Mágicas Ruinas
crónicas del siglo pasado

Para una historia de espías
por El Camarada X
Interrogante en la silla eléctrica
Al caer la tarde fueron electrocutados en el penal de Sing-Sing los esposos Julius y Ethel Rosenberg

NO se conoce en estos trágicos antecedentes del espionaje otro caso de mayor trascendencia internacional que este de los recientemente ajusticiados esposos Rosenberg.
Superada la información periodística aparecida durante la semana anterior en toda la prensa del mundo, sólo nos resta acudir al comentario, menos alegre que nuestro anterior sobre el mismo tema, menos irónico que aquel que escribimos en los momentos en que la esperanza jugaba sus últimos naipes en procura de una piedad, que esta vez no estuvo con los hombres encargados de imponer justicia.
Dos banderas se enarbolaron después de la noticia casi inesperada. Una, la de los desorientados integrantes del comité pro Defensa de los Rosenberg. Otra, la de los que apoyaron fríamente el proceso y la condena.
Si bien todos los comentarios posteriores a esta despiadada ejecución, merecida o no, no resucitarán a los ejecutados, han servido para demostrar claramente el ambiente desfavorable con que cuenta en el mundo la tan mentada y popularizada democracia de los Estados Unidos. En todas las calles del mundo el hombre de la calle ha vivido el drama de estos espías, antes y después del espectáculo terrible de la silla eléctrica, comentado fríamente en detalles de manos crispadas por los tres únicos periodistas asistentes al acto increíble. Las declaraciones del abogado defensor de los infortunados esposos, al decir que la democracia de los Estados Unidos ha muerto juntamente con los esposos Rosenberg, han corrido por las bocas de todos los hombres esperanzados del mundo, que ya tienen dudas sobre el momento terrible en que vive hoy el mapa de los intereses imperialistas
El caso Rosenberg marca una época de inquietudes políticas.
En nuestro número anterior dábamos cuenta de la declaración dada a publicidad por los procesados. "Si cooperábamos con el gobierno —decían— se nos perdonaría la vida. La historia dirá que fuimos víctimas de la más monstruosa conspiración en la historia de nuestro país", terminaban aclarando. Existe un motivo fundamental para creer que se trata realmente de una desdichada conspiración y que la suerte de los Rosenberg pudo haberse decidido —por lo menos para la publicidad norteamericana— en otros términos menos desagradables que los que comenta actualmente la prensa de todos los países contrarios o no a Norteamérica.
El motivo que nos obliga a creer en que la muerte de estos espías no pasa de ser una funesta conspiración es que no ha existido una prueba definitiva para hacer justicia. Esa prueba está a estas horas en manos de los compradores —si es que los hubo— del secreto atómico. Ese sería el testigo irrefutable. Hubiera sido el testimonio real, y definitivo.
Pero el comprador del secreto no acude a los innumerables folios de este sonado e inesperado proceso y la defensa se desespera para hacer prevalecer los pobres elementos que servirán sólo para sembrar alguna que otra duda, pero no para salvar de la silla eléctrica a los sospechados —que no fueron otra cosa— de espionaje atómico. En todos los países civilizados del mundo donde, los Estados Unidos tienen una representación diplomática fué necesario poner vigilancia al edificio que ocupan las embajadas, consulados, etc. Las mismas banderas que ondearon contra la justicia injustificada en las horas del audaz proceso contra criminales de guerra, aquel monumento a la parcialidad norteamericana, donde se pusieron en banquillo de acusados tan sólo a los vencidos, para tranquilidad de los vencedores, pero no para una mejor suerte de los "hombres de la calle" que pronto se vieron desfilando hacia el paralelo 38º en un nuevo y original intento de salvar a la Humanidad del inflado y rimbombante fantasma del comunismo. Fantasma que aparece una vez más clamando por el alma de los esposos Rosenberg.
En París trescientos cincuenta policías custodiaban el edificio de la embajada de Estados Unidos. En Melbourne un dirigente comunista elevó una oración fúnebre cuando se oyó la noticia, en momentos en que frente al consulado norteamericano cuatrocientas personas, esperaban fuera conmutada la pena. En Turín la policía y los bomberos dispersaron a la multitud y arrestaron a diez individuos. En Milán, en Tel-Aviv, en Madrid, en Lisboa y otras cien, u otras mil ciudades del planeta, se alzan las banderas que consideran excesiva la condena. En un balcón de Washington ondea un cartel que dice: "Volved a vuestras casas, ratas comunistas."
En Londres mil manifestantes acudieron a Downing Street 10. Esa es la dirección de Winston Churchill. Allí fueron en busca de una desesperada intervención ante el presidente Eisenhower para salvar a los condenados a muerte. Pero Mr. Winston Churchill estaba descansando en su residencia de campo.
En Viena eran mil quinientos los comunistas que, partiendo de La Scala, formaron una columna y se dirigieron a la plaza Stalin, en el límite del sector soviético.
Ni siquiera aquel proceso fabuloso contra los criminales de guerra, si los hubo, tuvo la repercusión de este otro por espionaje atómico, si lo hay. Nunca en los términos comunes a esta suerte de traiciones se produjo un caso que pueda parecerse en trascendencia popular. Es que hay un motivo para ello. El motivo es, sin duda, la escasa simpatía de que gozan actualmente los imperialistas de América del Norte.
En otras circunstancias, en otra época, este pavoroso final de tercer acto con que cae el telón tras lo que parece ser una farsa impresionante, hubiera sido menos clamoroso, menos increíble, o cuando menos más discreto y, por lo tanto, más aceptable.
Para colmo de males, la tragedia cobra nuevos colores en la orfandad de Michel y Robert Rosenberg.
Esas dos criaturas que ya aparecerán en las páginas seleccionadas del "Reader's Digest" en cuanto se publique la melancólica historia de los traidores del átomo.
Claro que para nuestra historia de espías, que no aparecerá en ninguna selección, sólo interesa el interrogante que nos permitimos abrir sobre la silla de la electrocución, en nuestra entrega anterior de esta serie. Interrogante que se justifica ante lo injusto del sacrificio, interrogante que pretende suavizar en parte el dramático desenlace. ¿Han muerto realmente los Rosenberg?
Hay una posibilidad de que no hayan muerto. "Si cooperábamos con el gobierno se nos perdonaría la vida". En esa frase, que debió ser un secreto, si no fué una frase estratégica, se esconde la posibilidad que acudió en otras horas a otros espías menos famosos, como Joshito Kawajina, o tan populares como Lawrence de Arabia, o el solitario destructor Von Rintelen, que llegaron a morir más de un par de veces. Otros cuyas cabezas rodaron por tierra en las horas oscuras del año catorce y que más tarde aparecían vivos en un nuevo trabajo de espionaje. No podemos creer que las muy altas y atravesadas trampas del servicio secreto lleguen a esto. No podemos pensarlo demasiado en serio. Sólo nos permitimos abrir el interrogante que suaviza el panorama de esta tragedia.
Revista PBT
26.06.1953

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