La apacible Padua,
patria de Tito Livio y del bondadoso San Antonio,
es la capital de la fracción chinófila del
comunismo italiano, encabezada por Giorgio Tosí.
La asociación italochina por él fundada cuenta con
30.000 miembros y el número crece rápidamente en
las regiones desheredadas de Sicilia y Cerdeña. No
obstante sus implacables ataques al viejo
dirigente Togliatti, los líderes del partido
comunista oficial vacilan en expulsarlo de sus
filas, le envían amables componedores y toleran
que exponga sus tesis en la revista doctrinaria
Crítica Marxista; tratan, en una palabra, de
suavizar la querella, de acuerdo con el
temperamento sonriente y escéptico de Italia.
En Bélgica, en cambio,
el temperamento es más violento, como lo demuestra
la huelga de los médicos. El partido comunista
belga carece de importancia como fuerza electoral,
pero es duro y activo. La disidencia en favor de
China se manifestó a partir de 1961, bajo la
dirección de un tal Jacques Grippa. En ocasión de
la crisis cubana, Grippa publicó un comunicado
antisoviético, a consecuencia del cual se lo
expulsó primeramente del comité central y luego
del partido. Logró arrastrar consigo a la mayoría
de la Federación de Bruselas, con la que
constituyó el núcleo del partido disidente, bajo
la presidencia de uno de los decepcionados
fundadores del comunismo belga, Henri Glineur.
Este, a la cabeza de una "delegación fraternal",
partió inmediatamente hacia Tirana y Pekín. China,
para no quedarse atrás, abrió en Bruselas una
agencia de información cuya dirección confió a
otro tránsfuga del comunismo moscovita, Jean Paul
Mineur. Bélgica es, por lo tanto, el primer país
de Europa Occidental que puede enorgullecerse de
un partido comunista abiertamente antisoviético y
chinófilo. Tiene también, merced a los recursos de
Jean Paul Mineur, el privilegio de haber editado
las primeras publicaciones oficiales del
movimiento : un semanario bilingüe, en francés y
flamenco, La Verité - De Waarheid, y un boletín
doctrinario, L'Etincelle, que muy
significativamente ha adoptado el nombre del
histórico diario de Lenín, Iskra. (Etincelle, en
francés, e Iskra, en ruso, significan "chispa".)
En Francia, la
situación es confusa. Se ha desencadenado una
enérgica ofensiva contra la débil dirección del
partido, especialmente contra Maurice Thorez.
Tiene su expresión a través de una serie de
publicaciones, algunas de las cuales circulan bajo
cuerda sin firma ni pie de imprenta, y otras que
se difunden por las vías regulares. La más
importante de estas últimas, Unir pour le
socialisme, aparece desde hace once años,
denunciando sin tregua el culto a la personalidad
creado en torno del "Hijo del Pueblo". Otras son
mucho más extremistas, como Voix Communíste, y
sobre todo, Le Communiste, el cual se autodefine
como "el órgano del ala revolucionaria del partido
comunista francés".
Las tesis chinas,
opuestas al "oportunismo" y al "revisionismo" de
Kruschev, hallan eco en esos panfletos consagrados
a combatir el aburguesamiento y la senilidad del
partido oficial. De todos modos, no es posible
hablar de un partido chinófilo. El partido
comunista francés, como el italiano, se mantiene
sobre los rieles moscovitas.
Suiza ha seguido el
ejemplo belga: bajo el impulso de un tal Gérard
Buillard, el partido comunista se ha escindido. Al
partido laborista helvético, fiel a Moscú, se
opone desde setiembre de 1963 el partido comunista
suizo, cuyo boletín (otro Etincelle) está bajo el
patrocinio de "los grandes marxistas": Stalin, Mao
Tse-tung y Enver Hodja.
Los otros partidos
comunistas de Europa continental se esfuerzan, en
general, por ignorar la querella chino-rusa. En
Inglaterra, por el contrario, un tal Michael
Creery ha desmembrado el partido comunista
británico, fundando un Commitee to Defeat
Revisionism (Comité para la derrota del
revisionismo), que pretende restaurar el
marxismo-leninismo y repudia la línea de Moscú.
Ocurre lo mismo en los Estados Unidos. Expulsados
del partido comunista porque representaban la
"tendencia chino-albanesa", Milt Rosen y algunos
otros crearon un partido disidente que recluta sus
afiliados entre los portorriqueños de Harlem. En
las antípodas, el partido comunista neocelandés se
ha pasado con armas y bagajes al campo chino,
mientras la lucha se torna cada vez más
encarnizada en Australia. Guiada por un cierto Tel
Hill, la fracción chinófila es extremadamente
poderosa, tanto, que el partido australiano fue
uno de los pocos que en 1960, en la Conferencia de
los 81, apoyó a Mao Tse-tung.
Para completar lo
concerniente al mundo libre, el más pequeño de sus
partidos comunistas, el de San Marino, amenaza
seguir el ejemplo de Nueva Zelandia. San Marino,
con sus 61 kilómetros cuadrados y sus 12.000
habitantes, es uno de los dos únicos países (el
otro es el estado hindú de Kerala) donde los
comunistas llegaron al poder por el voto. Fueron
desplazados en las últimas elecciones, pero este
fracaso los ha impulsado al extremismo.
Inscripciones en los muros de la pequeña capital
denuncian "las crecientes tendencias burguesas de
los dirigentes soviéticos", y la traición de que
son culpables, con respecto al marxismo-leninismo.
San Marino puede ser minúsculo, pero es un voto en
la conferencia plenaria de los partidos
comunistas.
En conjunto, no parece
que Moscú tenga que temer defecciones graves en
Occidente. Pero debe contar con agresivas minorías
chinófilas y con un descontento general contra la
burocracia adormecida en las prebendas, que dirige
los partidos "oficiales". Con casi cincuenta años
de vida, la revolución soviética es para muchos
algo así como una viuda que vive de lo que le dejó
el marido, en tanto que la revolución china,
bastantes años más joven, ejerce una atracción
mucho más fuerte sobre los sectores juveniles del
movimiento proletario.
Ningún continente está
más expuesto a sentir esa peligrosa atracción que
América Latina; ningún otro tiene una población
tan joven. Ninguno es más apasionado. Ninguno
siente una tal hostilidad instintiva e incurable
contra los Estados Unidos. La tesis según la cual
la Unión Soviética y la América anglosajona se han
reconciliado virtualmente y han constituido "el
sindicato de los estómagos llenos" contra los
estómagos vacíos, encuentra un terreno abonado en
esas poblaciones imaginativas y rencorosas. China
lo sabe. Aprecia las posibilidades que se le
ofrecen. Contrariamente a lo que suele creerse, no
es en África, sino en América del Sur, donde
deposita sus esperanzas más inmediatas. No se
habla de América Latina en una publicación china
sin que se evoque al punto el vendaval, la
tempestad, el tifón revolucionario que se cierne
sobre esta región del mundo. Los estrategas chinos
esbozan sus planes para encauzarlo en provecho
propio.
Precediendo inclusive
a Bélgica, la escisión ideológica del comunismo
comenzó en el Brasil. Como sucede en casi todas
partes, el partido comunista del Brasil vivía bajo
el paternalismo de una vieja figura, Luiz Carlos
Prestes, quien mereció figurar en los anales
revolucionarios de la década del 20 por algo
parecido a la Gran Marcha de Mao Tse-tung. Contra
este viejo revolucionario se rebeló en 1960 un ala
chinófila dirigida por dos extremistas, Joáo
Amazonas y Mauricio Grabois. La ruptura,
particularmente violenta, se produjo al año
siguiente; y en febrero de 1962, en el Congreso
Extraordinario de San Pablo, Amazonas y Grabois se
separaron y fundaron un partido disidente. Su
revista bimestral, A Classe operaría, ha
emprendido una campaña contra "la corrupta
fracción reformista" de Prestes; su adhesión a las
tesis chinas es total. "Los pueblos de América
Latina", expresó A classe operaría, "no pueden
esperar su liberación de una competencia pacífica
entre el comunismo y el capitalismo. Sólo una
lucha más violenta, la lucha armada, puede darles
la libertad...".
La conmoción que ha
sacudido a Brasil en los últimos tiempos ha hecho
pasar a segundo plano la lucha entre los grupos
chinófilos y prosoviéticos. Mientras tanto el
interés y la ansiedad se han desplazado hacia
Chile, donde el virus rojo que allí fermenta es
mucho más peligroso que en cualquier otro país del
continente: Chile no cuenta con un ejército capaz
de destruir un complot revolucionario como el que
maduraba en Brasil. En las últimas elecciones
presidenciales, el candidato del Frente Popular,
el senador Allende, perdió la elección por solo
33.000 votos; su oponente era nada menos que el
respetado estadista chileno Alessandri. En
setiembre tendrán lugar nuevas elecciones, pero en
ellas Alessandri no podrá presentarse como
candidato, porque la Constitución no permite que
sea reelegido; así Allende, apoyado por la
coalición de socialistas y comunistas, ha visto
multiplicadas sus posibilidades de llegar al
gobierno.
Pero en Chile, como en
todas partes, la escisión del comunismo está en
marcha. Por razones tácticas o por convicción,
Luis Corvalán, el secretario general del partido,
prefiere la campaña electoral al fusil de los
guerrilleros, y su actitud encuentra menos eco en
las masas chilenas que la intransigencia
revolucionaria del "Che" Guevara. "En todo el
continente", declaró Guevara, "están dadas las
condiciones objetivas y subjetivas para que las
masas opongan la violencia a los gobernantes y las
clases opresoras." País inestable en todo sentido,
sacudido por terremotos orográficos y erupciones
políticas, Chile es un terreno óptimo para sembrar
la propaganda chinófila. Apenas lanzada la edición
castellana de Pekín informaron, denominada Pekín
informa, ya contaba con 6.000 suscriptores. Por
otra parte, en las últimas semanas, un nuevo grupo
llamado Vanguardia Revolucionaria Marxista
(V.R.M.) se ha escindido del partido comunista
ortodoxo y se ha propuesto como objetivo combatir
la tolerancia legalista de Corvalán. Su primera
medida ha sido enviar a Pekín un mensaje de
confraternidad que expresaba: "Suscribimos
totalmente el análisis de la situación
internacional elaborado por él partido comunista
chino". Esta situación se repite con ligeras
variantes en toda América Latina; existen
veintidós partidos comunistas oficiales o
clandestinos, y ninguno se ha plegado públicamente
todavía a la línea de Pekín, pero en todos, no
obstante, se ha producido el brote en su propio
seno, o aun la escisión, de un grupo chinófilo, y
todos están igualmente sometidos a tensiones
internas. El más poderoso de los argumentos chinos
es la similitud social entre la China de antes de
Mao Tse-tung y el Brasil o la Argentina actuales,
o Perú, o Venezuela, países preponderantemente
agrícolas donde la revolución no podrá triunfar si
no se apoya en las masas campesinas. "Ya no es
Rusia, industrializada y cegada por el
chauvinismo", dicen los chinos, "la que podrá
ayudar a los países latinoamericanos en su
emancipación; solo China puede hacerlo."
En África, el cuadro
es bastante menos claro. Aún se sigue conjeturando
acerca de los objetivos y resultados de la larga
gira de Chou En-lai. En muchos países negros y
árabes, el comunismo es todavía muy débil, en
cualquiera de sus dos variantes, rusa o china. En
otras partes, como en el Congo, ha provocado
resistencia de una energía inesperada. En Guinea,
cuando el comunismo pasó de la retórica liberadora
al ingrato terreno de la ayuda material, se
produjo una amarga decepción. De los dieciséis
partidos comunistas africanos, siete, entre ellos
los de Túnez, Argelia y Marruecos, responden a la
línea de Moscú, y los nueve restantes no se han
decidido aún a adoptar una posición definitiva.
En Asia hubo también
escisiones y crueles desgarramientos. Ceilán es
uno de los cuatro o cinco países que cuentan con
dos partidos abiertamente enemigos; el partido
chinófilo fue fundado el 21 de enero por un
excomulgado de Moscú que residió en Pekín, el
"camarada" Nagaliagan Sanmugathasan. En la India,
la situación es extremadamente delicada debido a
la agresión china de 1962 y al estado de guerra
latente que reina en el Himalaya. La mayoría del
partido se inclinaba hacia China, en la que creía
ver un modelo de la colectivización para los
países pobres y superpoblados. Con la agresión
china, una oleada de patriotismo empujó al partido
comunista indio hacia el campo ruso, pero una
minoría decidida sigue anteponiendo el amor por
Mao a los intereses de su país. En la Bengala
occidental, esa minoría se ha escindido, formando
su propio partido, cuya acción espera poder
extender al resto de la India. El objetivo
predilecto de sus ataques es el Thorez hindú,
Dange, un hombre cortés y afable que desde hace
lustros rige los destinos del partido desde
Bombay. Sus ex camaradas han "descubierto" que
hace cuarenta años trabajó para el Servicio de
Inteligencia de los opresores británicos, y el
pobre veterano se debate desesperado contra la
infamante acusación. Acusación que, por otra
parte, es ya tradicional en la historia del
movimiento comunista: cada vez que se quiso
descalificar a un "fraccionista", se lo acusó de
haber trabajado para los servicios de inteligencia
occidentales. Solo que, en este caso, la argucia
es utilizada por los "fraccionistas" contra los
partidarios de Moscú. . .
Además de los partidos
oficiales indio y cingalés, otros dos partidos
comunistas asiáticos permanecen fieles a Moscú: el
de Birmania y el de Nepal. Los demás (que se
manifestaron pro-soviéticos en la Conferencia de
los 81) acatan disciplinadamente las directivas de
Pekín, Varios, entre los que se cuentan el de
Corea del Norte, el de Vietnam y el de Laos, son
meros satélites cuya existencia depende de la
ayuda militar china. Otros han intentado mantener
una relativa independencia, o inclusive actuar de
mediadores. El partido comunista japonés envió una
comisión de información a Moscú y Pekín, pero el
órgano oficial del partido, A kahata, no esperó su
regreso para condenar el revisionismo de Kruschev.
El partido comunista de Indonesia, el más poderoso
del sudeste asiático, tuvo sus veleidades de
comunismo nacional, pero bajo la férrea conducción
de su líder Aidit, se ha ido acercando cada vez
más a la línea de Pekín. Aun en Nepal y en
Birmania, la continuación en la línea moscovita es
dudosa. Ambos países son muy pequeños y se
encuentran peligrosamente cerca del dragón; en
ambos, minorías decididas están dispuestas a
imponer, si fuera preciso, por la intimidación, el
punto de vista chino. En Asia, el comunísimo está
en gran medida perdido para la causa de Rusia y
ganado para la de China. Si se la compara con la
época en que Kruschev y Bulganín recorrían en
triunfo el continente, la era actual marca un
dramático retroceso de la Unión Soviética. Además,
la situación es irreversible. El conflicto entre
China y Rusia puede entrar en una fase de
apaciguamiento, quizás se logre cubrir las
apariencias y aun llegar a una reconciliación;
pero lo que nunca volverá a suceder es que Rusia
recupere la conducción del mundo asiático. La
autoridad en esa vasta región de la Tierra, la
dirección política e ideológica
de la mitad de la
humanidad, han pasado irremediablemente a Pekín.
¿Mantiene Rusia por lo
menos la hegemonía de Europa oriental? ¿Siguen los
países satélites siendo satélites en todo el
sentido de la palabra? ¿En qué punto se ubican
respecto del conflicto ruso-chino? Entre los
países de la Europa oriental y balcánica, la
minúscula y frenética Albania escapó de la órbita
de Rusia hace ya varios años. Éste fue el primer
pretexto para la disputa chino-soviética, y
durante mucho tiempo sirvió de máscara para
ocultar la posición de China en la contienda
ideológica. Nada ha cambiado desde entonces;
Tirana no puede ser más violenta en sus ataques a
Kruschev.
Con una sola
excepción, las llamadas democracias populares se
plegaron a la causa soviética con aparente
entusiasmo. Los dirigentes comunistas de Hungría y
Polonia han olvidado el apoyo que recibieron de
los chinos en los difíciles días de 1946. Los
partidos comunistas de Alemania Oriental y
Checoslovaquia, considerados stalinistas, no
aprovecharon la tensión chino-soviética para
manifestar los sentimientos que se les atribuían.
Bulgaria, se pronunció abiertamente en la cuestión,
y el concierto europeo, en general, condenó el
racismo chino, temblando de horror al comprobar
que Mao Tse-tung no retrocede ante la perspectiva
de una guerra nuclear, y confirmó sin reservas su
lealtad hacia la Unión Soviética. Si el tono
fervoroso de sus declaraciones oculta otros
sentimientos, es imposible saberlo.
La excepción
mencionada es Rumania, que durante muchos años fue
el satélite perfecto: humilde, sumiso y tan
obediente, que nunca mereció la menor reprimenda.
De repente y sin que el cambio pueda atribuirse a
una renovación de la minoría dirigente, la actitud
de Rumania cambió de modo radical. Primero se negó
a integrar el mercado común de los países
comunistas (COMECON), que, innecesario es decirlo,
está al servicio de los intereses rusos. Más
tarde, en lugar de tomar partido en la disputa
chino-rusa, prefirió adoptar una posición neutral.
Cuando los rusos convocaron a los países satélites
a Berlín, para discutir la situación de China,
Rumania se abstuvo de concurrir. La prensa rumana
se limitó a exponer imparcialmente los puntos de
vista de ambos bandos, y cuando el tono de la
discusión llegó a la injuria, una numerosa
delegación rumana, encabezada por el presidente
Ion Gzeorghe Maurer, partió rumbo a Pekín; de esta
misión, espontánea o no, Kruschev esperaba la
suspensión de las hostilidades verbales, ya que
postergó para el 4 de abril la poderosa
requisitoria al Comité Central que Mijail Suslov
tenía preparada desde el 14 de febrero. Pero
Maurer regresó sin el ramo de olivo, y mientras
tanto los rusos aguardaron inútilmente que sus
antiguos vasallos más dóciles condenaran
enérgicamente la intransigencia china. Fero
Rumania guardó silencio, y su actitud sigue siendo
un misterio.
Han pasado ya varios
meses desde la presentación del informe Suslov y
la prensa rumana no ha pronunciado aún una palabra
comprometida, ni hay señales, por ahora, de que se
haga eco de las declaraciones de Nikita Kruschev
en Hungría. Por otra parte, llegan de Bucarest
noticias singulares: las autoridades rumanas han
ido cerrando una a una las escuelas rusas,
licenciando a los técnicos rusos de las fábricas,
rebautizando las calles y trasladando los
monumentos que conmemoran el triunfo del ejército
soviético. ¿Una nueva Albania está por surgir?
Es poco probable. El
desafío sería demasiado arriesgado para un pequeño
país al que solo un pequeño arroyo separa de
Rusia. Por otra parte, Maurer y Georgiu Dej no han
caído en los brazos de los chinos, como lo hizo él
albanés Enver Hodja. Por el contrario, Rumania se
inclina cada vez más hacia Occidente. Con
Occidente, y en especial con la República Federal
Alemana, Rumania desea acrecentar los intercambios
comerciales y la cooperación técnica. Mientras
tanto, Rumania ha contratado ya 600 ingenieros y
especialistas occidentales, busca divisas fuertes,
prefiere vender su maíz a Inglaterra en lugar de a
Checoslovaquia y considera preferible que sean los
rumanos quienes exporten cerdos y aves a Occidente
en lugar de los checos o los polacos.
Hace solo unos pocos
años, esta insurrección política y económica
hubiera sido inconcebible, y sus resultados,
fulminantes y fatales para sus promotores. Al
estar el conflicto chino en plena ebullición,
Rusia se ve obligada a tolerarla. El estandarte de
la libertad húngara fue levantado demasiado
pronto, en las sangrientas jornadas de 1956.
Rumania, más sagaz, supo esperar. En política hay
virtudes más nobles que saber esperar, pero
ninguna más preciosa.
Hagamos números: según
los datos previos, 14 partidos comunistas se han
plegado ya a la línea china, definiendo así su
oposición a los principios enunciados en el
informe Suslov. Sesenta y cinco siguen aún fieles
a Rusia; quedarían unos diez sin pronunciarse. La
preponderancia rusa sería, según estos cálculos,
incuestionable. Si para condenar la herejía basta
la mayoría absoluta, los chinos están perdidos,
pero las cifras no son definitivas: muchos
partidos asiáticos están bastante menos sometidos
al Kremlin de lo que los rusos mismos se creían.
La epidemia china se va extendiendo. Suslov, que
cubrió de insultos y de amenazas a los renegados,
a los expulsados, a los aventureros, a los
trotskistas que siguen a Pekín, se cuidó muy bien,
sin embargo, de mencionar su número. Cálculos más
recientes reducen a 45 el número de países con que
puede contar Rusia. Siguen siendo aún mayoría,
pero su número es apenas una sombra del que, en
1960, confirmó la hegemonía soviética sobre todo
el mundo socialista. Cuatro años han bastado para
privar a Rusia del poder de dictar su ley al
comunismo mundial.
Si la conferencia
tiene lugar —nada es menos seguro—, es poco
probable que de ella resulten excomuniones puras y
simples, que solo servirían para ahondar la
escisión. Muchas tradiciones e intereses ligan aún
a ambos sectores, pero entre tanto, con apariencia
de unidad o sin ella, el comunismo tiene dos
cabezas, una blanca y otra amarilla. Las
consecuencias de ello son imprevisibles.
Revista Panorama
08/1964
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