La consternada
muchedumbre que desfiló llorando frente a la
blanca verja de la residencia de Nehru en Nueva
Delhi era un vivo testimonio del dolor que
acongojaba a la nación entera. Hombres y mujeres,
jóvenes y viejos, esperaron pacientemente durante
muchas horas, apiñados en compactas columnas que
se extendían a lo largo de más de tres kilómetros,
para poder rendir su último homenaje al amado
Pandit, al hombre que por casi veinte años condujo
con mano firme los destinos de la India que él
había construido.
A lo largo y a lo
ancho del subcontinente indio las gentes lloraban
y ayunaban durante días. Mientras la infausta
noticia se extendía hacia las provincias más
remotas, algunos temieron que la muerte del primer
ministro pudiera provocar la guerra o algún
cataclismo de la naturaleza (en realidad, esa
misma noche Nueva Delhi fue sacudida por dos
fuertes temblores de tierra). En las ciudades y en
los pueblos, enormes multitudes se congregaban
para cantar: "Que Nehru sobreviva por siempre a su
muerte".
Aunque por su avanzada
edad y su salud quebrantada era harto previsible,
la muerte de Nehru fue un acontecimiento para el
cual la India no estaba preparada. Solo una semana
antes de su muerte, y cuando aparecía visiblemente
debilitado por el ataque cardíaco que sufrió en
enero último, él mismo había eludido, con una
sonrisa, una pregunta acerca de quién le sucedería
en el cargo, al tiempo que respondía: "Mi vida no
se va a concluir tan pronto". Un par de días
después abandonaba Nueva Delhi en helicóptero para
un breve descanso en las nevadas montañas que
rodean a Dehra Dan. A la mañana siguiente se
levantó a las 6.30, como siempre, pero en lugar de
practicar sus acostumbrados ejercicios de yoga se
quejó de fuertes dolores en la espalda. Unos
minutos después entraba en un profundo estado de
coma del que ya no pudo recuperarse. A las 2 de la
tarde había muerto. Un ministro del gabinete
nacional llegó al Parlamento y anunció con voz
quebrada por la emoción: "El primer ministro ha
dejado de existir".
Duelo universal. Sin
distinción de ideologías, el mundo compartió el
dolor de la India y se asoció a su luto. No tanto
porque reconociera en Nehru al estadista
internacional que fue infatigable mediador entre
el bloque del Este y Occidente —un papel cuya
importancia siempre se exageró bastante, y que
además declinó al disminuir la tensión de la
guerra fría— como por un sentimiento de respeto y
admiración hacia el hombre que supo liberar a la
India de la tutela inglesa primero, mantenerla
unida después (no obstante las múltiples tensiones
que origina la tremenda diversidad de razas,
lenguas e intereses) y crear la estructura de una
nación moderna. Hoy la India es la democracia más
populosa, no solo de Asia, sino de la Tierra. La
muerte de Nehru nos dará las verdaderas
dimensiones de su visión política y de su
capacidad de estadista; ya que todavía está por
verse si su obra perdurará, si el Pandit logró
conferir al pueblo indio la
fuerza, el orden y la cohesión necesarios para
realizar su destino bajo otra conducción.
En sus 74 años de
vida, Nehru salvó la inmensa distancia que separa
una infancia feliz y mimada y una juventud vivida
según el clásico molde del gentleman británico,
del hombre maduro que por su fervor combatiente,
magnetismo personal e inteligencia adquirió un
ascendiente carismático sobre su joven país y supo
encarnar a la perfección la imagen oriental de
padre de su pueblo.
Nació en Allahabad,
una pequeña ciudad del norte de la India, en el
seno de una rica y occidentalizada familia
brahman, la más alta en la división de castas de
la sociedad india. A los 15 años se trasladó a
Inglaterra con su familia y se educó en Harrows,
donde, según sus propias palabras, "nunca me sentí
completamente a gusto". De allí pasó a Cambridge y
luego estudió durante dos años leyes en Londres.
En esa época tenía mucho dinero y le agradaban las
elegantes reuniones de sociedad en el West End
londinense; era capaz de vaciarse una botella de
dos litros de champaña sin que su ponderación ni
su equilibrio sufrieron menoscabo. En su etapa
londinense sintió también la atracción de las
ideas de aquel tiempo, desde el socialismo fabiano
de Bernard Shaw al relativismo moral de Bertrand
Russell y la economía de la prosperidad de John
Maynard Keynes.
Su transformación
espiritual.. El joven Jawaharlal Nehru tenía 22
años cuando regresó a su
país. Al principio incursionó en la política
local, pero en un plano más bien teórico, como
cuadraba a la imagen del perfecto gentleman que se
esforzaba en seguir. Su primera entrevista con el
Mahatma Gandhi no le produjo la menor impresión
(la doctrina de la desobediencia civil y de la no
violencia solo podía tener muy escasos atractivos
para un joven que se veía a sí mismo luchando por
la independencia de la India como Lord Byron en
Grecia y logrando su unidad, como Garibaldi en
Italia). Su transformación espiritual se produjo
un día en que el brillante abogado se brindó
indulgentemente a visitar un miserable pueblito
indio: "Una nueva imagen de la India surgió ese
día ante mis ojos al contemplar a aquellas gentes
desnudas, hambrientas, abrumadas por la más
abyecta miseria", escribió después. "Y la fe que
depositaban en nosotros, visitantes casuales que
llegábamos de una lejana ciudad, me turbó
profundamente e hizo que naciera en mí una nueva
responsabilidad cuyo peso me llenaba de temor".
Nehru se consagró con
alma y vida al movimiento que luchaba por la
independencia de la India; arrestado varias veces,
pasó más de diez años de su vida en las prisiones
británicas. Gandhi fue la antorcha que iluminó la
senda de la liberación, pero Nehru fue el
organizador que hizo realidad ese anhelo. En 1947.
mientras las tropas británicas que abandonaban el
país desfilaban lentamente, con tambores
destemplados y paso funeral, hacia los puertos de
embarque, Nehru se alzó de su banca en la Asamblea
Constituyente y proclamó: "Con la última campanada
de medianoche, mientras el mundo duerme, la India
despertará a la vida y la libertad".
Desde el filo de esa
medianoche de 1947 hasta hace pocas semanas, el
destino de la India estuvo siempre en manos de
Nehru. Él condujo a su país por el doloroso camino
del desmembramiento de las mayorías musulmanas del
Pakistán, en medio de los horrores de las luchas
religiosas que dejaron un saldo de más de 200.000
musulmanes e hindúes muertos, durante la espantosa
conmoción que causó el asesinato de Gandhi en
enero de 1948. A pesar de la descarnada pobreza,
de la incapacidad y corrupción, que todavía
imperan, de la aterradora propensión a la
violencia, y no obstante las agudas diferencias de
lengua, religión y casta, la India se ha
convertido en una nación con un sistema
democrático que funciona.
En la tercera
posición. Nehru fue, entonces, el más
sobresaliente portavoz del grupo de las naciones
afroasiáticas no comprometidas que quieren
mantenerse al margen de la guerra fría. Actitud
que muchas veces le fue severamente censurada por
los estadistas occidentales, quienes sospechaban
que la moralina neutralista de Nehru hacía el
juego al bloque comunista. En parte, su política
de no compromiso se basaba en un riesgo
perfectamente calculado. Nehru sabía muy bien que
el país no podía permitirse el lujo de un pesado
presupuesto militar mientras estuviera empeñado en
su desarrollo industrial; moviéndose con habilidad
en su papel de mediador, podía obtener para la
India ayuda de los dos bandos.
Durante 15 años, esta
política pacifista de no compromiso dio resultado.
Pero Nehru empañó el brillo de su aura de no
violencia cuando en 1961 recurrió a las armas para
desalojar a Portugal de la pequeña colonia de Goa,
emplazada en el subcontinente indio. Y los
ejércitos de China roja dieron por tierra con su
política de no compromiso en 1962, cuando cruzaron
el H¡malaya y arrebataron la zona fronteriza en
litigio a las tropas indias (mal conducidas y peor
equipadas por culpa del filocomunista ministro de
Defensa Krishna Menon, íntimo amigo y favorito de
Nehru, a quien muchos consideraban el lógico
Delfín). En esas condiciones, Occidente se acercó
a Nehru cuando su neutralidad se hizo más
aceptable, y Nehru se acercó algo más al bloque
occidental en tardía demanda de armas para repeler
la agresión china.
Padre y maestro. Nehru
se dio generosamente a sus 450 millones de
compatriotas. Fue al mismo tiempo un padre
benévolo y un severo maestro. Todas sus jornadas
comenzaban con un darshan, una especie de comunión
espiritual con los peregrinos que a diario se
congregaban ante su puerta. Sentados en el suelo
en silenciosas filas, esperaban a que Nehru
paseara entre ellos sonriéndoles con las palmas de
las manos juntas en gesto de namaste. A veces una
mujer le decía tímidamente: "Hemos venido a
rendirte homenaje".
A lo que Nehru solía
contestar sonriente: "Está bien, rendídmelo
entonces".
Por fortuna para el
Pandit, el darshan es más un estado de ánimo, una
comunión espiritual, que una situación que se
alimenta y resuelve con palabras; ya que de los
innumerables idiomas de la India, Nehru solo
hablaba con cierta soltura el urdu. A menudo sus
discursos a multitudes que se podían contar por
millones eran pronunciados en inglés y traducidos
a los dialectos locales por una cohorte de
intérpretes. La muchedumbre escuchaba silenciosa,
como confortada por la mera presencia de Nehru.
Por algún oculto
designio o tal vez por las condiciones
ambientales, Nehru se debatió siempre en un cúmulo
de contradicciones sin sentido aparente. Así,
mientras era capaz de derrochar paciencia tratando
de tranquilizar a un grupo de supersticiosos
tribeños que temían el inminente fin del mundo,
podía también reprender con toda severidad a un
criado que cometiera un error al servir una taza
de té. Luchó incansablemente contra los hábitos de
alegre anarquía, impuntualidad e ineficacia, tan
profundamente insertados en la vida india, pero al
mismo tiempo se esforzó poco o nada por formar un
grupo de jóvenes líderes que eventualmente
pudieran sucederle en su cargo. Siempre se quejó
airadamente de la abundancia de días feriados en
el almanaque indio, del caprichoso vagabundeo de
las vacas sagradas, de la impunidad con que
algunos santones perpetraban verdaderos fraudes,
pero nunca hizo nada para mejorar las cosas.
Predicaba el socialismo, pero apenas si lo
practicaba, ya que integraba su gabinete con
ministros que no dejaban de ser hombres de
negocios que administraban una economía a medias
planificada.
Tal vez el rasgo más
destacable de Nehru fuera su devoción por la
democracia. Pudo convertirse en dictador de la
India y se conocía lo bastante como para no
ignorar sus impulsos dictatoriales. Sin embargo,
actuó siempre dentro del marco de un sistema
parlamentario libre. En una oportunidad,
aparentemente descorazonado, expresó sus deseos de
renunciar a su investidura, pero luego permitió
que le disuadiera de su intención el clamor de los
miembros del Partido del Congreso, que le
gritaban: "Pandit, no nos abandones".
Nehru abandonó a la
India solo cuando la vida le abandonó. Su esbelta
figura de hombros ligeramente encorvados, con su
permanente botón de rosa en el ojal y el blanco
gorro, no volverá a acudir a los diarios darshan
con su pueblo en el jardín de la residencia
oficial. Ya no habrá más desayunos familiares, ni
caricias para el perro que se restregaba contra su
rodilla bajo la mesa, ni sonrisas para los nietos
que se divertían en un rincón. Se acabaron
aquellas 'largas jornadas en su oficina del
Ministerio de Relaciones Exteriores, donde los
monos jugaban entre la amplia columnata. Su pueblo
ya no lo verá cabalgar por las calles atestadas de
gente que arrojaba flores a su paso y que a veces
parecía amenazar con asfixiarlo en el torbellino
del entusiasmo incontrolado de las multitudes
indias. Quizás su pueblo se le entregó con
excesivo fervor durante demasiados años. Tal vez
él haya retribuido ese fervor brindándose con
excesiva largueza.
Sin sucesor aparente.
Durante años el Pandit Nehru se negó
obstinadamente a designar sucesor; y a su muerte,
en lugar de una transición prevista y ordenada,
hubo algo muy parecido a la habitual confusión. El
presidente de la India, Sarvepalli Radhakrishnan,
nombró primer ministro interino al ministro del
Interior, Gulzari Lal Nanda, de 65 años. Después
de casi dos semanas de cabildeos y consultas, el
Partido del Congreso eligió para que desempeñara
el cargo con carácter permanente a Lal Bahadur
Shastri, un oscuro político de tendencia moderada
que aparecía como el candidato más firme. Shastri,
de 55 años, actuó durante mucho tiempo como
ministro sin cartera y delegado personal de Nehru,
y muchos veían en él al casi seguro sucesor del
anciano Pandit.
El cadáver de Nehru,
custodiado por una guardia de honor, permaneció
toda la noche en el atrio de su residencia,
expuesto a la veneración del pueblo. Para
preservarlo del tórrido calor de Nueva Delhi hubo
que recurrir a una constante corriente de aire
frío que provenía de una pila de bloques de hielo
a través de los cuales soplaban con abanicos
admiradores del Pandit que se ofrecían
voluntariamente para este póstumo servicio. A la
mañana siguiente su cuerpo fue depositado en un
armón de artillería, y entre el fúnebre redoble de
tambores destemplados recorrió más de diez
kilómetros a través de Nueva Delhi hasta llegar a
las orillas del sagrado Jumna, donde se alzaba la
pira funeraria. En la aglomeración de la multitud
murieron cuatro personas y muchas más quedaron
heridas o magulladas.
Aunque en vida Nehru
se mostró siempre indiferente en materia
religiosa, su cadáver fue depositado en una pira
funeraria hindú. Una banda de la fuerza aérea
india interpretó los himnos al tiempo que Sanjay
Gandhi, uno de los nietos de Nehru, se adelantaba
y encendía la pira de sándalo.
Mientras las llamas
crecían y una columna de humo ascendía hacia el
cielo, monjes con vestiduras amarillas y blancas
cantaban: "Se ha liberado de la servidumbre
terrenal". En respuesta, la muchedumbre gritaba:
'Amar raho'. Pero el profundo sentimiento de la
India por su líder muerto puede expresarse mejor
con las palabras que el propio Nehru pronunciara
en ocasión de la muerte del Mahatma Gandhi: "Una
luz se ha borrado de nuestras vidas. Ya no podemos
acudir a él y hallar consuelo".
Revista Panorama
08/1964
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