GREGORIA ZUÑIGA ACEPTA HABLAR
"MI MARIDO, EMILIANO ZAPATA"

Las increíbles hazañas que protagonizó durante su prolongada lucha revolucionaria y sus conocidas inclinaciones donjuanescas no sólo nutrieron las crónicas históricas: sirvieron, también, para convertirlo definitivamente en una figura mítica del folklore mexicano. Así, cientos de biografías y casi una decena de películas (una de las más recientes, México, la revolución congelada, realizada por el argentino Raymundo Gleyzer, fue prohibida en Buenos Aires) intentaron desmenuzar la polifacética personalidad de Emiliano Zapata, el legendario caudillo mexicano. Es que desde su nacimiento en el verano de 1877, hasta su trágica muerte (fue asesinado en una emboscada preparada por las tropas oficialistas, en 1919), el intrépido líder campesino participó en innumerables revueltas contra los sucesivos regímenes de Patricio Díaz, Francisco Madero y Victoriano Huerta. Comandaba el poderoso movimiento popular que —a partir de la unión de Zapata con Pancho Villa— arrasó con pueblos y ciudades de todo el país, postulando las reivindicaciones del campesinado oprimido.
Hace pocas semanas, a más de medio siglo de su dramática desaparición, se conoció el escalofriante testimonio de la viuda de Emiliano Zapata, doña Gregoria Zúñiga, quien por primera vez confió a la prensa —en este caso, al redactor Alberto Ongaro, del semanario italiano L'Europeo— algunos detalles apasionantes sobre la vida íntima y los momentos trascendentales del célebre guerrero. A pesar de ser septuagenaria, doña Zúñiga mantiene una lucidez ejemplar, y aún pueden descubrirse en ella los almendrados ojos negros y las finas facciones indias que alguna vez cautivaron a Emiliano Zapata. La anciana vive actualmente en un humilde, típico rancho mexicano de Tenextepango, donde seguramente se esconde un olvidado y secreto trozo de la historia azteca. SIETE DIAS adquirió a L'Europeo los derechos de reproducción y ofrece a continuación, en forma textual, las declaraciones de Gregoria Zúñiga; una suerte de confesión estremecedora.

Conocí a Emiliano Zapata en 1914, cuando comenzó el asedio de Cuernavaca. Yo no tenía aún dieciocho años y la revolución ya sumaba cuatro. Mi familia vivía a unas veinte millas de la ciudad, en un pequeño rancho que formaba parte de la hacienda Calderón, de don Vicente Alonzo, un gran terrateniente de origen español. Mi padre, Manuel Zúñiga, era uno de los capataces de la factoría y era muy respetado porque en todo el estado de Morelos no había un domador de caballos salvajes más hábil que él. Éramos una familia numerosa: cuatro hermanos y dos hermanas, pero todos trabajábamos y así vivíamos bastante bien, aunque no poseíamos nada. Cuando comenzó la revolución yo era poco más que una niña, y así la había seguido de lejos, como precisamente puede seguirla una niña, sin comprenderla a fondo. Había visto caer a Porfirio Díaz, había visto a Madero en el gobierno, después al general Victoriano Huerta que mataba a Madero y se trasformaba en presidente y luego, en 1914, a Carranza que trataba de abatir a Huerta. Naturalmente, al finalizar los primeros meses de la revolución, ya había oído hablar de Emiliano Zapata, pero no había llegado a comprender por qué Emiliano Zapata había combatido primeramente contra Díaz y ayudado a Francisco Madero a conquistar el poder; luego había combatido contra Madero y ahora combatía contra Huerta; parecía dispuesto a combatir contra quienquiera que llegase a la presidencia.
Zapata tenía una fama legendaria: el pueblo lo adoraba, los terratenientes y los soldados le tenían un miedo loco, lo acusaban de mil infamias y trataban de destruir al ídolo que el pueblo veía en él. En los primeros meses de 1914 Zapata, quien jamás quiso desarmar a sus tropas, estaba avanzando con ellas hacia Cuernavaca, una de las fortalezas del gobierno de Huerta. A medida que se acercaba, los propietarios de la zona abandonaban precipitadamente las factorías y corrían a refugiarse en la ciudad guarnecida por los federales; otros, sin más, huían a la ciudad de México o al exterior. Un día, también nuestro patrón, don Vicente Alonzo, decidió huir. No se sentía capaz de enfrentarse con Zapata y sus hombres: así, primeramente hizo partir a su familia, después hizo cargar todos sus bienes sobre los carros y se fue a la capital. Pero antes de partir quiso hablar con mi padre, con quien parecía verdaderamente encariñado. Manuel —le dijo—, mejor que te vayas también tú de aquí; es demasiado arriesgado quedarse con dos muchachas jóvenes y bellas. Esos, cuando lleguen, te las robarán. Pero mi padre no quiso saber nada de irse. No era un revolucionario, pero era un hombre bravo, un pobre hombre, y sabía que no tenía nada que temer de los revolucionarios. Así permanecimos esperando, hasta que Emiliano Zapata llegó. Llegó de noche, a la cabeza de su ejército. Nosotros estábamos encerrados en la factoría y de repente oímos un galope de caballos, relinchos y gritos. Miramos por la ventana y vimos en la sombra a los hombres que venían adelante, a caballo, algunos vestidos de blanco, otros vestidos de negro, todos armados y con grandes sombreros en la cabeza. Eran Zapata y sus oficiales. Llegados frente a la casa, se apearon del caballo y entraron.
A Zapata lo reconocí en seguida, aunque jamás lo había visto. Era moreno, de rostro serio, fuerte. Mi padre le salió al encuentro y comenzó a hablar con él, explicándole quién era y por qué no había querido seguir a don Vicente. Zapata lo escuchaba sin decir nada y súbitamente, mientras lo escuchaba, pareció fijarse en mí. Yo estaba sentada en un rincón, con mi madre y mi hermana Luz, e imprevistamente me encontré con sus ojos encima. Me hizo un gesto con la cabeza. Y bien: fue así como lo conocí. Al principio sentí un miedo grande, un miedo que se volvía cada vez más grande a medida que notaba que Zapata me estaba mirando un poco más de lo necesario. Temía que él y sus oficiales hubieran decidido quedarse a dormir en la hacienda y que debiéramos hospedarlos quién sabe por cuánto tiempo. En cambio, se fueron poco después diciendo que podíamos continuar viviendo allí como siempre lo habíamos hecho y que volveríamos a vernos. Por algún tiempo no volví a ver a Zapata porque había comenzado el asedio a Cuernavaca, un asedio que duraría tres meses y que concluyó con la victoria de los revolucionarios. Emiliano no estaba pero yo sentía su presencia por todas partes porque todos hablaban de él; de cualquier modo hubieran bastado para recordármelo los cañonazos y las ráfagas de ametralladoras que día y noche venían de la ciudad asediada. Zapata reapareció cuando cayó Cuernavaca, y con la ciudad cayó también el gobierno de Victoriano Huerta.
Nuevamente llegó de noche, pero todo pulcro y bien vestido. Venía de visita, para verme a mí. Lo hizo varias veces. Se sentaba en un rincón y no decía nada. A veces miraba el suelo, a veces me miraba a mí. Hablaba solamente si alguien le hacía alguna pregunta. El único que le hablaba era mi padre. Le preguntaba, por ejemplo, qué sucedería ahora que Huerta había caído. Y él decía que Venustiano Carranza iría al gobierno, pero que las cosas no cambiarían porque tampoco Carranza era un verdadero revolucionario, como no lo había sido Francisco Madero, ni Huerta, y que Carranza haría de todo por desviar la revolución de su verdadera finalidad, que era la de dar la tierra a los campesinos. Yo comenzaba a comprender por qué Zapata había combatido contra todos los presidentes y también me parecía que tenía razón, pero continuaba teniéndole miedo. Así, un día, cuando las visitas comenzaron a volverse demasiado frecuentes, decidí no dejarme ver más. Sabía que Zapata preguntaba por mí cada vez, y que su semblante se oscurecía cuando le decían que me había ido a la cama. Yo comprendía muy bien lo que él quería de mí, pero no estaba dispuesta a dárselo. Había tenido muchas mujeres y muchas relaciones, y hasta una relación con una chica de familia muy rica, Inés Aguilar, que le había dado tres hijos. Podía tener todas las mujeres que quisiera. Pero, ¿por qué me había elegido justamente a mí? Desapareciendo, creí disuadirlo; en cambio, no hice más que empeorar las cosas.

EL AMOR DEL GUERRILLERO
Doña Gregoria enciende un cigarrillo y prosigue: Un día estaba recogiendo leña en el bosque y sentí acercarse caballos al galope. No tuve ni siquiera tiempo de darme cuenta de lo que se trataba, cuando de repente me sentí aferrar por dos brazos e izar sobre un caballo. No era, como quizá crea usted, Zapata. Era uno de sus hombres. Atrás venían otros. Yo traté de soltarme mordiendo y arañando, pero el hombre me tenía firmemente, y me decía: Calma, calma, no te sucederá nada, te voy a llevar con una persona que quiere verte. Me llevaron al pie de la colina donde Zapata había establecido su cuartel general. Y él estaba allí, esperándome sentado, inmóvil en la silla de su caballo. Los hombres que me habían raptado me dejaron con él y se fueron.
Cuando quedamos solos, Zapata se bajó del caballo y se me acercó. Yo lloraba sin decir nada. Joyita —dijo Zapata—, tal vez hé hecho mal en traerte aquí por la fuerza. Sé que tú no me quieres, pero yo te amo y debo tenerte, no puedo hacer nada. Ahora iremos a algún sitio a hacer el amor... Hablaba, pero yo continuaba llorando como si no lo escuchara, sentada en el suelo con la cabeza baja. De repente, subió a la silla, se curvó hacia mí, me izó sobre el caballo, lo espoleó y lo lanzó al galope, arriba y abajo por la montaña, como un loco. Mientras, hablaba, me decía que no debía volver las cosas más tristes y más difíciles aún, que no debía tener miedo de él, que él me amaba y que también yo lo amaría. Después detuvo el caballo y me hizo descender. Y así fue como me tomó mientras su caballo pacía la hierba. Después me llevó a su cuartel general, una gruta en la montaña, y aquí sucedió algo increíble. En la gruta había soldados y un oficial, el coronel José Hernández, del estado mayor de Zapata, y también había mujeres sentadas sobre un tronco de árbol que servía de banco. No se sabía bien qué hacían esas mujeres, si habían venido espontáneamente, o si habían sido llevadas por la fuerza. Zapata las miró por algunos instantes, después lanzó un grito: ¡Por Dios! Si yo he cometido un abuso trayendo aquí a esta muchacha, no es una buena razón para que lo cometan también ustedes. ¡Llévenselas de vuelta Los soldados no se hicieron repetir la orden dos veces y las mujeres pudieron irse y retornar a sus casas.
Quedamos solos y Zapata vino hacia mí. Lo sé, lo sé, lo sé —repetía—, el mío es un abuso, pero no he podido hacer menos. Parecía arrepentido, pero también encolerizado. ¡Malditas mujeres! —farfullaba— ¿Por qué deben ser tan bellas? En tanto, yo me sentía mal, me había subido fiebre y un fuerte temblor. Zapata parecía preocupado. Mandó llamar a mi padre y le contó todo lo que había sucedido, sin ocultar nada. Esto me gustó mucho, y tal vez fue en ese momento que comencé a comprenderlo y a amarlo. Tenía bastante trabajo con su propia naturaleza impulsiva y no siempre lograba dominarla. Pero no era un hipócrita si asumía la responsabilidad de sus acciones y estaba pronto a pagarlas en persona. Nos casamos un mes después, en Cuautla, pero de nuestro matrimonio no quedó rastro alguno, porque poco tiempo después todos los documentos se quemaron en un incendio que estalló durante un combate. Por eso la gente dice que jamás nos casamos, que yo he sido solamente la compañera, la soldadera del jefe Zapata, y que Zapata fingió desposarme pues no podía casarse verdaderamente porque ya tenía mujer e hijos. Pero no era verdad. Hijos sí tenía. Sí, pero no esposa.

EMILIANO Y LAS MUJERES
Algunas veces seguí a mi marido como soldadera en las batallas. Pero fueron pocas veces, y sólo al comienzo de la reanudación de los combates. Le hacía de comer, le tenía limpio el fusil. Pero Zapata no estaba contento de tenerme consigo. Prefería estar solo, por muchas razones. El había mandado a don Venustiano Carranza una carta muy cruel, en la que lo acusaba de ser un traidor a la revolución y al pueblo. Zapata era un hombre que decía siempre la verdad, no andaba con medias tintas y sabía ser muy punzante cuando hablaba y cuando escribía. Carranza había quedado profundamente ofendido con la carta y había jurado hacérsela pagar cara a Zapata. Había encargado a sus agentes de buscar sicarios para que lo asesinasen. Zapata lo sabía, y así estaba obligado a dormir con un solo ojo. Un sicario enemigo podría haberse infiltrado en nuestras líneas. O bien uno de nuestros mismos hombres, comprado por los agentes de Carranza, podría matarlo durante el sueño. Así Zapata no dormía jamás en el mismo lugar. Se preparaba el lecho, después se escurría fuera e iba a extenderse a otra parte. Está claro que mi presencia le estorbaba, por eso prefería que yo permaneciese en Quila Mula, donde teníamos nuestro ranchito; quería que lo esperara allí, él iría entre un combate y otro. Yo no quería, pero después quedé encinta y debí regresar a casa. Cuando podía, Zapata venía a verme, pero a menudo pasaban muchas semanas sin que pudiera verlo. Estaba muy apenada porque ahora lo amaba mucho y también era muy celosa. Sabía que Zapata era loco por las mujeres y que las mujeres se volvían locas por él. Había señoras ricas, también esposas de funcionarios del gobierno federal que escapaban de sus casas para irse con él, con la sola idea de hacer el amor con él. Eran muchachas extranjeras, americanas y también europeas, francesas e inglesas, que venían a México, no obstante la guerra civil, para estar con él.
Señor, yo era su esposa, era muy celosa, y la mía, desde este punto de vista, era una vida imposible. Una noche supe que una muchacha había llegado al cuartel general de Zapata y que él la había llevado a su aposento. Encinta como estaba, tomé el caballo y bajé la montaña al galope, hacia Cuernavaca, donde las tropas de Zapata estaban apostadas. Llegué al cuartel general de día y me precipité en
el aposento de Zapata antes de que sus soldados le avisaran. Entré pero la muchacha ya no estaba. Se había ido. Sin embargo, las pruebas de que había pasado la noche con él estaban allí. No lloré ni hice una escena. Solamente le dije a Zapata que estaba disgustada y que volvería con mi padre. Entonces Zapata volvió a decirme el discurso que me hizo cuando me había tomado la primera vez. Me dijo que sí, que era verdad, que había estado una mujer allí, pero que las mujeres le gustaban demasiado y que él no podía hacer nada. Si intentaba corregirse, empeoraba las cosas. Había probado, pero no le había servido de nada. Me amaba sólo a mí, pero simplemente no podía serme fiel. No quería que me hiciera ilusiones en ese sentido. No quería mentir, fingir. Pasarían muchas otras mujeres por allí, por ese lecho deshecho. Le dije que hiciese lo que le pareciera bien, pero que yo retornaría con mi familia. Entonces Zapata llamó a tres de sus soldados y les dijo: Llevense a Joyita a Quila Mula. Quédense allí a hacerle guardia. No quiero que vuelva con su madre. Así volví a casa. Y luego, repentinamente, llegaron regalos: un diván, una bella poltrona, otras cosas. Zapata me las mandaba para que hiciéramos las paces.
Yo, primeramente, pensé que era demasiado cómodo hacer su propia conveniencia y después mandar regalos a la mujer. Pero después comencé a razonar: con todas esas mujeres que tenía siempre tras él, me hubiera vuelto loca si le hubiese pedido serme fiel. Las tentaciones hubieran sido demasiadas aun para un hombre cualquiera, figúrese para un hombre como él!. Además, verdaderamente, Zapata no daba importancia a esas cosas, y yo no debía juzgarlo en base a todas esas mujeres, sino por lo que había hecho y continuaba haciendo como jefe revolucionario. Así aprendí a no darle mucha importancia a sus aventuras. Indirectamente, siempre llegaban a mi conocimiento. O porque alguien me lo decía, o porque Zapata me mandaba algún regalo. Un día hizo llevar la línea telefónica hasta Quila Mula e instaló el teléfono en casa. Pensé que debía haberla hecho muy gorda para hacerme un regalo de ese género. Un regalo que, por otra parte, no servía para nada, sea porque yo no tenía a quien telefonear, sea porque cuando las tropas federales llegaban a Morelos regularmente cortaban las líneas.

UNA FIERA LLAMADA BARCENAS
La técnica de combate de Zapata era como su técnica de seductor: no dar tregua jamás, no desaprovechar ninguna oportunidad. Por lo que puedo saber yo, cuando el general atacaba una ciudad o avanzada enemiga, la martillaba durante las 24 horas del día, todos los días de la semana. Al comienzo de la revolución, cuando las fuerzas revolucionarias no tenían armas y debían arrancárselas al enemigo, las cosas eran distintas. Sólo avanzaba completamente armada la primera fila, atrás venían hombres desarmados que tenían la misión de recoger las armas de los enemigos muertos. Después venían las reservas, que se mantenían a distancia y que intervenían al galope para la carga final que decidía la suerte de la batalla o la invertía. Cuando las fuerzas federales eran superiores, Zapata atacaba de sorpresa y huía, rompía las líneas ferroviarias, impedía que los trenes cargados de provisiones llegaran a destino, tendía emboscadas, celadas. Pero no sé, hacía tantas otras cosas, y no soy ciertamente yo, una mujer, la persona más indicada para explicar lo que hacía.
Yo podría descubrir otras cosas; por ejemplo, que tuvo fe en Francisco Madero y después la perdió. Pude adivinar que jamás tuvo fe en Huerta, ni en Carranza. Sin embargo, fíjese usted, no fueron ellos sus enemigos más odiados. Con esto no quiero decir que los amara. Ciertamente los odiaba, sobre todo a Huerta y a Carranza. Pero el hombre a quien hubiera matado con sus propias manos, sin un instante de duda, era Victorino Bárcenas, un ex coronel zapatista, pasado a las filas de Carranza. Bárcenas era una fiera y comandaba un batallón de delincuentes que, sobre todo en los últimos años de la guerra civil, masacró a millares y millares de zapatistas. Era una fiera, pero una fiera astuta, inasible. Estaba bajo las órdenes directas del general Pablo González, nuevo gobernador de Cuernavaca, y González se servía de él para los servicios más infames, aprovechando el hecho de que conocía en persona a muchos zapatistas. También yo, una vez, corrí el riesgo de ser capturada por él. Estaba en Quila Mula con mi hija y mi madre, cuando llegó un mensajero de Zapata. Hasta aquel momento, Quila Mula había sido un lugar bastante seguro; pero ahora, con Victorino Bárcenas en la zona, ya no había muchas garantías. El mensajero me entregó un mensaje de Zapata. Me decía que abandonara Quila Mula y que fuera a refugiarme a Tepaltzingo, a la casa de un primo mío. Partimos de noche, llegamos de noche, pero alguno debió verme, porque Victorino Bárcenas fue avisado de que la esposa y la hija de Zapata habían llegado a Tepaltzingo.
Me encontraba allí desde hacía algunos días, cuando de repente mi primo, que hacía guardia fuera del pueblo, llegó al galope. Victorino Bárcenas está por llegar —gritó—; rápido, hay que escapar. Inmediatamente escapamos a caballo, hacia el Cerro del Horno; después dejamos los caballos a mi primo que los llevó hacia el Sur, para despistar a los hombres de Bárcenas por si nos habían seguido, y proseguimos a pie. Bárcenas, por suerte, no nos encontró. Nos buscó por todo Tepaltzingo inútilmente. Mientras tanto, un zapatista del pueblo había ido a buscar a Emiliano y le había dicho lo que había sucedido. Zapata bajó a Tepaltzingo como una furia, esperando encontrar todavía a Victorino Bárcenas, pero éste ya se había ido, dejando tras sí un gran número de muertos. El general logró encontrar al hombre que me había denunciado y lo hizo fusilar. Después nos alcanzó sobre el Cerro del Horno y volvió a llevarnos hacia atrás. Desde entonces dejó en Tepaltzingo un fuerte contingente de hombres. Pero era inútil, su fin se estaba acercando.

¿HA MUERTO EL GENERAL?
Su asesinato fue una perfidia, señor, una verdadera perfidia. Yo lo había comprendido. Y también le había dicho a Zapata que no se fiara. Las cosas fueron así: Carranza y Pablo González, viendo que no lograban derrotar a la guerrilla zapatista, decidieron recurrir a un engaño. Había un coronel entre los oficiales de González, el coronel Jesús María Guajardo, un verdadero delincuente, señor, lleno de deudas, también acusado de hurto... Y bien, este Guajardo, para resolver su propia situación personal, propuso a González un plan. Escribiría a Zapata, proponiéndole pasarse a la parte de los revolucionarios con sus tropas, y después lo mataría. El plan fue aceptado y Guajardo mandó la carta a Zapata, pidiéndole que lo aceptara como aliado. Zapata desconfiaba, pero los revolucionarios, rastreados por todas partes, se encontraban en tan graves condiciones que no querían correr el riesgo de rechazar un aliado tal vez sincero. Emiliano escribió a Guajardo pidiéndole una prueba de su lealtad. Lo invitó a atacar un pueblo ocupado por los federales. Guajardo lo hizo, conquistó el pueblo, pero en realidad se había puesto de acuerdo con el comandante de la guarnición, quien había fingido evacuarlo. Pero a Zapata, sin embargo, no le bastó con esto. Le pidió, como prueba definitiva, atacar y destruir a los hombres de Victorino Bárcenas y llevarle a su jefe vivo o muerto. Recuerdo que estábamos sentados sobre, el lecho, en la casa de mi primo en Tepaltzingo, y Zapata tenía a la niña sobre las rodillas. Hablábamos. Zapata decía que si Guajardo le traía a Bárcenas, no tendría más dudas sobre su lealtad y lo acogería. La revolución necesitaba hombres. Estaba bastante confiado y tranquilo. En cambio, yo no. No te fíes —le decía—: Guajardo nunca ha sido un hombre honesto. No puede trasformarse de repente. Estábamos hablando, cuando llegó un sobrino de Zapata, Gil Muñoz. Tenía una carta de Guajardo. Zapata la leyó. Guajardo decía que había destruido una escuadra entera de Bárcenas, unos treinta hombres, pero que Bárcenas había logrado huir. Has visto —dije—, se han puesto de acuerdo. Han masacrado a treinta hombres, pero a él, a Bárcenas, lo ha dejado escapar. Sí —dijo Zapata— Tal vez tengas razón, Guajardo es un traidor. Se fue con su sobrino a verificar la noticia y regresó al día siguiente. Era verdad, una escuadra de Bárcenas había sido masacrada, pero él se había salvado. Zapata continuaba sospechando. Sospechaba aún cuando Guajardo llegó a Tepaltzingo. Parecía desesperado, furibundo porque Bárcenas se había salvado. Decía que le habían venido fortísimos dolores de estómago y, en efecto, se comprimía el estómago con una mano. Recitaba una comedia, señor, pero la recitaba tan bien que logró convencer a Zapata y que éste cancelara cada una de sus dudas. Bueno amigo —dijo Emiliano—, si se siente mal, vaya a descansar. Le haré preparar algo que lo curará. Hizo conducir a Guajardo a un rancho vecino, después nos dijo a mí y a mi prima que le preparáramos una infusión de hierbas. Cuando la infusión estuvo pronta, Zapata se la llevó a Guajardo. Yo, sin dejarme ver, lo seguí.
Guajardo estaba tendido sobre un catre del rancho y Zapata estaba de pie, cerca suyo, con la taza en la mano. Beba —le decía—, es una infusión de hierbas medicinales. Pero Guajardo parecía aterrorizado. Se comprendía que tenía miedo de ser envenenado. No, no, mi general —dijo—, gracias. Soy propenso a estos dolores, tengo medicinas conmigo. Ya las he tomado. Después comenzaron a hablar de otra cosa. Guajardo trataba a Zapata con admiración y respeto. ¿Quién hubiera dicho, mi general —decía—, que en tan poco tiempo me trasformaría en verdadero zapatista y en amigo suyo? También reían recordando los tiempos en que se habían encontrado en batalla. ¿Se acuerda, general, cuando cortaban las líneas telefónicas a Quila Mula? Era yo quien las hacía cortar. ¿Y usted se acuerda la vez que le hice saltar el sombrero de un tiro de fusil? El otro respondía: ¡Por Dios, si lo recuerdo! Nunca me sentí tan cerca de la muerte como aquella vez. Y así seguían. Después, Zapata y Guajardo se pusieron de acuerdo. Zapata habría de encontrarse con las tropas de Guajardo en Chinameca, al día siguiente. Ahora, él ya estaba seguro de su lealtad. Pero yo seguía desconfiando. En realidad, nunca creí en Guajardo, ni siquiera por un minuto. Y cuando Zapata se fue para encontrarse con las tropas del traidor, se lo dije llorando por última vez. Zapata pareció turbado. Joy¡ta, chinita mía —me dijo— debo correr el riesgo. Tengo necesidad de hombres y de armas.
Tú, de cualquier modo, espérame mañana a la noche en el Cerro del Horno, sobre la calle de San Miguel. Se fue al galope. Y también yo me fui con la niña, mi madre y mi prima Cecilia.
Esperé en el lugar de la cita toda la noche, todo el día siguiente, pero cuando llegó la segunda noche y él todavía no había llegado, todos decidimos retornar a Tepaltzingo, para ver qué había sucedido. Allí, traída por mi hermano, ya había llegado la noticia de que Zapata había sido asesinado. Las tropas de Guajardo le habían tendido una celada en la estancia de Chinameca y lo habían asesinado juntamente con su escolta. Entonces, yo tomé un tenedor de la mesa de la casa de mi primo y traté de ensartármelo en el pecho. Me lo sacaron justo a tiempo. En aquel momento llegó al galope otro de mis hermanos. Gritó que Guajardo estaba llegando a Tepaltzingo para matarme también a mí, la esposa de Zapata. Yo habría querido quedarme, pero los míos me cargaron sobre un caballo y me obligaron a escapar y a refugiarme en Puebla, donde permanecí muchas semanas como idiotizada. Fue allí donde comenzó a circular la voz según la cual no era verdad que Zapata había sido asesinado, sino que se había salvado de la masacre. No sé cómo nació esa voz. Tal vez del pueblo, que lo quería todavía vivo. Pero yo lo creí y comencé a buscarlo por todas partes, como loca. Continué buscándolo y esperándolo aún después de la pacificación, por años y años. Hasta que me rendí. Los otros, en cambio, el pueblo, todavía lo está esperando. A él o a otro como él.
Desde aquel día, y durante mucho tiempo, permanecí escondida, mientras la revolución continuaba cambiando de cara. También Carranza cayó y vino Huerta, y después Álvaro Obregón. Hasta que, como, he dicho, vino la pacificación y yo pude retirarme tranquila a mi ranchito de Quila Mula junto a mi hija. No tenía medios y, por lo tanto, tuve que trabajar, como por otra parte hice siempre. Sabía coser y tejer, y así viví de mi trabajo. Un día, sin embargo, me vino algo a la mente. Algunos meses antes de su muerte había visto a Zapata y a otros descender de un barranco del Cerro del Limón, con mulas que llevaban carga. Cuando las mulas regresaron no tenían más nada. Luego, debían haber llevado allí algo escondido. Supe después, por la mujer de Faustino, uno de los hombres de la escolta de Zapata, que habían escondido una carga de lingotes de plata. Me acordé de eso y fui a buscarlos, pero los lingotes habían desaparecido. Así, volví a trabajar.
Mientras tanto, el tiempo pasaba, A los treinta y nueve años me casé nuevamente, con un ex coronel zapatista, Blas Tapia, y vine a vivir aquí a Tenextepango, a esta casa. Ahora también mi segundo marido ha muerto, y también está muerta mi hija. Estoy sola en el mundo y olvidada por todos. Pero no me quejo. Tengo una larga vida de amor y de guerra para recordar.
Revista Siete Días Ilustrados
14.02.1972

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