio inundada de prisioneros provenientes de todos los campamentos abandonados por los italianos, y monseñor O'Flaherty resolvió crear una organización clandestina para albergarlos y ocultarlos.

"HABLE CON MI MAYORDOMO..."
Para hacerlo, se necesitaba ayuda, y la primera persona a la que recurrió el prelado fue el propio embajador de Gran Bretaña, sir Francis Godolphin d'Arcy Osborne. Elegante, reservado, hombre de la vieja escuela de diplomáticos, no quiso comprometerse personalmente. Pero le dio un "consejo": "Vea a mi mayordomo. Me asombraría que no obtuviese usted algún resultado satisfactorio.
Poco después, entre el prelado irlandés y el pequeño mayordomo inglés de acento "cockney" quedaron sentadas las bases de la organización. John May era algo más que un simple mayordomo de embajada, y gracias a su habilidad y a sus "amigos", la red quedó tendida. En octubre de 1943, centenares de personas conocían las actividades de la organización. Los representantes diplomáticos franceses, polacos, yugoslavos y norteamericanos solicitaban su ayuda, y todas las personas enteradas se maravillaban de la audacia de monseñor O'Flaherty, quien parecía ignorar el significado de la palabra "peligro".
Entre las distintas personas que prestaron su ayuda a la organización, se destacó madame Henrietta Chevalier, viuda de un maltés, que ocupaba un departamento en Vía del Impero Nº 12, junto con sus seis hijas y sus dos hijos. Los pequeños cuartos se convirtieron en albergue de tránsito de todos los refugiados, . hasta que podían ser trasladados a un escondite permanente. Cientos de hombres pasaron por la casa de ¡madame Chevalier. John May se ocupaba de suministrarles alimentos y el portero del edificio, junto con su mujer, organizaron un eficaz sistema de alarma para prevenir cualquier allanamiento por parte de la Gestapo. En cuanto a los alojamientos permanentes, O'Flaherty logró la colaboración de conspicuos miembros de la sociedad romana. Varios departamentos en plena zona céntrica, algunos linderos con el cuartel general de los S. S., fueron centros de albergue. Otros amigos de la organización brindaron sus residencias campestres en las afueras de la ciudad.

EL MISTERIOSO CARBONERO
Los episodios en que la vida de O'Flaherty corrió serios riesgos no fueron pocos. Uno de los más novelescos, tal vez, ocurrió en el Palazzo Doria, residencia del príncipe Filippo Doria Pamphili, amigo de la organización. El prelado concurrió un día a buscar un donativo de 300.000 liras y mientras departía con el príncipe en su despacho, el secretario del noble irrumpió exclamando: "Vengan a ver esto".
El noble y el sacerdote vieron, a través de una ventana, varios vehículos estacionados en la cuadra y muchos S. S. montando guardia. Algunos, ya se dirigían a la puerta de la residencia. "Está perdido monseñor, es a usted a quien buscan", se desesperó Doria Pamphili. Pero O'Flaherty estaba calmo.
—Los S. S. no me encontrarán aquí y nunca podrán probar mi presencia. Ya tendrán noticias mías. Hasta pronto. . .
Y descendió rápidamente por las escaleras del palacio, para llegar a sus sótanos. El los conocía, y se dirigió sin tardanza al depósito de carbón, donde un tragaluz comunicaba con la calle. Estaba abierto, y las bolsas de carbón caían sobre el suelo. Un camión procedía a la descarga y esto fue la salvación de O'Flaherty. Asomado a la vereda observó a los S. S. que golpeaban la puerta del palacio. Pero también vio al carbonero que se acercaba al tragaluz.
—Estoy en sus manos; me persiguen los S. S. Deme una de sus bolsas, que allí pondré mis ropas y saldré a la calle como si fuera otro carbonero.
—Bueno, padre. . . Pero hágalo rápido, sin que lo vea mi compañero Marco. Es tan idiota que a lo mejor lo descubre sin querer.
Pero monseñor O'Flaherty no tuvo problemas. Pudo salir bajo a mirada indiferente de los S. S., pasar junto al camión y buscar refugio en una iglesia cercana. El sacristán quedó muy asombrado cuando el sucio carbonero extrajo una sotana y un sombrero de su bolsa y le dijo: "Tengo que lavarme, hermano".
John May, temeroso por la vida de su colaborador, suplicó a monseñor O'Flaherty que no volviera a salir del Vaticano. El prelado accedió a esta sugerencia... pero sólo por algunos días. Poco tiempo después, en efecto, pidió a May un traje de guardia suiza para disfrazar al príncipe Carracula, uno de sus colaboradores secretos que estaba cercado por los alemanes en Roma. El mismo fue al escondrijo del príncipe y lo acompañó hasta el Vaticano, donde se sumó a una patrulla de la guardia suiza que pasaba junto al límite como uno más de sus hombres. Las sombras de la noche ayudaron al operativo, y también la indiferencia de los paracaidistas alemanes de guardia, que nunca llegaron a pensar que los que pasaban bajo sus narices eran dos de los hombres más buscados por sus jefes.
Con un medio similar fue rescatado y conducido a la Santa Sede el teniente Colin Lesslie, de la Guardia Irlandesa. Monseñor O'Flaherty le proporcionó uno de sus trajes y ambos entraron al Vaticano leyendo sendos breviarios. Lesslie pasó a ser luego el jefe de operaciones de la organización clandestina.

LA CONQUISTA DEL ENEMIGO
Las actividades prosiguieron sin interrupción hasta el término del conflicto y la liberación de Roma. Hubo momentos difíciles. Entre otros, la situación provocada por enfermos y heridos. La organización no contaba con medios en ese terreno y la colaboración de extraños se hacía necesaria y problemática. Cierta vez, un aviador norteamericano herido en la cabeza fue socorrido por monseñor O'Flaherty. Y el prelado recurrió a la ayuda de un joven estudiante de medicina yugoslavo, Milko Skofic, quien lo puso en contacto con un eminente cirujano, profesor de la universidad, que realizó en secreto una difícil operación de cerebro. Skofic se casaría un tiempo después con una joven estudiante de bellas artes que recorría los cafés pintando retratos de refugiados: Gina Lollobrigida.
Cuando el 4 de junio de 1944 las primeras tropas aliadas llegaron a Roma, todo fue júbilo. Los protegidos de la organización recobraron su verdadera libertad y la red se desmontó. Pero O'Flaherty sabía que su misión no terminaba. El hombre que se opuso al ajusticiamiento de un espía infiltrado, descubierto por May, llevó ahora su palabra de aliento a los vencidos. Kappler, el cruel jefe nazi que intentó asesinarlo en repetidas oportunidades, fue condenado a prisión perpetua y recluido en la cárcel de Gaeta. El único visitante que recibió periódicamente durante largos años fue monseñor O'Flaherty. En marzo de 1959, el antiguo verdugo fue bautizado en la fe católica por su antiguo perseguido. En diversas partes del mundo, proseguían su vida los 3.925 prófugos auxiliados por la red que tuvo su sede bajo la cúpula de San Pedro.
Revista Siete Días Ilustrados
19.03.1968

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