Aunque ya han
trascurrido quince anos, los más obstinados
admiradores de la actriz recuerdan todavía aquel
tumultuoso Festival de Venecia donde por primera
vez se proyectó Los amantes, el audaz filme de
Louis Malle que tantos dolores de cabeza habría de
costar a los celosos guardianes de la moral y las
buenas costumbres. Ese día, parada en medio del
escenario, fría, impasible, con un aire entre
resignado y desafiante, Jeanne Moreau debió
tolerar estoicamente las escandalizadas iras de
una furibunda platea que la insultaba a voz en
cuello. Así, casi sin quererlo, la sensual
intérprete se trasformó en una suerte de pitonisa
y abanderada de la nouvelle vague francesa.
Rotundas matronas galas se encargaron del resto y
la Moreau quedó definitivamente encasillada en la
condenable categoría de mujer fatal: una
desprejuiciada diva, irreverente, ignorante de
toda convención social y exageradamente adicta a
la promiscuidad afectiva.
Lejos de intentar
desmentir tal fama, JM pareció complacerse desde
entonces en fomentar esa imagen; un entretenido
menester que le valió enhebrar un rosario de
célebres y acalorados romances: Alain Delon, Tony
Richardson, el propio Louis Malle, Pierre Cardin y
Julián Negulesco —el joven partena¡re de Luisa, su
última película— fueron, entre otros, los
favorecidos por la elección de la estrella. No
hace mucho tiempo confesó: "Me encantaría vivir en
una casa con el hombre que amo y donde hubiera
suficientes habitaciones para todos los hombres
que amé; viviríamos juntos y felices".
Por supuesto que no es
esta clase de méritos la que la ha erigido en
una de las más
cotizadas actrices de la cinematografía francesa;
algo que sólo puede explicarse por la talentosa
ductilidad evidenciada por la Moreau a lo largo de
su intensa carrera. Más allá de sus ventiladas
pasiones, ésa es la única trascendencia que parece
interesarle; quizás es por eso que sus mejores
recuerdos están asociados a su actividad: "Mi
profesión es mi vida", suele afirmar. Y en alguna
medida es cierto. Desde su debut, a los 20 años,
en el proscenio de la Comédie Française, con Un
mes en el campo, de Turgueniev, quedaría para
siempre atrapada en el fascinante mundo de los
histriones. En 1952, cansada de las rencillas
internas da la Comédie, resolvió refugiarse, junto
a Gerard Philipe, en el Teatro Nacional Popular;
más tarde, por espacio de dos años, trabajó en La
machine infernale, de
Cocteau, y en Pigmalion, de Bernard Shaw.
De este período datan
sus primeros roles en el cine, todos ellos
fácilmente olvidables. Y lo cierto es que, de no
haber conocido a Louis Malle, tal vez jamás
hubiera accedido a algún papel importante. Sin
embargo, en Ascensor para el cadalso, bajo la
dirección de aquel sagaz realizador, Jeanne Moreau
descubrió toda la sugestión encerrada por un
rostro que, en poco tiempo más, habría de
convertirse en uno de los favoritos de los más
conspicuos cineastas franceses. De la mano de
François Truffaut ingresaría luego a un círculo de
intelectuales del cine y concretaría sus mejores
labores: de este período datan Moderato Cantabile,
Las relaciones peligrosas y Diálogo de carmelitas.
Pero su acceso a la fama se produciría recién en
1958 con el estruendoso escándalo provocado por
Los amantes.
Desde entonces,
decenas de films la han contado como protagonista;
un ajetreo que, sin embargo, no parece haber
dejado demasiadas huellas: hoy, a los 44 años, JM
sigue ostentando el mismo despreocupado gusto por
la vida; su rostro, algo más ojeroso y arrugado,
no ha perdido nada del misterioso encanto de su
juventud. Por el contrario, no faltan quienes
afirman que su restallante madurez la ha
favorecido enormemente. Uno de ellos, el
periodista español José Luis de Vilallonga,
ferviente admirador de la diva, la entrevistó
recientemente en su vieja casona de la parisina
calle Du Cirque y obtuvo uno de los más completos
reportajes que la Moreau haya concedido a la
prensa, y de cuya reproducción Siete Días tiene
derechos exclusivos; a continuación, se
transcriben sus pasajes más salientes.
UNA EMPLEADA DE
CORREOS
Su boca es
indiscutiblemente amarga; los ojos ojerosos, como
dibujados. El rostro minado 'por una cierta fatiga
muy antigua. Pero basta que comience a hablar, con
esa dicción perfecta, cosas sobre los seres que
ama, su hijo, sus amigos. Entonces, esa pequeña
cara sombría, a menudo tan apagada, se ilumina de
pronto, disipa sus sombras y sus tristezas.
No le gusta aludir a
su niñez, apenas si acepta mencionar unos pocos
datos biográficos: "Soy ante todo —se enorgullece—
la hija de un campesino francés y de una inglesa
que bailaba en el Folies Bergere. Ninguno de ellos
tuvo una cultura excepcional, aunque mi madre era
algo más refinada que mi padre. Nunca fueron
ricos; después de la crisis del 36 quedaron en la
pobreza y en ese ambiente crecí yo. Ser actriz ha
significado para mí liberarme de los recuerdos de
aquel quinto piso de Montmartre, del olor a
cebolla, de la promiscuidad en que vivían nuestros
vecinos".
Un origen que no
explica para nada ese aire casi intelectual que
ostenta la actriz, su vasta información literaria,
su amistad con los más lúcidos escritores y
cineastas europeos. "Es que fui una criatura muy
enferma —memora—, condenada a larguísimas
convalecencias. Por eso comencé a leer muy
temprano. A los trece años había agotado la obra
de Zola. De ahí previene mi vocación de actriz: me
deleitaba repitiendo en voz alta los párrafos que
mayor impresión me causaban. Aprendía de memoria a
Racine y Anouilh y luego le pasaba el texto a mi
padre para que comprobara si había omitido alguna
palabra. El quería hacer de mí una empleada de
correos y, quizás, eso debí haber sido. Mi actual
sofisticación es una adquisición reciente, lo
mismo ocurre con mi presunta desenvoltura. Pero lo
cierto es que, desde aquella época, arrastro una
timidez casi enfermiza, tengo miedo de la gente,
me asusta tener que soportar sus miradas".
Resulta imposible
arrancarle otros recuerdos de su infancia; rehúsa
sistemáticamente hablar de sí misma como no sea en
su calidad de actriz. Entonces sí acepta
complacida el diálogo, se relaja, deja de fumar un
cigarrillo tras otro.
—¿Cuál de todos los
personajes que ha encarnado a lo largo de su
carrera es en realidad Jeanne Moreau?
—En Ascensor para el
cadalso soy una mujer que, con la ayuda de su
amante, organiza minuciosamente la muerte de su
marido; en Los Amantes dejo un hijo, un marido y
un amante para ir a reunirme, al alba, con un
desconocido; en Jules et Jim me reparto entre dos
hombres y eso me 'parece muy bien; en Las
relaciones peligrosas soy una mujer que desconoce
el significado de la palabra moral. Personalmente,
no me reconozco en ninguna de esas mujeres y, sin
embargo, según afirman, parece que he estado muy
convincente en esos papeles.
—¿Cuál es la
conclusión?
—El hábito hace al
monje. Encarnar a una prostituta en la pantalla es
un problema que se resuelve a nivel de vestuario.
Nada más ni nada menos.
—Hay quienes afirman
que el personaje que interpreta en Luisa tiene
para usted, en ese sentido, una significación
especial.
—Ocurre que, antes de
Luisa, pasé algún tiempo sin filmar: todos los
papeles que me proponían giraban en torno al tema
de la esposa cuarentona que tiene problemas con el
marido o el amante; o bien, la amante envejecida
que se inquieta por la presencia de una
muchachita. . . Son papeles que yo no puedo
interpretar porque ese tipo de problemas no me
concierne. Luisa, en cambio, habla de una mujer de
40 años que ama a un joven de 20, con todo lo que
el amor de una mujer madura puede tener de sutil y
aún de sublime. Parece que eso ha molestado
mucho...
—¿Por qué?
—No sé. Hay algo de
podrido, de infinitamente estúpido en una sociedad
que ríe maliciosamente del amor de una mujer
madura por un hombre más joven que ella. En
cambio, encuentran normal, hasta excitante, que un
sexagenario en buena forma haga el amor con una
chica de 18 años.
EL TE YA NO TIENE EL
MISMO GUSTO
Cuando Jeanne Moreau
comienza a enojarse, su decir se vuelve más
fluido, su dicción se torna aún más clara, sus
ojos adquieren un brillo inquietante. La relación
hombre-mujer es una cuestión que la apasiona,
estimula, acicatea permanentemente su intelecto;
puede pasar horas hablando de ello. La
conversación resurge natural, espontánea.
—¿Qué es lo que piensa
al respecto?
—Como mujer, hace
largos años que vivo en la ilegalidad o, si lo
prefiere, en la libertad. Claro que esta
pretendida libertad es también una forma de
esclavitud: yo soy la esclava de mi condición de
mujer. Es absurdo creer que el hombre y la mujer
pueden batirse en un plano de igualdad; todo lo
que yo sé es que han sido hechos para cohabitar.
Esa es nuestra única razón para vivir. Estoy
contra el racismo que pretende alzar a los hombres
contra las mujeres o viceversa. La guerra civil es
un lujo que una pareja no puede permitirse.
—¿Qué ideas tiene
acerca del matrimonio?
—Creo que mis ideas al
respecto pertenecen al mundo ideal de esa
jovencita que ya dejé de ser hace tiempo. Pienso
que el matrimonio malbarata la amistad, por no
hablar del amor. . .
—Una vez, sin embargo
.
—Sí, una vez me casé,
pero fue a causa del niño que iba a nacer. Me casé
un 27 de septiembre de 1949 a mediodía, y mi hijo
nació el 28 de septiembre a las seis de la mañana.
Es que estaban las familias, los amigos y todo
eso. Y creo que está bien que sea así: un chico no
puede vivir sin su padre. Por eso, aún después de
varios años de haberme divorciado, mantengo con
Jean Louis Richard, mi ex marido, una excelente
relación.
—¿Y qué sucede con el
amor?
—¡Creo en él! Sólo que
no creo en el gran amor sino en muchos grandes
amores. Me ha sucedido varias veces que me acuesto
con un hombre, muy enamorada de él, y me despierto
al lado de un desconocido. Los ingleses explican
el fenómeno con su célebre frase: One morning tea
has another taste (Una mañana el té ya no tiene el
mismo gusto). Claro que no dejo de amar a un
hombre porque no esté enamorada de él; siento un
gran cariño por los hombres que han tenido alguna
importancia en mi vida y jamás he comprendido a
esa gente que se la pasa hablando mal de sus
antiguos amantes: es como hablar mal de una misma.
—En cierta oportunidad
usted le dijo a un periodista: "La libertad que la
mujer ha llegado a conquistar se está volviendo en
su contra; es que, desgraciadamente, las mujeres
confunden muy a menudo libertad con facilidad".
¿Qué quiso decir?
—Eso lo he repetido
docenas de veces. En la literatura francesa de fin
de siglo, una frase vuelve permanentemente a la
boca de las heroínas de las novelas: "Me he
entregado". ¡Qué maravilla! Entregarse: eso es la
libertad. Hoy, en cambio, las mujeres no se
entregan: se abandonan; y eso es la facilidad. Son
las pobres mujeres que creen en el poder de la
seducción. Seducir está al alcance de todos; lo
difícil es conservar.
—¿No le gustan las
mujeres?
—No es eso, si hasta
soy amiga de otras mujeres. Pero prefiero la
amistad de un hombre,
en seguida toma otra dimensión.
—Usted parece más bien
indulgente hacia los hombres.
—Lo soy, porque los
tomo como son. Me gustan los mentirosos, me
emociona mucho ese deseo casi infantil que tienen
algunos hombres por inventar historias perfectas.
Mentir es una forma de hacer poesía barata.
—¿Qué cualidad admira
más en los hombres?
—La fidelidad a sí
mismos, en toda circunstancia: un hombre que
persigue una idea, un amor, un odio contra viento
y marea. Eso me gusta. Sólo los imbéciles cambian
de opinión, y lo hacen muy a menudo. También me
importa que un hombre esté junto a mí cuando yo
tengo necesidad de él. Quiero decir, en caso de un
duro golpe; y aun en caso de uno no tan duro. La
disponibilidad; eso es lo que importa
—¿Cuáles son los
defectos que más le molestan?
—El problema es que no
acierto del todo a diferenciar un defecto de una
cualidad. Creo que lo que importa es su
particularidad. Hay defectos que me encantan y
virtudes que me exasperan. Se me ocurre que las
virtudes las adquirimos, las fabricamos con
esfuerzo; los defectos nacen con uno y no vale la
pena disimularlos. De todos ellos, sin duda, el
principal es el gusto por vivir.
—¿Qué entiende por
vivir?
—Ser capaz de
apreciar, minuto a minuto, las alegrías más
simples, como si se tratara de la última vez: el
sabor de un cigarrillo, la sonrisa de un amigo, la
eclosión de una flor, una luz, un contacto, un
olor. En suma, la curiosidad constante por la
gente, las palabras, los objetos. La avidez: ¡soy
tremendamente ávida! Tengo el gusto por lo
absoluto. La tiranía es mi estado natural.
LA SERENIDAD DEL EXITO
Cuesta encontrar un
nuevo tema, algo que le importe lo suficiente como
para abandonar la cuestión de la que está hablando
desde hace un rato. De pronto se interrumpe, se
quita las pantuflas, se arrellana en su mullido
sillón y comienza a hablar sobre el éxito: "He
esperado durante mucho tiempo el éxito; lo he
codiciado con todas mis fuerzas y por eso he
trabajado y he tolerado tanto. Terminé por
comprender que el éxito me correspondía. Por eso
cuando llegó ya no estaba exaltada; al contrario,
me serenó, porque se había hecho justicia. Hay
algunos tontos que suelen decir que el éxito es
perjudicial. Yo creo que el talento tiene tanta
necesidad de éxito como la planta de agua". La
imagen no parece conformarla. Una sonrisa burlona
se dibuja en su boca antes de atacar nuevamente la
conversación: "Al menos, para mí era
indispensable: no me importaba el dinero ni la
popularidad; yo había hecho una apuesta conmigo
misma (la de triunfar en mi carrera de actriz) y
necesitaba saber que había ganado. Y eso lo obtuve
a través del cine. Para alguien como yo, que venía
de! teatro y no tenía grandes senos, triunfar en
el cine es una verdadera apuesta". Es necesario
obligarla a concretar; su charla, lenta,
cuidadosamente masticada parece, por momentos,
volverse infinita:
—En definitiva, ¿qué
es para usted el éxito?
—Es, ante todo, la
posibilidad de decir que no. No a los temas
estúpidos. no a los directores mediocres,
no a los partenaires
sin talento. El éxito es un lujo, y el más grande
de todos los lujos es poder elegir con libertad:
las películas, los países, los hombres
—¿Nunca se equivoca
cuando elige?
—Algunas veces, y de
ahí provienen mis peores recuerdos dentro del
cine.
—¿Podría mencionar
alguna?
—La filmación de La
noche, con Michelangelo Antonioni: fue una
verdadera pesadilla, un recuerdo gris y helado.
Ahí descubrí que Antonioni es incapaz de demostrar
(y tal vez de sentir) la más mínima emoción. Los
actores apenas si se dirigían la palabra sobre el
escenario. Los únicos que se hablaban éramos
Mastroianni y yo; creo que los dos nos sentíamos
igualmente miserables.
—¿Le importa mucho el
dinero?
—Me resulta necesario,
en la medida en que confiere libertades. No
conozco pobres libres y yo adoro la libertad.
—¿Considera que la
pobreza es una desgracia?
—Por supuesto que sí.
Y pienso además que la pobreza es el estado
natural de la mayoría de la gente. Yo misma he
sido muy pobre; después de la crisis de 1936 mi
familia rozó, peligrosamente cerca, la miseria.
Conservo horribles recuerdos de aquella época.
—¿Cuáles eran sus
héroes por entonces?
—Nunca me atrajeron
los héroes, siempre preferí la gente de todos los
días. Sin embargo, me olvidaba, tenía un héroe:
Alejandro Magno. Era un solitario, estaba loco,
tenía un poder de seducción supremo. Mi imagen de
él era la de un hombre que se desplazaba
permanentemente por el mundo llevando con él una
civilización que ponía al servicio de los demás.
Quizás mi inclinación por Alejandro provenga de
que, al igual que yo, él era joven y ya estaba perdido.
—Hoy es una estrella
de faina internacional. ¿Qué piensa de aquellos
insultos con que el público la recibió tras la
proyección de Los amantes?
—Jamás entendí el
motivo de tanta indignación. Es probable que ellos
mismos, los que me trataron como a una mujer de la
calle, no puedan hoy explicarse el porqué de esa
actitud. Pero no me sorprendió: después de todo,
el primero en pensar que todas las actrices son
siempre unas perdidas fue mi padre.
—¿Su padre?
—Sí, el día que le
comuniqué que deseaba ser actriz estuvo a punto de
estrangularme. Me dijo que él no albergaría en su
casa a una mujerzuela. Jamás comprendió. Aún hoy,
me quiere, me estima, pero continúa aborreciendo
mi profesión. Lo único que lo impresiona es
aquello que tiene origen oficial. Por ejemplo,
hace tiempo me ofrecieron la Legión de Honor; yo
la rechacé: después de todo soy una actriz y todo
lo que hago es cumplir con mi deber. Mi padre lo
tomó como una afrenta personal y nunca me lo
perdonó.
—Pero, volviendo a Los
amantes...
—Si, es cierto.
Recuerdo que escribieron de mí "... una que ofrece
las partes más íntimas de su cuerpo a los besos
del hombre con el que va a traicionar a su marido
y a su amante". Sin embargo, nunca encontré a la
mujer pérfida e inmoral que todos vieron. Vi la
mujer que soy: con mi enorme, espasmódico interés
por la Humanidad.
Revista Siete Días
Ilustrados
12.03.1973
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