EL PENSAMIENTO VIVO DE JEANNE MOREAU
Refugiada en su vieja casona parisina de la Rue Du Cirque, la excepcional estrella francesa dialogó por espacio de varias horas con el periodista español José Luis de Vilallonga. Un reportaje que configura un palpitante retrato de la sensual intérprete: a los 44 años, en su restallante madurez, la actriz se explayó acerca de su infancia, sus éxitos cinematográficos, habló acerca de los hombres, el amor, la fidelidad y la fama

Aunque ya han trascurrido quince anos, los más obstinados admiradores de la actriz recuerdan todavía aquel tumultuoso Festival de Venecia donde por primera vez se proyectó Los amantes, el audaz filme de Louis Malle que tantos dolores de cabeza habría de costar a los celosos guardianes de la moral y las buenas costumbres. Ese día, parada en medio del escenario, fría, impasible, con un aire entre resignado y desafiante, Jeanne Moreau debió tolerar estoicamente las escandalizadas iras de una furibunda platea que la insultaba a voz en cuello. Así, casi sin quererlo, la sensual intérprete se trasformó en una suerte de pitonisa y abanderada de la nouvelle vague francesa. Rotundas matronas galas se encargaron del resto y la Moreau quedó definitivamente encasillada en la condenable categoría de mujer fatal: una desprejuiciada diva, irreverente, ignorante de toda convención social y exageradamente adicta a la promiscuidad afectiva.
Lejos de intentar desmentir tal fama, JM pareció complacerse desde entonces en fomentar esa imagen; un entretenido menester que le valió enhebrar un rosario de célebres y acalorados romances: Alain Delon, Tony Richardson, el propio Louis Malle, Pierre Cardin y Julián Negulesco —el joven partena¡re de Luisa, su última película— fueron, entre otros, los favorecidos por la elección de la estrella. No hace mucho tiempo confesó: "Me encantaría vivir en una casa con el hombre que amo y donde hubiera suficientes habitaciones para todos los hombres que amé; viviríamos juntos y felices".
Por supuesto que no es esta clase de méritos la que la ha erigido en
una de las más cotizadas actrices de la cinematografía francesa; algo que sólo puede explicarse por la talentosa ductilidad evidenciada por la Moreau a lo largo de su intensa carrera. Más allá de sus ventiladas pasiones, ésa es la única trascendencia que parece interesarle; quizás es por eso que sus mejores recuerdos están asociados a su actividad: "Mi profesión es mi vida", suele afirmar. Y en alguna medida es cierto. Desde su debut, a los 20 años, en el proscenio de la Comédie Française, con Un mes en el campo, de Turgueniev, quedaría para siempre atrapada en el fascinante mundo de los histriones. En 1952, cansada de las rencillas internas da la Comédie, resolvió refugiarse, junto a Gerard Philipe, en el Teatro Nacional Popular; más tarde, por espacio de dos años, trabajó en La
machine infernale, de Cocteau, y en Pigmalion, de Bernard Shaw.
De este período datan sus primeros roles en el cine, todos ellos fácilmente olvidables. Y lo cierto es que, de no haber conocido a Louis Malle, tal vez jamás hubiera accedido a algún papel importante. Sin embargo, en Ascensor para el cadalso, bajo la dirección de aquel sagaz realizador, Jeanne Moreau descubrió toda la sugestión encerrada por un rostro que, en poco tiempo más, habría de convertirse en uno de los favoritos de los más conspicuos cineastas franceses. De la mano de François Truffaut ingresaría luego a un círculo de intelectuales del cine y concretaría sus mejores labores: de este período datan Moderato Cantabile, Las relaciones peligrosas y Diálogo de carmelitas. Pero su acceso a la fama se produciría recién en 1958 con el estruendoso escándalo provocado por Los amantes.
Desde entonces, decenas de films la han contado como protagonista; un ajetreo que, sin embargo, no parece haber dejado demasiadas huellas: hoy, a los 44 años, JM sigue ostentando el mismo despreocupado gusto por la vida; su rostro, algo más ojeroso y arrugado, no ha perdido nada del misterioso encanto de su juventud. Por el contrario, no faltan quienes afirman que su restallante madurez la ha favorecido enormemente. Uno de ellos, el periodista español José Luis de Vilallonga, ferviente admirador de la diva, la entrevistó recientemente en su vieja casona de la parisina calle Du Cirque y obtuvo uno de los más completos reportajes que la Moreau haya concedido a la prensa, y de cuya reproducción Siete Días tiene derechos exclusivos; a continuación, se transcriben sus pasajes más salientes.

UNA EMPLEADA DE CORREOS
Su boca es indiscutiblemente amarga; los ojos ojerosos, como dibujados. El rostro minado 'por una cierta fatiga muy antigua. Pero basta que comience a hablar, con esa dicción perfecta, cosas sobre los seres que ama, su hijo, sus amigos. Entonces, esa pequeña cara sombría, a menudo tan apagada, se ilumina de pronto, disipa sus sombras y sus tristezas.
No le gusta aludir a su niñez, apenas si acepta mencionar unos pocos datos biográficos: "Soy ante todo —se enorgullece— la hija de un campesino francés y de una inglesa que bailaba en el Folies Bergere. Ninguno de ellos tuvo una cultura excepcional, aunque mi madre era algo más refinada que mi padre. Nunca fueron ricos; después de la crisis del 36 quedaron en la pobreza y en ese ambiente crecí yo. Ser actriz ha significado para mí liberarme de los recuerdos de aquel quinto piso de Montmartre, del olor a cebolla, de la promiscuidad en que vivían nuestros vecinos".
Un origen que no explica para nada ese aire casi intelectual que ostenta la actriz, su vasta información literaria, su amistad con los más lúcidos escritores y cineastas europeos. "Es que fui una criatura muy enferma —memora—, condenada a larguísimas convalecencias. Por eso comencé a leer muy temprano. A los trece años había agotado la obra de Zola. De ahí previene mi vocación de actriz: me deleitaba repitiendo en voz alta los párrafos que mayor impresión me causaban. Aprendía de memoria a Racine y Anouilh y luego le pasaba el texto a mi padre para que comprobara si había omitido alguna palabra. El quería hacer de mí una empleada de correos y, quizás, eso debí haber sido. Mi actual sofisticación es una adquisición reciente, lo mismo ocurre con mi presunta desenvoltura. Pero lo cierto es que, desde aquella época, arrastro una timidez casi enfermiza, tengo miedo de la gente, me asusta tener que soportar sus miradas".
Resulta imposible arrancarle otros recuerdos de su infancia; rehúsa sistemáticamente hablar de sí misma como no sea en su calidad de actriz. Entonces sí acepta complacida el diálogo, se relaja, deja de fumar un cigarrillo tras otro.
—¿Cuál de todos los personajes que ha encarnado a lo largo de su carrera es en realidad Jeanne Moreau?
—En Ascensor para el cadalso soy una mujer que, con la ayuda de su amante, organiza minuciosamente la muerte de su marido; en Los Amantes dejo un hijo, un marido y un amante para ir a reunirme, al alba, con un desconocido; en Jules et Jim me reparto entre dos hombres y eso me 'parece muy bien; en Las relaciones peligrosas soy una mujer que desconoce el significado de la palabra moral. Personalmente, no me reconozco en ninguna de esas mujeres y, sin embargo, según afirman, parece que he estado muy convincente en esos papeles.
—¿Cuál es la conclusión?
—El hábito hace al monje. Encarnar a una prostituta en la pantalla es un problema que se resuelve a nivel de vestuario. Nada más ni nada menos.
—Hay quienes afirman que el personaje que interpreta en Luisa tiene para usted, en ese sentido, una significación especial.
—Ocurre que, antes de Luisa, pasé algún tiempo sin filmar: todos los papeles que me proponían giraban en torno al tema de la esposa cuarentona que tiene problemas con el marido o el amante; o bien, la amante envejecida que se inquieta por la presencia de una muchachita. . . Son papeles que yo no puedo interpretar porque ese tipo de problemas no me concierne. Luisa, en cambio, habla de una mujer de 40 años que ama a un joven de 20, con todo lo que el amor de una mujer madura puede tener de sutil y aún de sublime. Parece que eso ha molestado mucho...
—¿Por qué?
—No sé. Hay algo de podrido, de infinitamente estúpido en una sociedad que ríe maliciosamente del amor de una mujer madura por un hombre más joven que ella. En cambio, encuentran normal, hasta excitante, que un sexagenario en buena forma haga el amor con una chica de 18 años.

EL TE YA NO TIENE EL MISMO GUSTO
Cuando Jeanne Moreau comienza a enojarse, su decir se vuelve más fluido, su dicción se torna aún más clara, sus ojos adquieren un brillo inquietante. La relación hombre-mujer es una cuestión que la apasiona, estimula, acicatea permanentemente su intelecto; puede pasar horas hablando de ello. La conversación resurge natural, espontánea.
—¿Qué es lo que piensa al respecto?
—Como mujer, hace largos años que vivo en la ilegalidad o, si lo prefiere, en la libertad. Claro que esta pretendida libertad es también una forma de esclavitud: yo soy la esclava de mi condición de mujer. Es absurdo creer que el hombre y la mujer pueden batirse en un plano de igualdad; todo lo que yo sé es que han sido hechos para cohabitar. Esa es nuestra única razón para vivir. Estoy contra el racismo que pretende alzar a los hombres contra las mujeres o viceversa. La guerra civil es un lujo que una pareja no puede permitirse.
—¿Qué ideas tiene acerca del matrimonio?
—Creo que mis ideas al respecto pertenecen al mundo ideal de esa jovencita que ya dejé de ser hace tiempo. Pienso que el matrimonio malbarata la amistad, por no hablar del amor. . .
—Una vez, sin embargo .
—Sí, una vez me casé, pero fue a causa del niño que iba a nacer. Me casé un 27 de septiembre de 1949 a mediodía, y mi hijo nació el 28 de septiembre a las seis de la mañana. Es que estaban las familias, los amigos y todo eso. Y creo que está bien que sea así: un chico no puede vivir sin su padre. Por eso, aún después de varios años de haberme divorciado, mantengo con Jean Louis Richard, mi ex marido, una excelente relación.
—¿Y qué sucede con el amor?
—¡Creo en él! Sólo que no creo en el gran amor sino en muchos grandes amores. Me ha sucedido varias veces que me acuesto con un hombre, muy enamorada de él, y me despierto al lado de un desconocido. Los ingleses explican el fenómeno con su célebre frase: One morning tea has another taste (Una mañana el té ya no tiene el mismo gusto). Claro que no dejo de amar a un hombre porque no esté enamorada de él; siento un gran cariño por los hombres que han tenido alguna importancia en mi vida y jamás he comprendido a esa gente que se la pasa hablando mal de sus antiguos amantes: es como hablar mal de una misma.
—En cierta oportunidad usted le dijo a un periodista: "La libertad que la mujer ha llegado a conquistar se está volviendo en su contra; es que, desgraciadamente, las mujeres confunden muy a menudo libertad con facilidad". ¿Qué quiso decir?
—Eso lo he repetido docenas de veces. En la literatura francesa de fin de siglo, una frase vuelve permanentemente a la boca de las heroínas de las novelas: "Me he entregado". ¡Qué maravilla! Entregarse: eso es la libertad. Hoy, en cambio, las mujeres no se entregan: se abandonan; y eso es la facilidad. Son las pobres mujeres que creen en el poder de la seducción. Seducir está al alcance de todos; lo difícil es conservar.
—¿No le gustan las mujeres?
—No es eso, si hasta soy amiga de otras mujeres. Pero prefiero la
amistad de un hombre, en seguida toma otra dimensión.
—Usted parece más bien indulgente hacia los hombres.
—Lo soy, porque los tomo como son. Me gustan los mentirosos, me emociona mucho ese deseo casi infantil que tienen algunos hombres por inventar historias perfectas. Mentir es una forma de hacer poesía barata.
—¿Qué cualidad admira más en los hombres?
—La fidelidad a sí mismos, en toda circunstancia: un hombre que persigue una idea, un amor, un odio contra viento y marea. Eso me gusta. Sólo los imbéciles cambian de opinión, y lo hacen muy a menudo. También me importa que un hombre esté junto a mí cuando yo tengo necesidad de él. Quiero decir, en caso de un duro golpe; y aun en caso de uno no tan duro. La disponibilidad; eso es lo que importa
—¿Cuáles son los defectos que más le molestan?
—El problema es que no acierto del todo a diferenciar un defecto de una cualidad. Creo que lo que importa es su particularidad. Hay defectos que me encantan y virtudes que me exasperan. Se me ocurre que las virtudes las adquirimos, las fabricamos con esfuerzo; los defectos nacen con uno y no vale la pena disimularlos. De todos ellos, sin duda, el principal es el gusto por vivir.
—¿Qué entiende por vivir?
—Ser capaz de apreciar, minuto a minuto, las alegrías más simples, como si se tratara de la última vez: el sabor de un cigarrillo, la sonrisa de un amigo, la eclosión de una flor, una luz, un contacto, un olor. En suma, la curiosidad constante por la gente, las palabras, los objetos. La avidez: ¡soy tremendamente ávida! Tengo el gusto por lo absoluto. La tiranía es mi estado natural.

LA SERENIDAD DEL EXITO
Cuesta encontrar un nuevo tema, algo que le importe lo suficiente como para abandonar la cuestión de la que está hablando desde hace un rato. De pronto se interrumpe, se quita las pantuflas, se arrellana en su mullido sillón y comienza a hablar sobre el éxito: "He esperado durante mucho tiempo el éxito; lo he codiciado con todas mis fuerzas y por eso he trabajado y he tolerado tanto. Terminé por comprender que el éxito me correspondía. Por eso cuando llegó ya no estaba exaltada; al contrario, me serenó, porque se había hecho justicia. Hay algunos tontos que suelen decir que el éxito es perjudicial. Yo creo que el talento tiene tanta necesidad de éxito como la planta de agua". La imagen no parece conformarla. Una sonrisa burlona se dibuja en su boca antes de atacar nuevamente la conversación: "Al menos, para mí era indispensable: no me importaba el dinero ni la popularidad; yo había hecho una apuesta conmigo misma (la de triunfar en mi carrera de actriz) y necesitaba saber que había ganado. Y eso lo obtuve a través del cine. Para alguien como yo, que venía de! teatro y no tenía grandes senos, triunfar en el cine es una verdadera apuesta". Es necesario obligarla a concretar; su charla, lenta, cuidadosamente masticada parece, por momentos, volverse infinita:
—En definitiva, ¿qué es para usted el éxito?
—Es, ante todo, la posibilidad de decir que no. No a los temas estúpidos. no a los directores mediocres,
no a los partenaires sin talento. El éxito es un lujo, y el más grande de todos los lujos es poder elegir con libertad: las películas, los países, los hombres
—¿Nunca se equivoca cuando elige?
—Algunas veces, y de ahí provienen mis peores recuerdos dentro del cine.
—¿Podría mencionar alguna?
—La filmación de La noche, con Michelangelo Antonioni: fue una verdadera pesadilla, un recuerdo gris y helado. Ahí descubrí que Antonioni es incapaz de demostrar (y tal vez de sentir) la más mínima emoción. Los actores apenas si se dirigían la palabra sobre el escenario. Los únicos que se hablaban éramos Mastroianni y yo; creo que los dos nos sentíamos igualmente miserables.
—¿Le importa mucho el dinero?
—Me resulta necesario, en la medida en que confiere libertades. No conozco pobres libres y yo adoro la libertad.
—¿Considera que la pobreza es una desgracia?
—Por supuesto que sí. Y pienso además que la pobreza es el estado natural de la mayoría de la gente. Yo misma he sido muy pobre; después de la crisis de 1936 mi familia rozó, peligrosamente cerca, la miseria. Conservo horribles recuerdos de aquella época.
—¿Cuáles eran sus héroes por entonces?
—Nunca me atrajeron los héroes, siempre preferí la gente de todos los días. Sin embargo, me olvidaba, tenía un héroe: Alejandro Magno. Era un solitario, estaba loco, tenía un poder de seducción supremo. Mi imagen de él era la de un hombre que se desplazaba permanentemente por el mundo llevando con él una civilización que ponía al servicio de los demás. Quizás mi inclinación por Alejandro provenga de que, al igual que yo, él era joven y ya estaba perdido.
—Hoy es una estrella de faina internacional. ¿Qué piensa de aquellos insultos con que el público la recibió tras la proyección de Los amantes?
—Jamás entendí el motivo de tanta indignación. Es probable que ellos mismos, los que me trataron como a una mujer de la calle, no puedan hoy explicarse el porqué de esa actitud. Pero no me sorprendió: después de todo, el primero en pensar que todas las actrices son siempre unas perdidas fue mi padre.
—¿Su padre?
—Sí, el día que le comuniqué que deseaba ser actriz estuvo a punto de estrangularme. Me dijo que él no albergaría en su casa a una mujerzuela. Jamás comprendió. Aún hoy, me quiere, me estima, pero continúa aborreciendo mi profesión. Lo único que lo impresiona es aquello que tiene origen oficial. Por ejemplo, hace tiempo me ofrecieron la Legión de Honor; yo la rechacé: después de todo soy una actriz y todo lo que hago es cumplir con mi deber. Mi padre lo tomó como una afrenta personal y nunca me lo perdonó.
—Pero, volviendo a Los amantes...
—Si, es cierto. Recuerdo que escribieron de mí "... una que ofrece las partes más íntimas de su cuerpo a los besos del hombre con el que va a traicionar a su marido y a su amante". Sin embargo, nunca encontré a la mujer pérfida e inmoral que todos vieron. Vi la mujer que soy: con mi enorme, espasmódico interés por la Humanidad.
Revista Siete Días Ilustrados
12.03.1973


Ir Arriba

Ir al índice del sitio