El Gabinete, dirigido
desde hace diez meses por el Nuevo Partido del
Congreso, hace aguas por todos lados; los únicos
que hasta ahora lo sostienen sin desmayos son los
comunistas prosoviéticos. Entre tanto, grupos de
socialistas aliados a moderados y a extremistas do
derecha formaron en la segunda semana de diciembre
un nuevo Gobierno en Bihar, el séptimo en menos de
cuatro años. Por otra parte, perdidas para la hija
de Nerhu las riendas del poder en los dos grandes
Estados de la cuenca del Ganges, sigue el
crescendo de fusilamientos y asesinatos en Calcuta
y Vizagapatman (Estado de Andhra Prodesch).
En la segunda de esas
ciudades fueron condenados a muerte, el 29 de
noviembre, cuatro naxalistas (chinoístas) entre
ellos el líder del movimiento en el Estado de
Orissa, Nagabhushair Patnaik. Es la primera vez
desde el año 1947 que en la India se ejecuta a
opositores políticos. Lejos de allí, en un barrio
de Calcuta —Barasat—, once integrantes del Partido
Comunista Hindú Marxista Leninista (al que
normalmente se alían los naxalistas) fueron
sacados de sus casas; al día siguiente sus
cadáveres aparecieron al borde de una ruta: las
heridas fueron producidas por proyectiles de
calibre similar al usado por la Policía. Igual
suerte tuvieron algunos cientos de sus compañeros
de Bengala occidental. No tan mal les fue a los
cuatro mil que aún están presos.
Para completar el
cuadro de las desventuras del partido oficial
conviene agregar el caso de los maharajaes, los
Príncipes hindúes despojados del poder en 1947.
Fue el detonante que hizo añicos las coberturas,
todos los resortes institucionales quedaron a la
vista. Esas piezas perfectamente montadas por el
padre de la Gandhi mostraron sus fallas
intrínsecas. La breve historia es así: después del
establecimiento de la República, Nerhu acordó dar
a los fílmicos nobles pensiones graciables
—algunas irrisorias, otras suculentas— y un
conjunto de derechos nada despreciables, entre los
que se cuenta la exención de impuestos y de trabas
aduaneras, inmunidades penales, el uso de sus
títulos y honores (portación de armas, por
ejemplo) y hasta la posibilidad de convertir en
día festivo, en sus respectivas ciudades, el
correspondiente al aniversario de cada uno de
ellos.
Pero la Primera
Ministra ha dicho a quien quisiese oírla que nunca
estuvo conforme con ese arreglo; su deseo de
socializar un poco al país, y acaso una pizca de
demagogia, la alentaron a accionar todos los
botones del poder con vistas a conseguir la
supresión de anacrónicos privilegios. Pero falló.
Lástima.
El Estado hasta llegó
a ofrecerles indemnizaciones por un total de 500
millones de rupias —cifra igual a la suma de todas
las pensiones concedidas en la India—, y los
interesados dijeron no. Se entiende, cuando a cada
uno se le terminase su parte, era el fin. La
Gandhi no hizo esperar su respuesta: ante las dos
Cámaras presentó un provecto por el que quedaban
abolidos todos los privilegios. La Cámara del
Pueblo (Diputados) lo aprobó, fue a la Cámara Alta
(Senadores) y por sólo un voto no pudo convertirse
en ley. Dispuesta a no aceptar el fracaso, y algo
apurada —debía asistir a la Conferencia de Países
no Alineados, en Lusaka—, la Primera Ministra puso
a la firma del Presidente de la república un
decreto cuyos resultados hubiesen sido los mismos
que los previstos en el proyecto de ley rechazado.
Parte de su Gabinete desaprobó el "tono" del
documento. Peor fue cuando la Corte Suprema de
Justicia dijo que era inconstitucional. El intento
cuasi jacobino fue al canasto de los papeles. Los
279 maharajaes volvieron a respirar tranquilos. El
Estad seguiría derivando hacia ellos 500 millones
de rupias (unos 6,5 millones de dólares anuales).
El prestigio de la
hija de Nehru, tanto como el del Presidente Giri,
resultaron bastante despatarrados. La ordenanza
que el segundo firmó y la Corte rechazó tuvo una
confección tan rápida que los opositores no
tardaron en encontrarle un nombre, y le colgaron
no más el cartelito: midnight order. Lo cierto es
que a la oposición le vino de perillas. Las
críticas contra los métodos de la Gandhi, contra
las libertades que se toma respecto de la
Constitución, arreciaron. Sin embargo, quienes más
se rasgan las vestiduras en defensa de la Carta
Magna no suelen ser, al menos en la India, los más
progresistas. Saben, por supuesto, que basta una
negativa de la Corte para que todo un mecanismo
legislativo vuelva a fojas cero. Sus dictámenes no
tienen apelación; uno de ellos, del año 1967,
ordenaba que el Parlamento carecía de atribuciones
para suprimir o restringir los derechos
fundamentales reconocidos por la Constitución. Por
lo tanto, todas las decisiones legislativas que
afecten a las prerrogativas que aquella otorga,
por ejemplo, a los Príncipes o a los propietarios,
pueden automáticamente ser consideradas como
nulas, puesto que contradicen tal o cual acordada.
Por otra parte, la historia de las escaramuzas
entre el Poder Legislativo y el Judicial alumbra
una evidencia: el conservadorismo y la
independencia de los Jueces máximos respecto del
Gobierno.
De todos modos, hasta
el mismo programa de su partido le tiende picaras
celadas a la jefa del Gobierno. En ese documento
se habla de limitaciones razonables a la
propiedad. Y es justo alrededor de ese punto que
pivotean los izquierdistas del oficialismo y de la
oposición. Desde hace años insisten en la
necesidad de otorgar soberanía al Parlamento para
que pueda legislar incluso a nivel de los derechos
fundamentales. El callejón tiene una única salida:
elecciones ya; después, reformar la Constitución.
Sin embargo, el riesgo de un enfrentamiento de
poderes implicaría llevar al partido gobernante a
una batalla demasiado dudosa. De todos modos,
Indira Gandhi se muestra firme; "las leyes se
formulan para que el pueblo viva fácilmente",
supuso; "las leyes no caen del Cielo, es posible
cambiar las leyes y las constituciones",
descubrió, reiterativa.
PRIMERA PLANA Nº 414 •
5/1/71
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