HUBO una época, poco
antes de la última guerra, en que todas las
figuras populares del ambiente teatral y
cinematográfico, en el orden internacional, eran
vinculadas a cuestiones de espionaje. Así,
actrices de la categoría efe Vivian Leigh, Norma
Talmadge, Ingrid Bergman, y hasta la benemérita
Greta Garbo, cayeron en la lista de personas
posiblemente vinculadas con el espionaje de los
distintos países, de los que se esperaba una
pronunciación bélica, resuelta al fin por los
alemanes en setiembre de 1939.
Sin duda hubo algún
promotor de artistas que para dar mayor
popularidad a su representada inventó aventuras de
espionaje que corrieron rápidamente por los cinco
continentes en la forma del telegrama de alguna
reputada agencia informativa. En otros casos,
fueron las autoridades quienes pusieron en tela de
juicio la reputación del personaje célebre para
atraer hacia él la atención de desprevenidos
agentes del posible enemigo.
Así es la técnica del
espionaje y del contraespionaje, en los que suenan
repetidamente nombres de figuras muy conocidas, de
las que no podemos esperar más acciones que las
nobles del arte que representan y si no nos las
imaginamos al servicio de la traición o de la
entrega, nos parece que desarrollan una labor muy
simpática a todos, ya que los vemos en el plano de
las aventuras en que todos hubiéramos participado
con gusto.
De ese modo recibimos
allá por 1942 la noticia de las actividades
secretas de aquella dama que se llamó Laura
Ingalls y que un día aterrizó con su avión de
recordwoman en el viejo aeródromo "Presidente
Rivadavia" de Morón, ¿Quién era esta mujer que
años más tarde había de adjudicarse el oprobioso y
denigrante título de "la vendepatria Nº 1"? Su
nombre figura en la historia de la aeronavegación
argentina como la única mujer que voló sola, desde
Nueva York a Buenos Aires. Esa proeza la realizó
en el año 1934 en un vuelo de 27.000 kilómetros
con el que abrazó por los aires el continente
americano, después de salvar enormes dificultades
para aterrizar, felizmente, en el aeropuerto
neoyorkino de Floyd Bennett. Durante su estada en
Buenos Aires le fueron tributados diversos
agasajos, en los que quedó demostrada la
admiración causada por su prueba fantástica. Por
el solo efecto de tratarse de una mujer, de una
chiquilla caprichosa, que calzaba a la cintura, a
modo de talismán, un cuchillo de caza los puertos
del Pacífico y del Atlántico abrieron sus brazos a
la inquieta Laura, siempre haciéndole pito catalán
al peligro.
Ello lo confesó en
nuestra tierra, la suprema emoción de su vida era
sentir el soplo helado de la muerte empujando u
oponiéndose al avance majestuoso de su avión. En
aquella permanente y desafiante altivez de la
pequeña amiga de la muerte, recordamos que Laura
Ingalls, en la inauguración del Aeródromo de
Hatbox-Muscogei (Oklahoma), consiguió "rizar el
rizo" 980 veces consecutivas, batiendo un récord
suyo anterior de 344 rizos.
Esa mujer, que en 1934
recorrió las tres Américas en ambicioso y pacífico
peregrinaje por las rutas del aire. Esa paloma
blanca tan breve, tan suave, tan bonita, tan
apetecible como la paloma la paz, no era la paloma
de la paz.
Muy por el contrario,
era belicista, y lo que es peor, una mujer capaz
de vender a su patria.
Laura Ingalls se hace
acreedora en 1942 al poco noble título de la
vendepatria número uno, y el origen de este apodo
poco amable surge de las acusaciones formuladas
contra ella por ser uno de los agentes avanzados
de la Alemania Hitlerista allende las fronteras.
Ella, que había sido
en su época la mejor piloto de los Estados unidos,
fué sometida a proceso, acusada de recibir dinero
del gobierno alemán, para hacer propaganda por la
causa germana en la Unión.
El primer testigo en
declarar en juicio fué el doctor Daniel Shoreli,
quien manifestó que Laura Ingalls le dijo en una
oportunidad que iba "a hacer todo o posible a fin
de preparar al país para el momento en que llegara
Hitler a tomar las riendas del poder".
Otros testigos, entre
ellos, Dudley Steele, gerente del aeropuerto de
Burbank (California), aseguró que las
manifestaciones de la aviadora hacia el gobierno
de los Estados Unidos eran en un todo
desalentadoras, que esa situación acabaría, según
ella, cuando el führer llegara con su poder hasta
las tierras de América.
Pero si el informe de
los testigos pudo tener algunos puntos dudosos, no
ocurrió lo mismo con las investigaciones que
demostraron fehacientemente la culpabilidad de
Laura. Ella recibía desde marzo de 1941 hasta
diciembre del mismo año, el día en que Alemania e
Italia declararon la guerra a Estados Unidos, no
menos de 400 dólares mensuales.
Aparecieron otros
testigos que declararon en contra de la intrépida
aviadora, pero también hubo quien inició por su
parte una campaña en defensa de aquella paloma de
la paz, mencionándola a menudo como ardiente
pacifista y posiblemente el miembro más activo del
comité "América Primero".
No obstante, el
servicio de contraespionaje americano estableció,
para intranquilidad de la aviadora, una propuesta
hecha por ella a los agentes alemanes, en la que
se daban detalles de un vuelo de paz a Alemania
por la ruta de América del Sur.
Una serie de cartas en
idioma inglés y otras en clave dirigidas a
Alemania demostraron en cierto modo su
culpabilidad.
Pero, ¿cuánto había de
verdad en el proceso contra Laura? Difícil sería
establecer ahora el porqué solo fué condenada a
ocho meses de prisión. Condena ésta que fué
ampliada luego a dos años por inconducta.
Aquella chiquilla
revoltosa tenía el diablo en el cuerpo. Aquella
inquieta pajarita de carne, salida de una escuela
de danzas, transformada en heroína del aire, iba a
demostrar en su descargo que había querido servir
al contraespionaje de su patria.
Aseguró que en muchas
oportunidades había pretendido alcanzar las
esferas oficiales para entregar importantes
secretos del movimiento alemán en América durante
la última guerra.
Nunca fué atendida, su
secreto fué siempre despreciado. Eso sí, nosotros,
niños sabidos ya, en estas cosas de la alta
traición y el pequeño espionaje, recordamos ahora
la paralela establecida por la técnica, por el
oficio, y hasta por el calificativo de
antipatriota número uno que le correspondió a
Charles Lindberg, también héroe del aire,
desgarbado y simpático, inteligente y fino, y
campeón del espionaje norteamericano.
Ambos habían de usar
sus alas en algo más que la mera ilusión de
dominar el cielo.
Revista PBT
08/05/1953
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