Margaret Mead: Setenta años de adolescencia

Traspuesta la frontera de los 70 años, su nombre, al mismo tiempo que se asocia al escándalo y la condena en boca de la "gente seria", flamea cada vez con más bríos entre los jóvenes rebeldes norteamericanos. Al pie de petitorios por la legalización de la marihuana y del aborto, al final de las solicitadas contra el genocidio en Vietnam y la segregación racial, Margared Mead es una firma infaltable. Los hombres de ciencia, en su mayoría, trataron siempre de resguardarla de sí misma, anteponiendo su imagen de "antropóloga" a todos sus "descarríos". Sin embargo, su reciente Autobiografía incomoda los catálogos de las academias: "El profeta que omite plantear una alternativa viable y, sin embargo, predica la hecatombe —la lapicera de Mead es un látigo—, forma parte de la trampa que postula". Los adolescentes se encargaron de convertir el libro en best-seller.

LOS ABUELOS EN PENITENCIA. "Todos, para ser completos, al mismo tiempo que nos convertimos en abuelos, necesitamos transformarnos en nietos." Tras esta sentencia, Margaret Mead agita el recuerdo de "la influencia más decisiva" de su vida: su abuela paterna, quien ya en su niñez le enseñó que "en los juegos, y también más adelante, nunca debía permitir que los varones se consideraran más fuertes e inteligentes que las chicas". Este estímulo recibido en su infancia se tradujo, con los años, en una vida personal consecuente —se casó tres veces y nunca abandonó su apellido de soltera— y en una labor científica comprometida. La relación entre los sexos —infatigable iconoclasta del patriarcado— y entre las generaciones —quinta-columna juvenil en cualquier senado— son dos constantes de su pensamiento, donde la Antropología tiene por objeto central de estudio "la humanidad tal como fue, como es y como debe ser, si el hombre sobrevive ... (Antropología, la ciencia del hombre).
Margaret Mead integra, en forma vitalicia, la tripulación de esa máquina del tiempo que, desde un mismo plano espacial, aleja a los jóvenes de los mayores en un compromiso casi exclusivo con el futuro. En la vanguardia de ese vértigo, la antropóloga norteamericana solamente visualiza la posibilidad de construir un mundo nuevo a partir de esta ruptura y de la praxis de las nuevas generaciones. En este sentido, para los mayores, existe en la actualidad una única opción: seguir a sus hijos o sucumbir. Mead, sin duda, ya ha tomado partido.
Para esta abuela adolescente, a lo largo de todas las épocas pueden detectarse tres tipos de cultura según el modelo de actitud intergeneracional. El tipo posfigurativo supone un grupo social en el que los niños aprenden de los adultos. En una cultura configurativa, en cambio, el proceso de conocimiento de las pautas sociales se produce entre los coetáneos: niños, adolescentes y adultos aprenden de sus pares de edad. Por último, el modelo cultural prefirmativo implica que los mayores también aprenden de los niños. Mead, al mismo tiempo que se enrola entre los jóvenes, alerta sobre la explosión configurativa que, en esta época, hace cimbrear al mundo. Esta pérdida de contacto con el pasado puede culminar en una arrogancia que se arroje inconscientemente al porvenir.
Sin embargo, Margaret Mead no cree que la actual ruptura intergeneracional constituya exclusivamente una guerra santa contra la "gerontocracia". Ciertos fenómenos la llevan a pensar que esta rebelión juvenil es tan sólo el umbral de una nueva cultura prefigurativa. "Quizá la respuesta más extraordinaria haya sido la de Mao, quien intenta volver a los jóvenes descontentos contra sus padres, para así conservar el ímpetu de la revolución realizada por la generación de los abuelos —la Revolución Cultural China enardeció a la antropóloga—. Si los maoístas triunfan en su experimento, realizarán la aplicación más sensacional que se conoce de las técnicas de la configuración generacional con el fin de provocar un nuevo tipo de cultura."

OTRAS EPOCAS Y LATITUDES. Ser antropólogo en el siglo XIX equivalía a convertirse en un coleccionista de singularidades. La obtención de materiales diversos no implicaba una observación vivida y comprometida de cada uno de los pueblos estudiados. Margaret Mead, desde un comienzo, pensó que ése era un cúmulo absurdo de material por la desconexión de los datos y su no integración a una dimensión conceptual más amplia. Una primera tarea consistió en sacudirle el polvo a la exótica bohardilla del siglo pasado y rescatar la coherencia de las sociedades primitivas. De esta manera, esas exquisiteces dignas de una novela de Pierre Loti podían significar un elemento testimonial para la valoración de la sociedad contemporánea.
Mead no sólo ordenó el material existente sino que se lanzó, en persona, al estudio directo de pueblos aún no contaminados por la civilización. Los pueblos primitivos no presentan la abigarrada diversidad de factores social-culturales de dispersión y brindan las ventajas que un laboratorio otorga al químico, con la ventaja de no experimentar, sino de observar en medio de una participación permanente. Además, el hombre primitivo ofrece una coherencia que el individuo moderno ha perdido en el tergiversado derrotero de la revolución tecnológica. El deber ser al que apunta la Antropología es la plasmación de una síntesis armónica que, en su ordenamiento, rechace la frustración y estructure, sin confusiones, la heterogeneidad del siglo XX.
Con esa consigna, en 1925, Margaret Mead zarpó rumbo a Oceanía. En la isla de Samoa ancló durante un año para estudiar la vida de los adolescentes en la comunidad nativa. Aprendió a caminar descalza, comer en cuclillas, vestir las clásicas faldas de paja —el turismo aún no las había petrificado en sus postales de colores— y, según las viejas costumbres de respeto entre los isleños, se inclinó ante los matais (jefes de familia que integran el fono o asamblea de jefes) y las taupos (princesas ceremoniales de una aldea). Tanto se identificó con esos usos que, durante largos años, "era incapaz de ver a alguien que le inspirase respeto sin sentir un raro cosquilleo en la espalda".
En compañía de su primer marido, Reo Fortune, trabajó sobre el pueblo Manus de las Islas del Almirantazgo, en 1928. Tres años después permaneció siete meses entre los Arapesh de la montaña, pueblo que habita en el noroeste de Nueva Guinea. Más tarde, diversas comunidades en Bali y el este de Java la contaron entre sus visitantes. Sin embargo, Samoa siguió fulgurando en sus recuerdos e investigaciones como un primer amor. Junto a sus costas de arrecifes coralinos y al albergue de casas que no eran más que simples techos puntiagudos en medio de la manigua, Margaret Mead comenzó a elucidar la crisis de la adolescencia en la sociedad contemporánea. Las niñas samoanas en tránsito a la adultez la ayudaron a descorrer un viejo interrogante: la crisis de la "edad difícil" era un fenómeno cultural característico de sociedades como la contemporánea, o la eclosión de cambios fisiológicos comprobables en cualquier modelo de sociedad.

LA ISLA DEL DULCE NOMBRE. En la estructura social de Samoa los pequeños cumplen una función específica de baby-sitters, en la atención de sus pares menores. La amplitud del ámbito familiar, que incluye tíos y primos, cercanos y lejanos, y el nacimiento de
nuevas criaturas, aseguran un relevo en esta tarea al promediar la preadolescencia. En ese momento se produce el tránsito hacia nuevas formas de responsabilidad: aprender a recoger el taro —tubérculo farináceo similar por su uso a la mandioca— y a prepararlo, junto con el palusami —budín de coco rallado, moldeado en hojas de banano—. Los varones también son instruidos en el arte culinario, pero al mismo tiempo se iniciarán en la técnica de la pesca, entre los arrecifes. Ambos sexos cultivarán la tierra y las niñas se especializarán en el tejido: pelotas, cestos, esteras finas, persianas y faldas de paja. De esta manera, varones y mujeres están en condiciones de afrontar las demandas de la vida comunitaria.
La familia samoana, enclavada en un grupo social donde los sentimientos profundos no son habituales, en un medio caracterizado por la abundancia y equilibrio entre el trabajo y la diversión, brinda a los niños el conocimiento directo del sexo, del nacimiento y de la muerte, con una dignidad que ahorra experiencias traumáticas. El sistema familiar y la sana actitud ante lo sexual basamentan el equilibrio vital del samoano, quien está respaldado por "un concepto educativo general que —según Mead— desaprueba la precocidad y mima al lento, al perezoso y al tranquilo".
Como contrapartida, el niño precoz tiene una posibilidad catártica en el ámbito comunitario: la pista de danza. Ya sea una siva, una malaga (fiesta para el que parte de viaje) o una boda, el baile convoca a grandes y chicos por igual. Cada bailarín improvisa sus propios movimientos y, a partir del respeto a una serie de figuras básicas, su capacidad creadora y su individualidad se liberan dentro de la comunidad. A diferencia de la sociedad industrial, el pequeño samoano no tiene un solo período de irresponsabilidad frente al núcleo social, hasta tal punto que nunca confundirá un instrumento de trabajo con un juguete.

LOS NENES DE PAPA. En Nueva Guinea, Margaret Mead enfrentó una realidad diferente. Los manus señorean en lagunas oscuras y ocupan la mayor parte de su tiempo comerciando con pueblos vecinos. Al mismo tiempo miman y sobreprotegen a sus hijos, permitiéndoles una vida de holganza, llena de derechos y sin deberes apreciables, , salvo el muy estricto respeto a la propiedad. Consentidos y tiranos de sus padres, quienes están irreversiblemente desavenidos en el marco de una convención social que los separan, los mantis llegan a la adolescencia como grupo no integrado a la comunidad adulta. Mientras los mayores tiemblan ante los espíritus, ellos se mofan de los poderes ocultos y despliegan sus propias pautas de generosidad y desinterés, de alegría e indiferencia.
En el camino de la adolescencia a la madurez, los jóvenes se despojan de la camaradería y de las distracciones comunes a ambos sexos. En cambio, pasarán a ser valorados por lo que tengan y no por lo que hayan llegado a ser. Margaret Mead confiesa que se espantó al mirar en casi un espejo el ceñudo rostro de las sociedades desarrolladas. Entre los manus —también en un impactante paralelismo— el acceso a la etapa adulta implica cruzar un umbral de conflictos. La adaptación de uno a otro nivel se plantea en el plano social subconsciente y la salida es sutil: la comunidad recurre a la compulsión del pudor sobre un individuo que ya aprendió a avergonzarse de sus genitales y sus excreciones. Un círculo de tabúes lo arrincona en el papel de persona mayor y las prohibiciones abarcan temas y palabras tales como la aldea de su prometida y el nombre de un pariente político.
El primer trato mercantil que relaciona al joven manus con el mundo de los adultos es el matrimonio que los padres o tíos de ambos esposos concertarán junto con el intercambio comercial de abalorios, conchillas monetarias y collares confeccionados con dientes de perro. La novia se atavía con pesados delantales, ajorcas, brazaletes y corona, donde oculta peinetas de plumas, tenedores, espejitos y mil objetos codiciables. Al llegar la casa de los parientes del marido, las mujeres le arrancan sus adornos, se disputan sus tesoros ocultos y discuten su valor. Tan sólo a la noche siguiente, el marido llega y posee a su mujer. Ninguno de los cónyuges encuentra ternura o placer en el contacto, sino, en cambio, vergüenza, rencor y hostilidad.
El matrimonio, al mismo tiempo que prestigia al varón, lo encierra en un verdadero cerco de deudas por el pago de la novia. Hasta amortizarlas, trabajará gratuitamente para el adulto —padre, tío o hermano— que le haya comprado a su esposa. El recién casado se debate entre mil penurias hasta alcanzar cierto bienestar económico. Únicamente entonces el "triunfo en la vida" le permite retornar a sus modales intemperantes de la niñez. Por otra parte, el nacimiento de los hijos separa aún más a los padres. En los dos primeros años la criatura pertenece a la madre y el padre no interviene en su crianza. Luego, sea niña o varón, el hijo se convierte en la compañía obligada del hombre y la esposa pasa a ser una persona desdeñable. La adhesión unilateral al modelo paterno contribuye a delinear fuertes personalidades. Ésto, unido a la falta de adaptación temprana al sistema social, provoca hondos resentimientos y reacciones traumáticas.

EL CIELO O EL INFIERNO. Samoa y Manus perfilaron en las conclusiones de Margaret Mead dos estructuras culturales diversas. La primera implicaba una íntima participación en los hechos vitales, sin distinción violenta de sexo y edad, sin anhelos de status o poderío económico. En su isla de corales, el samoano se constituyó en el arquetipo de un todo coherente que florece dentro de una sociedad pos-figurativa. En la cultura Manus, en cambio, el sistema de relación de niños y adolescentes, basado en la generosidad y el compañerismo, choca irremediablemente con la actitud vital del mundo adulto. El niño vive aislado en una burbuja ideal fabricada por sus padres. Su adolescencia significa, ante todo, una ruptura.
El cariño y la nostalgia que envuelven al nombre de Samoa en la Autobiografía indican claramente que entre los arrecifes de coral, Margaret Mead vislumbró el sendero más favorable para la evolución del ser humano. Respecto a la adolescencia, si bien siempre constituye un período de re-enfoque de los elementos relevantes para la vida adulta, al estar enlazada en la vida integral de la comunidad se despoja de la aureola crítica y hasta trágica con que la distingue la sociedad avanzada.
En sentido contrario al camino andado por sus maestros, Margaret Mead invirtió la Antropología del siglo diecinueve: en vez de trasladar los valores del mundo desarrollado a las sociedades primitivas, en Samoa declinó todo orgullo occidental y bebió en las fuentes. Indudablemente, en ellas encontró aguas más puras y cristalinas. Manteniendo la quintaesencia del humanismo liberal, la antropóloga se asomó al mundo marginado con la universalidad de un Rousseau fuera de época. Un compromiso elemental con la realidad la llevó a ser consecuente con la premisa de que cada cultura predelimita al individuo y lo encasilla en sistemas de expresión y actividad casi inamovibles, "a menos que se logre una conciencia clara de las vallas que los usos han erigido dentro de cada núcleo social".
Su planteo moralista del compromiso individual con la sociedad la llevó también a conclusiones contradictorias. En La carreta y la estrella —escrito en colaboración con Muriel Brown— el viejo progresismo del American Way of Life es exaltado por Margaret Mead hasta la apoteosis. El Esfuerzo Desinteresado cantado por Withman en el siglo diecinueve se trasformó, en esta centuria, en las voces de mando con que la flota norteamericana plantó su bandera en muchas Samoas del Pacífico. Sin embargo, sus libros y su figura están presentes en todos los movimientos renovadores: los jóvenes, de esta manera, rescatan su lección de compromiso y rebeldía. En los últimos tiempos, la lectura de Marcuse acentuó el tono perentorio de sus denuncias frente al avance tecnológico v la deshumanización de la ciencia: la humanidad enfrentaría la drástica disyuntiva de ingresar en la Edad de Oro o retornar bruscamente a la de Piedra. Tras los temores de Margaret Mead, los corales de Samoa —ahora va hollados también por el smog— relucen, en el recuerdo, como su mejor esperanza.
(Investigación de Ana Goldar)
PANORAMA, FEBRERO 22, 1973

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