"Alrededor de mi
persona se tejieron siempre muchas confusiones, de
las que yo resulto un poco culpable: por ejemplo,
pese a ser hija del Pandit Jawaharlal Nehru, se me
ocurrió pasear el nombre de Indira Gandhi; y esto,
sin tener ningún vínculo de sangre con el famoso
Mahatma." La frase —una suerte de galimatías en
torno a los dos apellidos más notorios en la
política india— fue apenas una broma deslizada
hace pocas semanas, por la primer ministro del
país asiático. Es una mujer delicada, sumamente
femenina y capaz de desplegar sin embargo un
caudal insospechado de energía, como lo demostró
con creces en la reciente Guerra de los Catorce
Días, en la que India trituró al azotado,
escindido Pakistán.
Como para ratificar
esas confusiones (o aparentes contradicciones) que
suscita su personalidad, la Gandhi —cuyo apellido
es en realidad Nehru, cambiado a su
casamiento—, merece desde hace más de una década
un calificativo que le endilgaron sus
compatriotas: para ellos es ante todo una mujer
"moderna"; mote que en una nación volcada, hace ya
mucho, a luchar contra las formas más crudas del
subdesarrollo, equivale tanto a un elogio como a
la comprobación de que alguien es diferente del
statu quo imperante. En ese sentido, moderno
implica no rendir adoración a todo un hato de
adivinos y santones, a un cortejo de tradiciones
feudales; por otra parte, el término alude a otra
asombrosa cualidad de I. G.: su añeja costumbre de
debatir las más arduas cuestiones en medio de
cualquier grupo de hombres, enarbolando ideas
liberales y de tinte considerado progresista. En
suma, su coherencia mental y vigor político !a
erigieron desde 1966 —cuando a la muerte de su
padre resultó electa para su actual cargo— es una
figura de excepción dentro de la India y el mundo:
sólo Golda Meir, en Israel, ejerce similar
función. Ni hace falta mencionar, claro, que esas
condiciones la vuelven aún más excepcional entre
sus compatriotas del sexo femenino.
Los hechos se
encargarían de corroborar, una y otra vez, esa
imagen de la adalid india. Pero hay testimonios
laterales igualmente útiles —y de gran interés—
para comprobarlo; por ejemplo, la serie de
fotografías que SIETE DIAS ofrece aquí con
exclusividad refresca distintas etapas de su vida,
incluyendo la más temprana niñez; y en esos
documentos se advierten la firmeza, la serenidad,
que derrocha una Indira mucho más joven que en la
actualidad.
EL INCENDIO Y LAS
VISPERAS
Cuando correteaba en
la casa paterna de Allahabad, la niña nacida en 1917 no podía dejar
de apasionarse por la política. En realidad,
inclusive su nacimiento pareció signado por esa
vocación: la Revolución Rusa lo precedió en sólo
doce días. De todos modos, le hubiera sido
imposible sustraerse a la tónica que era ley entre
sus mayores: con un corrillo de amigos de su misma
edad fundó la Brigada de los Monos, encargada de
acarrear órdenes ultrasecretas para los cofrades
de Pandit Nehru y del mítico Mahatma, en tiempos
de la conspiración antibritánica.
A partir de 1947, y
con la proclamación de la independencia, el Pandit
se convirtió en primer ministro de la República
India. La muchacha —entonces de 30 años—
simpatizaba con los trajines de| padre tanto como
rechazaba antes los del abuelo, un abogado
graduado en los mejores colegios ingleses y ungido
Sir por el rey Eduardo VII. No le resultaba tan
extraño ver que sus padres desaparecían de pronto
por semanas o meses, o enterarse de que habían
sido apresados por el ejército de la Corona. Con
todo, la fobia hacia todo lo británico reconocía
ciertos límites: Indira se educó en Somerville,
Oxford, donde perfeccionó el idioma inglés que
escribe y habla en forma impecable, así como antes
estudió en un instituto suizo. Jalones que, a su
turno, parecen haberle otorgado esa pátina europea
reconocida por aliados y adversarios.
Es cierto que la
influencia paterna mostró ser un poderoso acento
en la vida de esta mujer: su ideología, tanto como
un socialismo atenuado y el pacifismo gandhíano,
la sellaron desde muy pronto; y en más de una
ocasión sus familiares evocan, todavía hoy, "que
las diversiones propias de su edad no parecían
atraerle; su auténtica obsesión fue en cada minuto
la liberación de su pueblo, meta a la que
condicionó las compañías elegidas, los sueños que
abrigaba, los libros que leía"; estas palabras
fueron confiadas por una prima de la dirigente a
un semanario de noticias europeo.
Esa trayectoria
comenzaría a encarnarse con mayor nitidez a
horcajadas de un acontecimiento en apariencia
doméstica: el matrimonio con Feroze Gandhi,
brillante diputado que militaba —como el Pandit,
como ella— en el mayoritario Partido del Congreso.
"Me sentía feliz ayudando a mí marido desde la
sombra, en el más completo anonimato", confesaría
más tarde Indira. Pero el parlamentario murió en
1960; su mujer, junto con los dos hijos varones,
regresó al lado del ya anciano Nehru. Se consagró
a cuidarlo y a colaborar con él, haciendo gala de
una dedicación que no le resultaba difícil: en
rigor, padre e hija se compenetraban casi a la
perfección. Como sugerían los rumores en Nueva
Delhi, "lo que dice Indira es
exactamente lo que piensa el propio Nehru". Así,
al principio por carriles indirectos, su prestigio
creció sin pausa.
Sin embargo, antes que
pasara mucho tiempo la jefe política demostró que
sus aptitudes —tanto positivas como negativas—
eran bien personales: ya en 1955 aceptó ser
incluida en el Comité Central partidario, un
puesto que en otros casos sólo alcanza para
acceder a una módica fama. No es desechable la
hipótesis que deslizaron entonces muchos
comentaristas: "Se promueve a Indira para tal
función, sólo para que actúe como comparsa
representando simbólicamente a los millones de
mujeres de su país". Ella superó el rol asignado:
su autoridad y decisión le valieron tres años
después, en 1958, la consagración como presidente
del partido. Entonces empezó a bullir otro rumor:
Indira sucedería a su padre a la cabeza del
Consejo de Ministros o, mejor aún, sería designada
presidente de la nación india, ya que era una
función vedada constitucionalmente al Pandit: de
tal modo éste gobernaría a través de ella. De
nuevo se le adjudicaba un rol meramente
figurativo, secundario.
Cuando echó a andar en
su nueva calidad de diputado, y en seguida como
ministro de Informaciones, Indira Gandhi validó
que todo lo que era (cualquiera sea la opinión que
tal cosa merezca) llevaba un tono muy individua":
en 1965 se desataron grandes disturbios en el Sud
de la península india reclamando la adopción de la
lengua hindi como idioma nacional: la ministro
Gandhi acudió, ella sola, a calmar la agitación. Y
en el tramo final de 1971, la feroz crisis entre
su patria y el Pakistán reiteró lo que se sabía:
una capacidad para adoptar decisiones drásticas
que ya se anticipaba en la tranquila energía que
exhiben estas fotos.
Pie de fotos
-La fotografía exhibe
a una familia Nehru europeizada: Indira, la más
pequeña; a la izquierda, su madre, y de pie
Jawaharlal.
-Tenía poco más de
diez años; Jawaharlal Nehru acababa de cumplir una
sentencia de prisión.
-El grupo familiar
reunido en la casona de Allahabad.
-Una imagen insólita:
en esa colegiala de la década de 1920 sería
difícil anticipar a la tenaz dirigente de la
actualidad.
-Otro testimonio,
fechado en 1932: la Gandhi, entonces una
quinceañera, posa entre sus padres, Jawaharlal y
Kamala.
-Cuando el Pandit
murió, su hija resultó electa primer ministro.
Corría el año 1966, quizá decisivo en la historia
india.
-Hacia 1960, junto a
un prelado cristiano y al célebre Pandit: Indira
Nehru era entonces diputada por el Partido del
Congreso.
-La primera mujer
india que ocupó el rango de premier, con Sanjay y
Rajiv, los hijos de su matrimonio con Feroze
Gandhi.
-De paso por Buenos
Aires, compartió ceremonias como la que ilustra el
grabado: con ella el cardenal Antonio Caggiano.
-El canciller de
Alemania Occidental, Willy Brandt, debatió con
ella, en 1970, el intrincado conflicto
indo-paquistaní.
Revista Siete Días
Ilustrados
14.02.1972
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